Poquita fe. David Izazaga

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Название Poquita fe
Автор произведения David Izazaga
Жанр Языкознание
Серия El gran cronopio
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9781500716332



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lo que Agustín a María”. Aparte de presumir sus conocimientos sobre la farándula y utilizarlos a manera de sorna con su esposo, la vieja, al reír, entrecerraba los ojos, razón por la cual no puedo darse cuenta de que mientras ella disfrutaba de la vida, dejando fluir el coraje convertido en burla, el viejo, todavía con el queso deshaciéndosele entre los amplios surcos de las arrugas de la cara, cogió disimulada y sigilosamente la escoba que descansaba, recargada, a un lado suyo. La sujetó de los popotillos de mijo y con todas sus fuerzas (que ya quedamos que no son muchas) la aproximó con violencia hacia el estómago de la vieja, que reía. La acción que provocó el piquete en el estómago con la punta del palo de escoba, dio por resultado la expulsión de la dentadura de la vieja para ir a caer justo a los pies del viejo. “Estamos en la rueda de la fortuna, vieja melindrosa. Ahora tendrás que arrastrarte para ir a buscar esa porquería de dentadura”. Tan sólo un lento movimiento de la vieja, tirándose de panza (que todavía le dolía por el reciente piquetón) y estirando la mano hacia los pies del viejo, hizo que este pateara la dentadura que fue a parar debajo de una cómoda de nogal apolillada. La vieja no procuró levantarse, antes bien aflojo sus amplias y guangas carnes, intentando descansar, buscando –humillada- la rendición menos vergonzosa. O al menos eso era lo que pensaba el viejo que, vengado, pasaba el dedo por su rostro para recoger los últimos restos del queso y llevarlos a la boca. “Así te quería ver, caguama, tirada a mis pies, cuajada de miedo. Está bien, saca tu pañuelito blanco y pídeme perdón, ¡sacamecate!”. Pero lo que había sido interpretado por el viejo como una rendición, en realidad era toda una estrategia planeada por la vieja. Astuta la desgraciada llevó las manos a sujetar las patas delanteras de la silla donde reposaba el viejo. No le dio tiempo ni de encomendarse a San Leandro (que, por cierto, ni siquiera estaba entre sus devociones), cayó el viejo de espaldas y en su camino jaló el mantel, yéndole a caer en la cara no sólo el café –ya frío para entonces-, sino también el azúcar y las galletas. El viejo se quejaba, silencioso, del fuerte golpe de cabeza que se había llevado al chocarla contra el frío suelo de cemento. Ahora la vieja se incorporaba. Sin dentadura, apenas se le entendía lo que refunfuñaba. Se movía toscamente. “nomás ted hago um poquito ye shopa”. Comenzó entonces la vieja a vaciarle todo lo que se encontraba en su camino. El viejo, que no paraba de toser, se vio envuelto en miel con sopa de pasta, leche, conservas y hasta emulsión de Scott, que la vieja tomaba desde hace años. Está de más decir el tremendo cochinero que se había logrado en la escena. La vieja no reía, apuraba el paso hasta la recámara, tomaba con ambas manos, temblorosas, callosas, una escopeta y de nuevo acudía hasta con el viejo que difícilmente se distinguía de entre la masa de sustancias. Ahora la vieja apuntaba con el arma; le temblaba el pulso. A quien no le tembló el pulso fue a la mano anciana que apretó el botón de encendido del televisor. Y la imagen de la vieja apuntándole al viejo desapareció, se fue como nunca se van los recuerdos que queremos que se vayan. “Diablos Matilde”. Por qué eres siempre tan oportuna”, dijo la voz varonil quebrada que parecía venir de dentro del baúl. “¿No te podrías haber esperado? Ahora ya no sabremos si lo mata”. La anciana parecía no haber oído lo que el anciano le decía y antes de salir del cuarto dijo: “cómo te encanta perder el tiempo con tonterías, inútil”. Mientas la anciana ya está en otro cuarto, de lo más oscuro de la pieza del fondo se alcanza a ver un lento movimiento de cajas, un abrir y cerrar, ruidos extraños que se ahogan con la tos seca del anciano. Hay un odio en los ojos del anciano que no convendría explicar ahora. Un odio que lo hace arrastrar los pies con mayor fuerza a las manos para sostener un pesado revólver, caminar unos metros, encontrar a la anciana en la cocina calentando la cena y apuntarle, con pulso tembloroso. Al tiempo que la anciana voltea, el anciano le dice: “¿No quieres saber si lo mata o no, histérica?”. La anciana sorprendida, abre tanto los ojos que le cabrían perfectamente dos huevos en esas cavidades. De la destartalada, vieja y pesada pistola alcanza a salir un disparo que tumba de espaldas al anciano. Hay mucho polvo, el sol deja entrar sus últimos rayos por entre las persianas. Los pájaros que repentinamente -al oír el disparo- habían callado, vuelven a emitir sus trinos.

      Rondó

      “Y ya deja de estar tocando ese piano, y también recoge esos mugrosos periódicos”, la oyó decir mientras intentaba prender otro cigarrillo. No le había dado ni siquiera tres fumadas cuando ella volvió a salir de su cuarto sólo para asomar la cabeza y gritar: “y ya no estés fumando, que no me dejas dormir”. Apagó el cigarro, resignado, se fue entonces a sentar en el sillón, recargando la cabeza en el respaldo y suspiró hondamente. Ya no recordaba todos y cada uno de los reclamos y las órdenes que la mujer le había dado en las últimas dos horas, el peso era mayor: eran años de estar soportando su carácter, sus reclamos, sus lastimeras lamentaciones, una bola de nieve que día a día se hacía más grande, una opresión en el pecho que le hacía difícil respirar. Pero ya estaba todo decidido, por eso su tranquilidad esta noche. El ligero esbozo de una sonrisa contenida cuando la mujer profirió su último ataque antes de ir a la cama tenía una justificación: él sabía que era esa su última queja, su epitafio. “¡Qué final, —murmuraba quedamente— qué final!, quejándote porque el humo del cigarro no te deja dormir. Pues de ahora en adelante dormirás todo lo que quieras y nadie te molestará”.

      Ya sólo debía esperar a que ella durmiera profundamente, un sueño del que, sabía, no iba a despertar jamás. Se paró y fue hasta la cocina. Ahí estaba el vaso en el que había tomado ella su leche antes de acostarse. Todavía recordaba cómo le había gritado hace apenas unas horas, ahora le daba risa. Pero, ¿cómo le había dicho?

      —“Ve a comprar la leche, animal, ¿qué no ves que ya no hay? Sabes que si no la tomo no duermo, por eso te haces el inútil desentendido. ¡Anda, ve ya!”.

      Y fue. Y en el camino llevó a cabo lo que tenía planeado ya desde hace varias semanas: después de comprar la leche se fue rápidamente al parque de la esquina, se sentó en una banca y mientras veía a los niños que daban vueltas en sus triciclos alrededor de la fuente, sacó entonces la jeringa y luego un pequeño frasco que contenía un líquido blanco. Antes de llenar la jeringa recordó lo que le había dicho el veterinario aquél, el día que compró el veneno: “Tenga mucho cuidado amigo, que con esa cantidad puede usted matar a una vaca”. Y él, con una satisfacción que no le cabía en el pecho, saboreando ya la libertad que veía muy cerca, le respondió: “Sí, es precisamente a una vaca muy grande a la que quiero sacrificar, sabe, ha sufrido ya mucho la pobre”. Y rió. Rió toda la tarde. Y reía ahora de nuevo, mientras terminaba de llenar la jeringa y luego, cuidadosamente, por un costado de la tapa de plástico rojo, inyectaba a la leche todo el líquido extraído antes del pequeño frasco.

      Recordaba todo eso ahora, mirando el bote de leche casi consumido hasta la mitad. Salió de la cocina y dudó si entrar al baño o ya ir a asegurarse de que ella durmiera eternamente. En el baño tarareaba insistentemente una de sus piezas preferidas y mientras lo hacía le venía el recuerdo de su mujer, interrumpiéndolo cada que tocando el piano él llegaba justo a esa parte final de la pieza. ¿Cómo le decía?

      —“Pero cómo eres imbécil. Sigue Do de nuevo y no Re, si es un rondó, idiota”.

      Pero qué iba a saber ella de música, el caso era interrumpir, insultar. El maestro era él, qué iba ella a venir a enseñarle. Enojado, frunciendo el seño, entró azotando la puerta a la recámara en la que ya descansaba su mujer. Primero la vio de lejos, porque le pareció que respiraba, luego se fue acercando poco a poco, con mucho sigilo, y mientras lo hacía se acordó de que apenas ayer había entrado de manera similar a la recámara, en busca de su reloj que había olvidado en el buró juntó a la cama. ¿Cómo le había dicho?

      —“Es el colmo contigo, con esas pisadas de mula cómo no me voy a despertar. Toda la noche en vela por culpa de tu maldito escándalo con el piano y cuando apenas quiero dormir un poco me despiertas, ¡bueno para nada!”.

      La veía ahora más de cerca. Más todavía. Se atrevió incluso a sentarse al borde de la cama, se movió él, la movió a ella, y finalmente le puso un espejo cerca de las fosas nasales para asegurarse de que no respiraba. Luego se vio él en el espejo y alcanzó a reconocer una sonrisa que no conocía. Se sentía muy bien. Quien lo hubiera visto en ese momento, en lugar de creer tener frente a sí a un asesino, hubiese asegurado estar frente a un enamorado.