Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez

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      Akal / Música / 22

      Enrique Gavilán

      Otra historia del tiempo

      La música y la redención del pasado

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      Diseño cubierta: RAG

      Ilustración de cubierta: Santiago Jiménez Jiménez

      Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

      © Enrique Gavilán, 2008

      © Ediciones Akal, S. A., 2008

      Sector Foresta, 1

      28760 Tres Cantos

      Madrid - España

      Tel.: 918 061 996

      Fax: 918 044 028

       www.akal.com

      ISBN: 978-84-460-3643-2

      Prólogo

      Hallach paseaba un día con sus discípulos por una calle de Bagdad cuando les sorprendió el sonido de una flauta exquisita. «¿Qué es esto?», le preguntó uno de los discípulos. Y él responde: «Es la voz de Satán que llora sobre el mundo».

      Para descubrir el poder de la música sobre el tiempo no hace falta haber leído a Adorno o a Lévi-Strauss, ni conocer los entresijos de los cuartetos de Messiaen o de Nono, ni haber franqueado el umbral de la obra de John Cage. No es difícil experimentar el enorme poder de evocación de la música, su mágica capacidad para traernos aire del pasado. Ése no es un privilegio de la gran música; en la melodía más humilde puede sonar la flauta de Satán llorando sobre el mundo.

      Aunque en lo que sigue pretendo acercarme a obras tan complejas sobre las relaciones entre la música y el tiempo como los textos de Adorno, los poemas de Eliot ó el cuarteto de Nono, en la base de este libro se encuentra la experiencia elemental del descubrimiento del poder de la música para contrarrestar los embates del tiempo.

      Mi primera experiencia consciente del recurso a la música para rescatar el pasado se asocia sobre todo a Bach. Por aquel entonces, el mundo de la música era lejano y oscuro. En la época a la que me refiero, finales de los sesenta, la iniciación musical era problemática: había pocos discos y muy caros, los magnetófonos eran aún más caros, todavía no se había inventado la casete y estaban lejos los días en que Radio Clásica, lo que entonces se llamaba Segundo Programa, pudiese escucharse en Valladolid. En mi caso el camino debía pasar por los discos, aunque la cosa resultó algo enrevesada.

      Para justificar una tendencia gastadora en peligroso contraste con la austeridad de su mujer, a mi padre le gustaba repetir un viejo proverbio: «Si tienes dos monedas, gasta una en pan para tus hijos y compra con la otra violetas para tu corazón». Sus violetas eran los libros y los cuadros. Aunque también le gustaba la música, pensaba que, si sumaba los discos al proverbio, el difícil equilibrio familiar se desmoronaría. Sin embargo, no sé muy bien por qué razón, en abril de 1968 decidió abrir un nuevo frente. Una hermosa tarde de Pascua le acompañé a una flamante tienda de discos que desaparecería pocos años después, para crear el capital social inicial en el que debía sustentarse lo que para mí iba a ser una pasión inagotable: Bach sobre todo –los Conciertos de Brandemburgo, las Suites para orquesta y cuatro tocatas y fuga–, Vivaldi –los dos primeros discos de Il cimento dell’armonia e l’invenzione– y Beethoven –el Concierto para violín.

      Por aquel entonces yo era perfectamente incapaz de distinguir un violín de una viola, carecía de la más remota idea de lo que pudiera ser una sonata o un concerto grosso. Mi idea sobre la posición estilística de Bach (nuestro héroe) se asociaba a las características arquitectónicas del gótico (noción pintoresca que mi padre debió tomar de Eugenio d’Ors). Chaikovski era una especie de malvado que había entrado en el mundo de la música clásica para corromper a las almas sencillas, etcétera. Pero a pesar de mi enciclopédica ignorancia iba a escuchar una y otra vez aquellos discos con una pasión nacida de un descubrimiento asombroso. Si cerraba los ojos y me concentraba completamente en la música, podía revivir cualquier escena del pasado con la intensidad de una presencia real. Estaba descubriendo las posibilidades de la música: su poder de asociación, su capacidad narrativa y dramática. Se trataba de algo que el cine aprovechaba desde hacía décadas, algo que un siglo atrás había llevado a la perfección Richard Wagner (a quien por aquel entonces colocaba en la despreciada cercanía de Chaikovski). Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en el cine, con la música y mi imaginación era yo quien explotaba su poder dramático, su capacidad para resucitar el pasado. Carecía de las nociones más elementales para explicar mi experiencia, pero, por mucha que fuese entonces la distancia, había descubierto el tema de este libro.

      Sin embargo, a pesar de la intimidad de la relación entre música y tiempo, no siempre su valoración ha sido tan alta. En el siglo XVIII la música ocupaba todavía el último puesto en la jerarquía