Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Название Cuentos completos
Автор произведения Эдгар Аллан По
Жанр Языкознание
Серия Colección Oro
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418211171



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en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, revelaban una expresión poderosa y humana, resplandeciendo con un extraño brillo rojizo como de fuego y el hocico abierto de aquel corcel, que lucía enfurecido, dejaba ver sus impresionantes y sucios dientes.

      Casi paralizado de terror, el joven barón se dirigió vacilante hacia la puerta. Y al abrirla, un resplandor de luz roja que cubrió todo el espacio proyectó su sombra muy definidamente contra el tembloroso tapiz y Frederick tembló al darse cuenta de que —mientras él continuaba dudando en el umbral— aquella sombra adoptaba la posición exacta y colmaba totalmente la forma del exitoso asesino del moro Berlifitzing. Para serenar la angustia de su espíritu, el joven corrió al aire libre y en la puerta principal del palacio halló a tres escuderos que con extrema dificultad, y poniendo en riesgo sus vidas, trataban de dominar los encabritados saltos de un inmenso caballo de color de fuego.

      —¿Dónde encontraron ese caballo? ¿De quién es? —preguntó el barón, con una voz tan furiosa como sombría, al reconocer que el furioso animal que estaba observando era una réplica exacta del misterioso corcel de la tapicería.

      —Es suyo o al menos no sabemos que nadie lo reclame —contestó uno de los escuderos—. Lo atrapamos mientras escapaba, echando humo y espuma de rabia, de las incendiadas caballerizas del conde de Berlifitzing. Imaginamos que era uno de los caballos extranjeros del conde y fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero estos dijeron que no habían visto nunca este corcel, lo cual es raro, pues se nota que estuvo muy cerca de morir en las llamas.

      —En su frente están claramente marcadas las letras W.V.B —agregó el otro escudero—. Naturalmente, creímos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing, pero en el castillo insisten en decir que el caballo no les pertenece.

      —¡Es muy, muy extraño! —dijo el joven barón con aire meditabundo y sin mucha consciencia del significado de sus palabras—. Ciertamente, es un caballo notable, prodigioso... pero como pueden observar es tan peligroso como intratable. —Y después de una pausa agregó—: Está bien, entréguenmelo. Tal vez un jinete como Frederick de Metzengerstein pueda domar hasta el demonio de las caballerizas de Berlifitzing.

      —Señor, está equivocado. Creo haberle mencionado que este caballo no pertenece a los establos del conde. Si así hubiese sido, nosotros conocemos muy bien nuestro deber para traerlo en presencia de alguien de su familia.

      —¡Cierto! —contestó secamente el barón.

      En ese preciso momento, uno de los pajes de su antecámara llegó corriendo desde el palacio con el rostro enrojecido. Este habló al oído de su amo y le notificó la repentina desaparición de una parte de los tapices en determinado aposento y le mencionó una cantidad de detalles tan precisos como completos, pero como hablaba en voz muy baja, no se escapó nada que lograra satisfacer la excitada curiosidad de los escuderos. Mientras duró la narración del paje, el joven Frederick parecía sacudido por emociones encontradas.

      Sin embargo, muy pronto recobró la compostura, y mientras en su rostro se dibujaba una expresión de resuelta crueldad, dio órdenes tajantes para que el aposento en cuestión fuera clausurado de inmediato y le fuera entregada la llave al momento.

      —¿Ya escuchó la noticia de la lamentable muerte del anciano cazador Berlifitzing? —le comentó uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía viendo los brincos y las arremetidas del inmenso caballo que acababa de adoptar como suyo, el que a su vez duplicaba su furia mientras lo llevaban por la extensa avenida que unía el palacio con las caballerizas de los Metzengerstein.

      —¡No! —gritó el barón, girando bruscamente hacia el que había hablado—. ¿Muerto, dices?

      —Así es, mi señor, y creo que para su noble apellido no es una noticia desagradable.

      Una rápida sonrisita se dibujó en el rostro del barón.

      —¿Cómo murió?

      —Haciendo un precipitado esfuerzo por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos, quedó atrapado entre las llamas.

      —¡Cier...ta...men...te! —exclamó el barón, mencionando cada sílaba como si en ese momento una emocionante idea surgiera en su mente.

      —¡Ciertamente! —repitió el vasallo.

      —¡Terrible! —replicó el joven serenamente y regresó callado al palacio.

      A partir de aquel día, se observó un cambio notable en la conducta habitual del licencioso barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento contrarió todas las expectativas y fue por el camino opuesto a las esperanzas de muchas damas, madres de hijas casaderas. Al mismo tiempo, sus costumbres y manera de ser continuaron diferenciándose —más que nunca— de aquellos que manifestaba la aristocracia circundante. Ya nunca se le observaba fuera de los límites de sus dominios y parecía recorrer aquellos inmensos terrenos sin un solo amigo —salvo que aquel impetuoso y raro corcel de color encendido que montaba permanentemente, tuviera algún especial derecho para ser considerado su amigo.

      No obstante, durante mucho tiempo llegaron al palacio muchas invitaciones de aquellos nobles relacionados con la casa. “¿Querrá el barón honrar nuestras fiestas con su presencia? ¿Asistirá el barón a cazar el jabalí con nosotros?” Las breves y groseras respuestas eran siempre las mismas: “Metzengerstein no asistirá a la caza”, o “Metzengerstein no ira de caza”. Aquellas repetidas descortesías no eran bien toleradas por una aristocracia igualmente engreída. Las invitaciones se fueron haciendo menos cordiales y frecuentes, hasta que dejaron de llegar. Incluso se escuchó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar su deseo de “que el barón tenga que quedarse en su casa cuando ya no quiera estar en ella, puesto que desprecia la compañía de sus pares, y que cabalgue cuando no quiera cabalgar, ya que prefiere la compañía de un caballo”.

      Esa frase no era más que la muestra de un rencor hereditario, y apenas lograban demostrar el poco sentido que tienen nuestras palabras cuando queremos que sean particularmente enérgicas.

      Sin embargo, los más benévolos atribuían aquella transformación en el comportamiento del joven noble a la normal tristeza que siente un hijo por la precoz pérdida de sus padres, olvidando, por supuesto, su detestable y ominosa conducta en el corto período inmediato a sus muertes. Tampoco faltaban aquellos que suponían en el barón un concepto equivocadamente orgulloso de la dignidad. Y otros —entre los cuales vale señalar al médico de la familia— no dudaban en mencionar una melancolía patológica y una mala salud ancestral. Pero la gran mayoría hacía circular oscuros rumores de naturaleza aun más dudosa.

      Cabe señalar que el tenaz afecto del barón hacia aquel caballo recientemente adquirido —afecto que parecía aumentar con cada nueva demostración de las propensiones feroces y demoníacas del animal— terminó por lucir tan desagradable como anormal ante la vista de las personas razonables. Con buen tiempo o en plena tempestad, sano o enfermo, bajo el brillante sol del mediodía o en la oscuridad de la noche, el joven Metzengerstein parecía estar atornillado a la montura del grandioso caballo, cuya desmedida ferocidad pactaba tan bien con su propio carácter. Además, a esto se sumaban ciertas situaciones que, junto a los últimos acontecimientos, le daban a la fijación del jinete y a las posibilidades del caballo una naturaleza portentosa y ultraterrena.

      La longitud de alguno de sus saltos fueron medidos de manera meticulosa y estos sobrepasaban sorprendentemente las más exageradas suposiciones y, a pesar de que todos los caballos de su propiedad tenían nombre, el barón aun no le había asignado ninguno a este caballo. Además, su caballeriza fue colocada alejada de las demás, y únicamente el barón se atrevía a entrar y acercarse al animal para alimentarlo y ocuparse de su atención. Hay que mencionar que, a pesar de que los tres escuderos que rescataron el caballo cuando escapaba del incendio en el castillo de los Berlifitzing, lo habían dominado mediante una cadena y un lazo, ninguno de ellos podía decir con seguridad que hubieran tocado con la mano el cuerpo de aquel animal, ni durante aquella peligrosa lucha, ni en otro momento después de ello.

      Por otra parte, aunque no suelen ser extraordinarias las muestras de inteligencia de un caballo brioso, ni estas tienen que llamar