Italia oculta. Giuliano Turone

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eran incendiarios. Revelaban la existencia de una asociación secreta en la que estaban implicados tres ministros de la República, el jefe del Estado Mayor de la Defensa, los jefes de los servicios secretos, el secretario general del Ministerio de Asuntos Exteriores, veinticuatro generales y almirantes de las tres armas, nueve generales de carabineros, cinco de la GF, comprendido el comandante general, un centenar de oficiales superiores, dos generales de la policía estatal, cinco gobernadores, varios diplomáticos, sesenta y tres funcionarios ministeriales, el secretario nacional del Partido Socialdemócrata, el jefe del grupo socialista de la Cámara de Diputados, parlamentarios, secretarios particulares de responsables gubernativos, empresarios, editores, periodistas, el director del Corriere della Sera, el director del Tg1 [telediario], profesores universitarios, directivos de sociedades públicas, banqueros y dieciocho magistrados.

      Los documentos contenidos en los treinta y tres sobres sellados eran asimismo estupefacientes: hacían referencia a un gran número de actividades y operaciones de enorme relieve nacional, desarrolladas o controladas por aquel sistema insidioso de poder oculto, que tenía en la logia secreta su aparato motor, al que en lo que sigue llamaremos Sistema P2.

      Además, estos asombrosos documentos hacían del todo evidente que el Sistema P2 tenía una extraordinaria capacidad de condicionar fuertemente los mecanismos institucionales del país, hasta el punto de que su actividad subterránea había posibilitado el control de la logia secreta sobre el Corriere della Sera, el grupo Rizzoli, el Banco Ambrosiano, y permitido numerosas otras acciones de extrema relevancia, gestionadas o controladas a través de itinerarios opacos, antiinstitucionales y contrarios al interés público. Se intuía claramente con la sola lectura de los rótulos de los sobres cerrados: «Calvi Roberto-pleito Banco de Italia»; «Gelli Licio-télex secreto de la embajada argentina a la Cancillería»; «Honorable Claudio Martelli»; «Copias proyecto definición Grupo Rizzoli-Ambrosiano»; «Tassan Din-movimiento fondos Ortolani»; «Calvi y Anna Bonomi»; «Acuerdo Grupo Rizzoli-Caracciolo-Scalfari»; «Documentación para la definición del Grupo Rizzoli»; «Tassan Din Bruno-carta al doctor Calvi»; «Acuerdo ENI-PETROMIN», etcétera.

      Mientras tanto, en Milán, los abogados de Gelli dirigieron a aquel repetidos escritos (por no decir intimaciones) encaminados a obtener la restitución de todo lo ocupado, dejando sin efecto la intervención. Se rechazaron estas solicitudes y parte de la documentación (en especial la relativa a Roberto Calvi y su banco) fue separada del resto y remitida a la Fiscalía local. Esto determinaría el inicio de una causa penal específica, que concluyó años después con la condena de diversas personas (incluidos Licio Gelli y Umberto Ortolani) por la quiebra fraudulenta del Banco Ambrosiano.

      Además, los investigadores milaneses se plantearon una cuestión preocupante. La presencia en las listas P2 de ministros, subsecretarios, jefes de los servicios secretos, gobernadores, generales, etc., ¿no sugería o, quizá, mejor, imponía, informar a los vértices del Estado? La respuesta era decididamente afirmativa. Dado que el presidente de la República, Sandro Pertini, se hallaba en el extranjero, se decidió informar al presidente del Gobierno, Arnaldo Forlani (además, en la relación de afiliados estaba el nombre de su jefe de gabinete, Mario Semprini).

      El presidente Forlani fijó la cita con los dos jueces de instrucción de Milán para el miércoles 25 de marzo. El encuentro está recogido por Gherardo Colombo en un libro de memorias publicado en 1996, al que parece oportuno atenerse.

      «Llegamos al Palacio Chigi, nos acompañan al antedespacho ¿y quién nos recibe? Mario Semprini, secretario particular del honorable Forlani, que en la relación de inscritos en la P2 resulta titular del carnet n.º 1637. No nos sorprendió, sabíamos que el secretario particular de Forlani formaba parte de aquella. Pero pensábamos que habría tenido el buen gusto de no venir a abrirnos la puerta.

      »Semprini nos acomodó en el antedespacho, y desapareció […]. Sabíamos que su nombre figuraba en la lista, pero hicimos como si tal cosa: por otra parte, estábamos convencidos de que él sabía que nosotros sabíamos, y no obstante hacía como si nada. Lo más seguro es que no le fuéramos simpáticos, porque nuestro descubrimiento le creaba un problema, y, sin embargo, nos recibió con la más afable de las sonrisas. […] Volvió después de interminables minutos y nos introdujo en el despacho del honorable Forlani.

      »Sigue el minueto. El presidente nos invita a tomar asiento y se informa del motivo de nuestra visita. ¡Como si no lo supiera! Hasta aquel día habíamos conseguido evitar filtraciones, la prensa aún no había publicado nada sobre el contenido del descubrimiento, ¿pero cómo podíamos dejar de informar al presidente del Gobierno, vista la implicación de tres de sus ministros, de jefes de servicio, de un buen número de parlamentarios —muchos de ellos de su partido— y de su secretario particular?

      »Forlani nos preguntó por el motivo de la visita y cuando le dijimos que se trataba de la P2, de una organización secreta que podría poner en riesgo las instituciones, se apeó de las nubes. O, mejor, trató de decirnos algo, pero durante un par de minutos no fue capaz de articular palabra. De su boca salieron algunos sonidos guturales y tuvimos la impresión, no confirmada, de que trató de desvirtuar el argumento sin hallarse todavía en disposición de dominar el lenguaje.

      »Después de un poco se rehízo y, finalmente, habló. ‘¿Pero están ustedes seguros de la importancia del acontecimiento?’. Y nosotros a explicarle lo que entendíamos que cabía pensar a tenor de lo descubierto. ‘¿Pero están seguros de que no se trata de documentos falsos, creados intencionalmente para generar confusión?’. Y nosotros a darle cuenta del carácter totalmente imprevisible del registro.

      »‘¿Pero no se trata de fotocopias, fotomontajes, en suma, es seguro que los documentos son originales?’.

      »‘Señor presidente, estimamos que el material es fiable. Si lo desea, puede tratar de comprobarlo usted mismo. Hemos traído una fotocopia de la lista de inscritos y de algún otro documento. Entre estos está la solicitud de admisión de su ministro de Gracia y Justicia. Tendrá, creo, al alcance de la mano alguna firma de su puño y letra refrendando, como le corresponde, cualquier acto de gobierno’.

      »‘¡Ah! Sí. Habré de tener por aquí alguna cosa firmada por Sarti. Pero déjeme ver esa solicitud de inscripción’. Se la mostramos, era un folio de cuatro caras, del tipo de los de protocolo. Lo toma, lo gira, vuelve a girarlo, mira la firma, la mira de nuevo.

      »‘No, no me parece que sea su firma. No creo, no me parece, la suya es distinta’. Y después de un momento de reflexión: ‘En todo caso, en cualquier parte debo tener una firma autógrafa de Sarti. Déjenme ver…’. Se dirigió a un armario, lo abrió, buscó y volvió a sentarse a la mesa con algunos