Los otros siempre tienen la razón. Natalia Maya

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Название Los otros siempre tienen la razón
Автор произведения Natalia Maya
Жанр Языкознание
Серия Colección Índice
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585586031



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Nacho insistía en que el tipo era un erudito en la materia y en que, además, tenía un humor negro exquisito. También me decía que estaba muy solo y que sentía algo de lástima por él, que no fuera mala y lo convidara de vez en cuando. A mí me parecía un desparchado sin novia ni amigos. No estoy segura, pero a veces hasta llegué a pensar que guardaba un sentimiento soterrado por mi novio. Aunque en ocasiones me daba a entender que el sentimiento era por mí. He de admitir que no todo en él me molestaba, a veces, cuando no me daba pereza, era agradable escucharlo hablar de Salinger o ver junto a él los capítulos de Seinfeld en mi casa. Esa noche veríamos un capítulo que mi hermano me había dejado grabado. Nacho llegaría más tarde, ese día tenía clase hasta las nueve, al menos eso fue lo que me dijo, pero muy en el fondo yo presentía que salía con una de segundo semestre.

      A Juan Manuel lo conocían por irreverente, y a él eso le gustaba. A mí me parecía que más que irreverente, lo que tenía era un gran afán de irreverencia. Le gustaba pararse en una de las columnas del corredor de la facultad a esperar a cualquier desprevenido saliendo de clase para echarle una larga perorata de los últimos libros que leía y las últimas películas que se había visto. Pero si algo en realidad me molestaba de él era que, desde la misma columna de la facultad, pasaba de hablar de cine y libros a burlarse de todo el que recorría el corredor a esa hora, así como lo hacen esos camajanes que se paran en las puertas de las tiendas de los barrios a tomar cerveza y criticar a los vecinos. Juan Manuel era feliz poniendo apodos y burlándose de la apariencia de esta o aquella, que «mirá, mirá, allá viene la porrista del Medellín», decía de cualquier compañera que por su indumentaria le parecía burda de alguna manera. Como todo matoneador, tenía siempre a su lado a un grupillo que soltaba estridentes carcajadas a cada comentario que hacía, y validaba sus salidas. Sí, Nacho mi novio hacía parte de ese grupillo detestable.

      Ventilar los asuntos personales que sus amigos le confiaban era lo que a él le resultaba divertido: llevaba y traía información a las exnovias, lo que importunaba a las propias; sostenía conversaciones con los papás de amigos y amigas y les hacía comentarios de lo que pasaba en las rumbas; indisponía a las suegras con el yerno; daba falsas esperanzas a enamoradas de imposibles, en fin. A muchos les costaba entender qué era lo que lo incitaba para hacer pelear a los mejores amigos, separar a las parejas, contribuir al enfrentamiento de algunos con sus padres. Al parecer, él estaba convencido de que ese era el leitmotiv de su oscurísimo humor, que terminaba por dejarnos a todos hastiados, al punto de no querer saber nada más de él.

      Mi pelea con él, años después, se dio porque vino a contarme los devaneos de Nacho con otra compañera de la facultad. Dejé de hablarle. Con Nacho nos reconciliamos días después. Debido a ese incidente la amistad entre ellos se vio afectada. Me sentí aliviada.

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      Si había algo que me incomodaba más que las salidas en falso de Juan Manuel era precisamente eso, llegar a mi casa y comprobar desde afuera que la luz de la mesita de la sala estaba encendida. Esa luz tenue me indicaba que mi madre estaba con su amiga Marieta y varias botellas de vino, dedicadas a repasar asuntos de los que, por más que intentaba, nunca lograba enterarme. Ahora mi madre se reunía con ella y otras amigas a hablar hasta altas horas de la noche. Cuando yo llegaba siempre cambiaban el tema. Y aunque a veces me escondía tras las puertas o en el estudio, nunca lograba escuchar los detalles, pues cuando alguna alzaba un poco la voz, mi madre le indicaba con un gesto que hablara más bajo, que podría escucharlas.

      Años atrás, en cambio, todo era una fiesta cuando desde afuera se veían luces encendidas. Sabía entonces que mi mamá y mi papá estaban celebrando, o mejor, que mi mamá andaba enrumbada, porque a mi padre siempre lo encontraba sentado en el mismo sillón, nunca supe si la pasaba bien o mal, él solamente se limitaba a mantener su vaso lleno toda la noche y a observar lo que ocurría a su alrededor. Algunos de los invitados que circulaban por su lado se las ingeniaban y acercaban un taburete para ponerse a su nivel y buscarle conversación. Entre tanto, a mi madre se le veía revolotear de grupo en grupo, a veces hasta bailaba.

      Solo cuando ella apagaba la música, mi padre entendía, como en un código secreto entre ellos, que debía abandonar su puesto y empezar a despedir a los amigos. A Juan mi hermano y a mí nos entrenaron desde pequeños en esas lides: hacer las llamadas para pedir los taxis, acompañar hasta la puerta a las amigas de mi madre que estuvieran más borrachas y comprobar que se subieran con alguno que las llevara a sus casas, hacer el caldo levantamuertos, y, por las últimas, abrir el sofá cama del estudio y traer las mantas para aquellos que no podían tenerse en pie y que empezaban a decir o hacer barbaridades. En una de esas fiestas, mi hermano, cuando tenía como siete años, se tomó todos los restos de las copas que quedaron sobre las mesas, lo que le provocó una intoxicación que casi lo mata. Desde entonces, mi madre revisaba todas las mesas y recogía las copas para llevarlas a la cocina, después se las ingeniaba para escabullirse en su habitación antes de que empezaran las despedidas.

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