Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Название Un puñado de esperanzas
Автор произведения Irene Mendoza
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413072494



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de mi cuello.

      Yo tomé su cintura entre las mías para bailar esa música que, aunque culta, era muy romántica. Pensé en comenzar con mi numerito de seducción de siempre, pero la miré a los ojos y estaba claro, Frank no era la típica chica fácil y aquella vez mi sonrisa especial abre piernas no iba a funcionar, con ella no. No quería que fuese así.

      Ella apoyó su cabeza sobre mi pecho, soltándose de mi cuello y posando sus manos en mí, cerró los ojos. Algo dulce, muy agradable, como un suave calor, me invadió.

      Con ella debía tener más imaginación, más clase, y estaba claro que aquella noche no era mi noche, así que me di por vencido y decidí disfrutar de su calor, su compañía y nada más.

      —Bailas bien, Gallagher —susurró Frank.

      —Lo sé. Todo el mundo me lo dice.

      —Eres un creído, ¿lo sabías? —rio.

      —Y creo que tú eres una romántica —reí con ella.

      Cogí un mechón de pelo que se le echaba sobre la cara y se lo coloqué tras la oreja, acariciando lentamente su mentón al retirar mi mano de su mejilla. Me pareció que mi gesto le turbaba porque suspiró quedamente.

      —Me encantan los hombres que son capaces de… morir o matar por una mujer. Como en la ópera. Pero… creo que ya no existen, que son… de otro tiempo —murmuró bajo los efectos del alcohol y me pareció triste de pronto.

      —Sí que existen esos hombres —dije muy serio—. Mi padre murió por una mujer. Fue una muerte lenta gracias al whisky y la cerveza, pero al fin y al cabo fue por culpa de ella, por mi madre.

      Frank me miró fijamente y sin decir nada enredó sus manos en mi pelo, acariciándome con ternura, hasta alcanzar mi nuca, haciendo que la piel de todo mi cuerpo se erizase de placer, pero yo rechacé su mano retrocediendo sin brusquedad.

      No me gusta que me compadezcan, nunca me ha gustado. Frank no insistió y se separó de mí sin decir nada.

      La música cesó y ya no se oía nada en la habitación de al lado. Frank y yo nos sentamos en el suelo rodeados de mullidos cojines carísimos, frente a la chimenea, y el CD continuó desgranando las grandes arias de la ópera. Ella se apoyó sobre mí cerrando los ojos y yo le acaricié la cabeza, los hombros, los brazos. Parecía que iba a quedarse dormida cuando apareció su amiga Chloe a medio vestir, fumándose un porro de marihuana que compartió con Frank. El tipo roncaba en la otra habitación.

      Al final nos quedamos dormidos los tres, tumbados sobre los almohadones y cojines. Cuando desperté tenía a la tal Chloe dormida, agarrada a mi pierna y a Frank recostada entre mis muslos.

      «Quién me ha visto y quién me ve», pensé.

      No había nada en la alacena y acabamos desayunando unas galletas rancias. Frank y yo pusimos en orden la casita y cogimos el coche para irnos de allí en busca de algún sitio donde tomar un café caliente. Hacía una mañana preciosa y aunque el sol no calentaba nada decidí quitar la capota del deportivo blanco.

      —Mark, me has defraudado, ¿lo sabías? —dijo Frank sentada a mi lado.

      —¿Por qué, nena?

      —¡Oh, joder, no me llames así! —dijo dándome un codazo.

      Solté una carcajada.

      —A ver… dime.

      Los amigos con derecho a roce volvieron a lo suyo en el asiento trasero.

      —Me dijiste que te gustaba hacer locuras y no es verdad.

      —¿Y qué esperabas, una orgía con esos dos gilipollas? Soy un tío tradicional, solo follo con una persona a la vez —dije mordaz.

      —Ya lo veo, vaya decepción, joder.

      —¿Ah, sí? —dije picado en mi orgullo—. Vas a ver.

      E inmediatamente me puse a conducir como un demente, desviándome del camino hacia la carretera principal, entrando en la mismísima playa de Main Beach con el BMW.

      —Mark, no corras tanto —me pidió ella.

      —¡No corro! ¡Solo voy a cien por hora! —grité.

      —¡Gallagher, para! —gritó Frank asustada.

      —No, aquí no podemos chocar con nada, tranquila.

      Continué riéndome como un loco y pasó lo que tenía que pasar, el coche encalló en la arena y Frank se quiso bajar inmediatamente, llamándome de todo y sacando su lado más caprichoso, el lado que más me gusta de ella. Soy masoquista.

      Supongo que se asustó. Yo la tomé en brazos y la saqué del coche en volandas para que no se mojara los pies. Ella se calmó y se dejó llevar entre mis brazos acariciando mi cuello con su nariz, haciéndome sentir el hombre más feliz de la Tierra.

      De pronto me miró a los ojos y me dedicó una sonrisa llena de sensualidad. Sus largas pestañas aleteaban, sus labios estaban entreabiertos, húmedos, y mis ojos se deleitaron en esa dulce visión del rostro de Frank cerca, muy cerca del mío. Mi boca estaba a tan solo un par de centímetros de su rostro.

      Estuve a punto, lo sé, pero en el último instante decidí que era mejor no hacerlo, que tampoco era el momento. Una corazonada, tal vez, o simplemente el querer prolongar lo que a veces es aún mejor que el romance en sí, ese tiempo previo a que ocurra nada físico entre dos personas, ese sueño de que ocurrirá más tarde o más temprano y que todo será perfecto. Felices para siempre, almas gemelas y todas esas patrañas que mientras podemos nos las creemos encantados.

      —¿No vas a besarme? —susurró Frank, coqueteando conmigo.

      —No, creo que no —dije seguro de mí mismo.

      Los dos nos miramos a los ojos con vehemencia, como si nos retáramos el uno al otro. Estaba claro que no era ninguna niñita inexperta y que sabía lo que se hacía.

      «Cada vez me gusta más», reconocí fascinado.

      —Quizás no tengas otra oportunidad —dijo orgullosa.

      —Quizás. —Sonreí con cinismo.

      Me miró furiosa y de pronto se bajó de mis brazos y comenzó a caminar por la playa en dirección contraria a mí. Yo la seguí. Ella se cubrió el cuerpo con sus brazos cruzándolos sobre el pecho. El viento era helador.

      —¡Frank, no seas niña!

      Como respuesta solo obtuve una «peineta».

      —¡Ven aquí! ¡Te vas a helar! —grité.

      La alcancé y le tendí el abrigo amarillo.

      —¡Dile a mi padre que me quedo en Los Hamptons el fin de semana! —gritó sin ni siquiera volverse.

      Ni me miró. Se fue caminando hasta el paseo de tablas que daba entrada y salida a la playa y desapareció de mi vista. Volví al coche y eché a sus amigos, que continuaban dándose el lote en el asiento trasero, sin contemplaciones. Saqué el coche de la arena, no sin dificultad y de un humor de perros regresé a Nueva York solo.

      Capítulo 5

      Whole Lotta Love

      Frank se había enfadado conmigo por no besarla en la playa y supuse que, debido a su resentimiento de niña a la que nunca se le ha negado nada, me castigó con su ausencia y estuve todo el fin de semana sin ser requerido por el señor Sargent.

      Así que aproveché para adecentar el BMW, que yo mismo había llenado de arena, en la empresa de alquiler de coches y chóferes de Santino, antes de devolverlo al garaje del padre de Frank.

      —Me sentía extraño, estaba inquieto, con el ceño fruncido, de mal humor todo el rato. Enseguida me di cuenta de que todo era porque echaba en falta a Frank, era así de simple. Y la radio a todo volumen