Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez

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pero no ya en el tratamiento de la tragedia griega sino precisamente en la incomprensión de algunos presupuestos teóricos del drama musical. Nietzsche conocía los dramas de Wagner, aunque en El nacimiento de la tragedia sólo se tratara en realidad Tristan und Isolde; no hay referencia alguna a la Tetralogía, todavía no terminada cuando se redacta aquella obra, pero por entonces parte esencial del proyecto de su autor. La percepción del filósofo estaba además completamente mediatizada por Schopenhauer. Nietzsche ignoraba casi por completo el lado hegeliano de la estética wagneriana, ignorancia derivada de su desconocimiento o su incomprensión de los textos de Zúrich. En realidad, Nietzsche no es del todo injusto con el compositor, porque en esa época Wagner había abandonado buena parte de las ideas de Ópera y drama. Acaba de publicar Beethoven, una obra que defiende una estética schopenhaueriana alejada de las ideas de Zúrich. Pero aquellos textos no podían ser ignorados si quería entenderse el proyecto del drama musical[69].

      El último giro

      En los años sesenta Wagner inicia un giro estético que abre la última etapa de su creación. El cambio está tan lleno de ambigüedades que sus perfiles resultan confusos. Por otra parte, el habitual derroche verbal del compositor en torno a sus presupuestos doctrinales y estéticos va unido en este caso a cierto silencio sobre lo que hace realmente, factor que favorece más aún aquella ambigüedad. La cronología de la creación dificulta también las cosas. Después de iniciado ese nuevo giro, Wagner tiene pendiente la finalización del Ring, una obra concebida desde las coordenadas del proyecto estético anterior, el de la etapa revolucionaria iniciada con los escritos de Zúrich, mientras compone obras, Meistersinger sobre todo, en las que empiezan a cristalizar las nuevas posiciones estéticas. Por otra parte, está cada vez más interesado en Parsifal, la gran obra de la última etapa. Esa confusa situación da lugar a que, tal como acaba de verse, alguien tan próximo a Wagner como Nietzsche malinterprete aspectos decisivos de su obra.

      Quien desee entender las modificaciones últimas de la estética wagneriana debería atender, tanto o más que a los textos doctrinales, a la obra dramática. Al hábil prestidigitador que a veces dedica largos tratados a justificar sus manipulaciones, en otras ocasiones le desagrada explicar los trucos. Wagner esconde la distancia que le separa cada vez más de algunas ideas de sus escritos de la época de Zúrich.

      Cuando el 21 de junio de 1868 Wagner vivió en Munich el mayor éxito de su vida con el estreno de Meistersinger, pocos de los presentes debieron advertir la medida en que el compositor proyectaba en Hans Sachs los dilemas políticos, estéticos e incluso familiares que le atormentaban. Por primera y única vez, un drama de Wagner no era simple expresión de las posiciones estéticas desarrolladas en una obra teórica, sino que se convertía en vehículo de un programa estético sin equivalente claro en las obras doctrinales. En la peripecia de Meistersinger se dibujaba un camino nuevo. Todavía hoy resulta difícil advertir cómo en las callejuelas de Nuremberg se abre un espacio que acabaría conduciendo a Monsalvat.

      En Meistersinger Wagner da un paso más en la asimilación de las ideas de Schopenhauer. La obra gira en torno al Wahn (la ilusión), los peligros que encierra y su carácter inevitable. Por primera vez el drama no ofrece ni una escatología redentora (Holländer, Tannhäuser, Ring) ni la perspectiva autodestructiva de inmersión en la noche (Tristan), sino el intento de reconciliación con el inevitable Wahn a partir de la renuncia a todo intento de superarlo. Por primera vez en una obra de Wagner el mundo real no es rechazado, sino aceptado. El único modo viable de reconciliarse con el Wahn es aceptándolo como inevitable, renunciando a cualquier intento de redención. El complejo conjunto de renuncias que encierra Meistersinger se simboliza, como no podía ser menos en Wagner, a través de la renuncia a la mujer (Eva) que encarnaba la promesa de felicidad. Pero la cesión de Hans Sachs expresa al mismo tiempo los cambios en el programa estético-político del propio Wagner. Es preciso algo que llene ese vacío; será el arte, pero un arte distinto al soñado en Zúrich a mediados de siglo. No se trata ya de cambiar la sociedad, de crear una comunidad que respire el aire del futuro en el espacio del drama musical. Ni siquiera es necesario renunciar a las formas operísticas tradicionales. El compositor demuestra en Meistersinger que podían aprovecharse de forma irónica, que la prosa musical no era la única base posible para la construcción del drama.

      Pero todo esto no podía presentarse claramente en un texto teórico porque en ese caso hubiera sido necesario cuestionar el programa estético de Ópera y drama, que había presidido la creación wagneriana hasta ese momento y, lo que resultaba aún más delicado, en parte seguía presidiéndola, ya que la obra central de su autor, Der Ring des Nibelungen, aquélla para la que se construiría el Festspielhaus de Bayreuth, debía concluirse todavía y no podía quebrarse su unidad desde una estética nueva. El compositor cambia de caballo sin detener su galope. Debía escribir todavía la prosa musical (¡y qué prosa!) de Götterdämmerung, al mismo tiempo que articulaba un viraje en la dirección que marcaba Meistersinger: el antiguo revolucionario aceptaba y predicaba un modo de vida burgués, modificando así el papel atribuido hasta ese momento en él a la música y al drama.

      Beethoven

      Wagner publica en 1870 Beethoven, una obra en la que fija su posición final sobre la relación entre música y drama. Parsifal será su plasmación escénica. Beethoven surge con motivo del centenario del nacimiento del compositor, cuya obra había constituido para Wagner la principal fuente de inspiración desde sus intentos más tempranos de renovación de música y teatro. En Beethoven Wagner asume expresamente la estética