Mitología azteca. Javier Tapia

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Название Mitología azteca
Автор произведения Javier Tapia
Жанр Документальная литература
Серия Colección Mythos
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418211119



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hijos”, dijo Espejo Humeante, “hagamos seres que nos veneren”.

      Joven Colibrí lo secundó: “Será nuestra obra y nos dará dignidad eterna, seremos hermosos ante sus ojos”.

      Entonces, El Desollado apoyó la moción: “¡Qué así sea!”

      Finalmente la Serpiente Hermosa también estuvo de acuerdo.

      Huitzilopochtli, el más inquieto y activo, preparó una gran hoguera alrededor de la cual se sentaron los hermanos y se pusieron manos a la obra.

      Alrededor de la hoguera juntaron mucha arena y la moldearon con agua, y así nació Tlaltipak, la Tierra, porque sus seres creados iban a necesitar un lugar para asentarse, obedecerles y venerarles.

      Así se pusieron a crear y de sus manos nació un hombre al que llamaron Coyote Viejo, Huehuecoyotl, y a su mujer Siuahuecoyotl, los primeros maseuali, pueblo danzante, a los que les dijeron:

      “¡Júntense y tengas muchos hijos! Y que sus hijos se junten y tengan muchos hijos más para que nos veneren y nos adoren. ¡Obedezcan!”

      Y obedecieron, pero todo iba muy lento.

      “¿Qué nos falta?”, se preguntaron los señores de nuestra carne, y vieron que había que crear tierra y agua para que se asentaran, y así lo hicieron.

      “¿Qué nos falta?”

      Luego vieron que les faltaba de comer, y les pusieron granos y frutos para que comieran.

      “¿Qué nos falta?”

      Después se dieron cuenta de que les faltaba compañía, y les pusieron animales para que los acompañaran.

      Pero seguían sin darles hijos que los veneraran.

      “¿Qué nos falta?”

      Así vieron que todo estaba muy oscuro y frío, y que así no se animaban a copular para darles fieles seguidores.

      Entonces Quetzalcóatl se convirtió en medio sol, no muy fuerte, pero sí suficiente para que los maseuali tuvieran ánimo y empezaran a procrear, y de ellos nacieron hombres grandes, los gigantes, y hombres pequeños y prietos como la ceniza.

      Ninguno de ellos era muy listo, porque se alimentaban solo de granos y semillas, porque el medio sol tampoco daba para mucho, pero aún así los hombres grandes y los hombres chicos lo adoraban y le daban las gracias por su alimento.

      Tezcatipotla andaba enojado y envidioso con Quetzalcóatl, porque a él nadie lo conocía y nadie lo veneraba, y un día que andaba de malas, de un empujón tiró a Quetzalcóatl y Tezcatipotla se puso él de sol, enojado y ardiente.

      “¡Quítate!”, le dijo a su hermano, “que tú no sirves para nada, eres muy tibio”.

      Tezcatipotla brilló y brilló tanto, que todo lo fue quemando y los maseuali tuvieron que correr a esconderse.

      Al principio el calor se agradeció, pero luego ya nadie lo aguantaba, ni los pequeños ni los grandes, así que nadie veneró al señor de nuestra carne Tezcatipotla.

      Al ver que todo se estaba quemando, Quetzalcóatl agarró un palo y tumbó a Tezcatipotla, que cayó muy feo en una hondonada, todo torcido.

      Quetzalcóatl aprendió la lección del calor, y no brilló mucho ni poco, dando paso al día y la noche, para que los maseuali descansaran del calor.

      Tezcatipotla, más enojado todavía, sacó sus garras y sus colmillos de jaguar, y durante las noches se dedicó a matar y comer gigantes, hasta que no quedó uno solo, y así solo quedaron maseuali del tamaño que los conocemos.

      Durante mucho tiempo todo estuvo bien, y a los maseuali poco a poco se les fue quitando lo tonto, y ahora también comían frutas y sembraban los granos para tener grandes y abundantes cosechas, y no andar causando lástimas ni pasando hambres.

      Todo estaba bien y ya nadie se acordaba de los males y quemazones que había causado Tezcatipotla, que seguía muy enojado y rencoroso buscaba venganza.

      Esperó y esperó, y un día que vio distraído a Quetzalcóatl, pegó un gran salto hacia el sol y de un golpe de su garra sacó a la Serpiente Hermosamente Emplumada de su cálido aposento, con tal violencia, que al caer Quetzalcóatl chocó contra todo y rebotó y rodó por todos lados llorando de dolor y creando vendavales que lo arrasaban todo.

      Mal quedó el mundo.

      Los vientos y los gemidos de dolor de Quetzalcóatl no paraban.

      El sol, vacío y sin control, andaba como loco.

      Muchos maseuali se aferraban a las ramas y a las piedras o se metían en las cuevas y en las aguas.

      Pasó mucho tiempo así, tanto, que muchos maseuali se convirtieron en mono saraguato que lloraban como el viento provocado por el llanto del señor de nuestra carne, el dolido Quetzalcóatl.

      A Tezcatipotla no se le pasaba el enfado, porque nadie lo adoraba y seguían venerando a Quetzalcóatl, pero ya no quería saber nada de ser sol, ni le importaban los humanos.

      Mientras tanto en los cielos habían aparecido nuevos señores y señoras de nuestra carne, sangre nueva, como Ehecatl y Tláloc, uno el viento y otro el trueno que mueve la tierra.

      Ehecatl hizo nuevos maseuali para que se juntaran con los pocos que no se habían convertido en mono, y Tláloc ocupó el lugar del sol.

      Todo fue idílico durante mucho tiempo en Tlaltipak, porque los nuevos maseuali aprendieron el arte del maíz, del pulque y del fuego.

      Se portaban bien y hacían sus propios inventos.

      Adoraban a los dioses y les mostraban respeto, incluso a Tezcatipotla, al que veían rojo y negro, porque algunas veces era bueno y otras muy malo.

      Tezcatipotla no estaba contento y aún quería vengarse de Quetzalcóatl, así que les enseñó a los maseuali a emborracharse y a hacer la danza del desuello.

      Los maseuali se sintieron poderosos amparados por el señor de nuestra carne Tezcatipotla, y mareados por el humo de su espejo empezaron a portarse mal y a despreciar a los otros dioses.

      Los señores de nuestra carne intentaron reconducirlos por el camino del bien, pero los maseuali ya no les hacían caso.

      Nada qué hacer.

      Todo corrompido.

      Muerte y poder campeaban por sus anchas.

      Guerras y abusos.

      Las siembras desatendidas.

      El hambre y el dolor eran los dueños de todo.

      Quetzalcóatl, con el corazón encogido, llamó a Xiuhtecuhtli, el señor del fuego, y le pidió que lo quemara todo, y que solo preservara a los maseuali de buen andar, dándoles antes de la quemazón un refugio, algo de alimento, un buje de agua, semillas de maíz, y una antorcha encendida como símbolo del fuego sagrado.

      Pasada la quemazón, los maseuali de buen andar volvieron a sembrar la tierra, y hasta ellos llegó un nuevo dios, Huitzilopochtli, el Joven Colibrí, hijo de la Coatlicue, la de la falda de serpientes, y señor de la Chalchitlicue, la de la falda de jade, y esposo de Coyolxauhqui, la de los cascabeles.

      Huitzilopochtli no quiere ser sol.

      Coatlicue no quiere ser luna.

      Los señores de nuestra carne entran en pugna.

      Hay guerra en los cielos.

      Unos mueren y otros quedan en los huesos.

      Otros huyen y se esconden.

      Unos son obligados a ser luna y sol, pero no caminan, no se mueven.

      Luego se mueven, pero lo hacen mal y muchas cosas se pierden.

      El sol y la luna quedan vacíos y sin control.

      Los maseuali creen que se acerca el final de los finales.

      Huitzilopochtli