Название | Novelas completas |
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Автор произведения | Jane Austen |
Жанр | Языкознание |
Серия | Colección Oro |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418211188 |
Y recogiendo su labor se apresuró a dejarlos solos. Elizabeth la llamó suplicante:
—Mamá, querida, no te vayas. Te lo ruego, no te vayas. El señor Collins me disculpará; pero no tiene nada que decirme que no pueda saberlo todo el mundo. Soy yo la que me voy.
—No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al darse cuenta que Elizabeth, disgustada y furiosa, estaba a punto de marcharse, añadió:
—Lizzy, te mando que te quedes y que escuches al señor Collins.
Elizabeth no pudo desobedecer semejantes órdenes. En un instante lo pensó mejor y creyó más juicioso acabar con todo aquello lo antes posible en paz y sosiego. Se volvió a sentar y trató de disimular con rabia, por un lado, la sensación de angustia, y por otro, lo que le divertía aquel asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó:
—Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su recato, en vez de perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero permítame asegurarle que su madre me ha dado permiso para esta entrevista. Ya debe saber cuál es el motivo de mi discurso; aunque su natural delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado claras para que puedan inducir a equívoco. Casi en el instante en que pisé esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga los motivos que me mueven a casarme, y por qué vine a Hertfordshire con el propósito de buscar una esposa precisamente aquí.
A Elizabeth casi le vino un ataque de risa al imaginárselo expresando sus sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que continuase adelante. Collins reanudó su súplica:
—Los motivos que me mueven a casarme son: primero, que la obligación de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá en gran manera a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese debido poner en primer término, que es el particular consejo y recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi protectora. Por dos veces se ha dignado aconsejármelo, incluso sin habérselo yo insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora Jenkinson arreglaba el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: “Señor Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija pensando en mí y en usted mismo; procure que sea una persona activa y útil, de educación no muy elevada, pero capaz de sacar buen partido a pequeñas ganancias. Este es mi deseo. Busque usted esa mujer cuanto antes, tráigala a Hunsford y que yo la vea”. Permítame, de paso, señalarle, hermosa prima, que no estimo como la menor de las ventajas que puedo ofrecerle, el conocer y disfrutar de la generosidad de lady Catherine de Bourgh. Sus modales le parecerán muy por encima de cuanto yo pueda informarle, y la viveza e ingenio de usted le parecerán a ella muy conforme, sobre todo cuando se vean moderados por la discreción y el respeto que su alto rango impone sin duda. Esto es todo en cuanto a mis propósitos generales en favor del matrimonio; ya no me resta por decir más, que el motivo de que me haya dirigido directamente a Longbourn en vez de buscar en mi propia localidad, donde, le aseguro, hay muchas señoritas merecedoras. Pero es el caso que siendo como soy el heredero de Longbourn a la muerte de su honorable padre, que ojalá viva muchos años, no estaría satisfecho si no eligiese esposa entre sus hijas, para atenuar en todo lo posible la pérdida que sufrirán al sobrevenir tan triste suceso que, como ya le he dicho, deseo que no suceda hasta dentro de muchos años. Esta ha sido la causa, hermosa prima, y tengo la esperanza de que no me hará desmerecer en su aprecio. Y ahora ya no me queda más que expresarle, con las más pomposas palabras, la fuerza de mi afecto. En lo relativo a su dote, no me importa, y no he de pedirle a su padre nada que yo sepa que no pueda cumplir; de forma que no tendrá usted que aportar más que las mil libras al cuatro por ciento que le tocarán a la muerte de su madre. Pero no seré exigente y puede usted tener la seguridad de que ningún reproche interesado saldrá de mis labios en cuanto estemos casados.
Era absolutamente necesario interrumpirle rápido.
—Va usted demasiado de prisa —exclamó Elizabeth—. Olvida que no le he respondido. Déjeme que lo haga sin más circunloquios. Le agradezco su atención y el honor que su proposición significa, pero no puedo menos que desestimarla.
—Sé de sobra —replicó Collins con un grave gesto de su mano— que entre las jóvenes es muy corriente rechazar las proposiciones del hombre a quien, en definitiva, piensan aceptar, cuando pide su preferencia por primera vez, y que la negativa se repite una segunda o incluso una tercera vez. Por esto no me desalienta en absoluto lo que acaba de comunicarme, y espero conducirla al altar dentro de poco.
—¡Vaya, señor! —exclamó Elizabeth—. ¡No sé qué esperanzas le pueden restar después de mi respuesta! Tenga por seguro que no soy de esas mujeres, si es que tales mujeres existen, tan osadas que arriesgan su felicidad al azar de que las soliciten una segunda vez. Mi negativa es irrevocable. No podría hacerme feliz, y estoy convencida de que yo soy la última mujer del mundo que podría hacerle feliz a usted. Es más, si su amiga lady Catherine me conociera, me da la sensación que concluiría que soy, en todos los aspectos, la menos adecuada para usted.
—Si fuera cierto que lady Catherine tuviera esa idea... —dijo Collins con la mayor serenidad— pero estoy seguro de que Su Señoría la aprobaría. Y créame que cuando tenga el honor de volver a verla, le hablaré en los términos más laudatorios de su modestia, de su economía y de sus otras buenas cualidades.
—Por favor, señor Collins, todos los elogios que me haga serán inútiles. Déjeme juzgar por mí misma y concédame el honor de creer lo que le digo. Le deseo que logre ser muy feliz y muy rico, y al rechazar su mano hago todo lo que está a mi alcance para que no sea de otra manera. Al hacerme esta proposición debe estimar satisfecha la delicadeza de sus sentimientos respecto a mi familia, y cuando llegue la hora podrá tomar posesión de la herencia de Longbourn sin ningún cargo de conciencia. Por lo tanto, dejemos este asunto totalmente zanjado.
Mientras acababa de decir esto, se levantó, y estaba a punto de salir de la sala, cuando Collins le volvió a insistir:
—La próxima vez que tenga el honor de hablarle de este tema de nuevo, espero conseguir contestación más positiva que la que me ha dado ahora; aunque estoy lejos de creer que es usted cruel conmigo, pues ya sé que es costumbre incorregible de las mujeres rechazar a los hombres la primera vez que se declaran, y puede que me haya dicho todo eso solo para hacer más profunda mi petición como corresponde a la auténtica delicadeza del carácter femenino.
—Realmente, señor Collins —exclamó Elizabeth algo nerviosa— me confunde usted en demasía. Si todo lo que he dicho hasta ahora lo interpreta como un estímulo, no sé de qué modo expresarle mi repulsa para que se convenza definitivamente.
—Debe dejar que presuma, mi querida prima, que su rechazo ha sido solo de boquilla. Me baso en las siguientes razones: no creo que mi mano no merezca ser aceptada por usted ni que la posición que le ofrezco deje de ser altamente atractiva. Mi situación en la vida, mi relación con la familia de Bourgh y mi parentesco con usted son circunstancias fundamentales en mi favor. Considere, además, que a pesar de sus muchos atractivos, no es seguro que reciba otra proposición de matrimonio. Su fortuna es tan escasa que anulará, por desgracia, los efectos de su atractivo y buenas cualidades. Así pues, como no puedo deducir de todo esto que haya procedido sinceramente al rechazarme, pensaré por atribuirlo a su deseo de acrecentar mi amor con el suspense, de acuerdo con la práctica acostumbrada en las mujeres distinguidas.
—Le aseguro a usted, señor, que no me parece nada distinguido hacer sufrir a un hombre respetable. Preferiría que me hiciese el cumplido de creerme. Le agradezco una y mil veces el honor que me ha hecho con su proposición, pero me es totalmente imposible aceptarla. Mis sentimientos, en todos los aspectos, me lo impiden. ¿Se puede hablar más llanamente? No me considere