La teoría de la argumentación en sus textos. Luis Vega-Reñón

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Название La teoría de la argumentación en sus textos
Автор произведения Luis Vega-Reñón
Жанр
Серия Derecho y Argumentación
Издательство
Год выпуска 0
isbn 9786123252397



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queda, diremos, una especie de juego libre de las ideas; funcionan todas, predominando a veces una, a veces otra: a veces una no debe ser tenida en cuenta, y desaparece; a veces otra debe predominar, y la tendremos en cuenta a ella sola: las ideas juegan y se combinan. Del otro modo, pensamos con una sola idea, sistematizamos falsamente y caemos fatalmente en el error.

      Sea otro caso. Observamos, como es fácil observar hoy, que cierta pedagogía contemporánea, demasiado refinada, tiene tendencia a dar todo digerido al niño; a preparar demasiado el material asimilable, y realmente a dejar al alumno en situación parecida a la de un ser sano y normal a quien se le alimentara con peptonas y papillas, de lo cual resultaría indudablemente un debilitamiento orgánico: es en verdad un debilitamiento mental el que esa pedagogía exageradamente simplificada ha tendido a producir. Y nos diríamos: “No: del mismo modo que el organismo parece necesitar substancias no totalmente digeribles, así también parece que el espíritu necesita, como un fermento, lo parcialmente inteligible. No todo debe ser totalmente inteligible: es bueno que haya algo que no se entienda completamente; que subsista el esfuerzo, que subsista la penetración”.

      Esta idea es indudablemente una idea buena. Pero supongan que son ustedes mismos los que han observado el hecho; analícense y descubrirán una tendencia psicológica falseante que se produce en seguida: el que haga aquella observación, tenderá a construir inmediatamente un sistema, a basar toda la educación, la enseñanza entera, en la “penetración de lo parcialmente inteligible”; y entonces, al sistema opuesto, al sistema, diremos, del peptonismo pedagógico, opondrá un sistema que también va a ser exagerado y falseante.

      Entretanto, si sabemos pensar, guardaremos nuestra observación, con las reflexiones que la han acompañado, para tenerla en cuenta en cada caso; y si se nos habla, por ejemplo, de la enseñanza de la Literatura, diremos: “Aquí, sí; este es el momento: evitemos presentarlo todo digerido, todo preparado, simplificado en algún texto pequeño, fácil, con definiciones simplistas y casilleros”. Se nos presenta después el caso de las Matemáticas, y entonces diremos: “No; aquí es poco aplicable nuestra idea: en las Matemáticas, es mejor ir ordenadamente, llevando todo por sus términos; la penetración, lo parcialmente inteligible, aquí tiene poco que ver; es posible que tenga que ver en algunos casos, pero no va a ser aquí la idea directriz, predominante”. De esta manera pensamos bien; resolvemos bien cada caso. Noten esto: cuando enseñamos a los hombres a pensar así, a primera vista sienten la impresión de que se los deja privados de algo que antes poseían; se sentían tan seguros y tan tranquilos con sus sistemas (consciente o inconscientemente), que, cuando los enseñamos a pensar de otro modo mejor, creen que se les ha quitado algo, y piden continuamente la fórmula, la regla, el sistema, que les ahorraría el examinar los casos. Pero, en realidad, ninguna enseñanza del mundo es capaz de habilitar para este último resultado; lo que puede hacer la enseñanza bien entendida, es dejar a las personas, habilitadas para pensar: no suprimir el pensamiento, sino enseñar a utilizarlo.

      La tendencia paralogística que analizamos, ha sido observada, sobre todo, en los casos, diremos, gruesos; en los casos en que, exagerada, lleva a su aboutissement natural, que son los grandes sistemas generales, cerrados, cristalizados, tales como se observan en la ciencia y sobre todo en la filosofía. Pero el objeto de mis lecciones no es precisamente analizar la lógica y la psicología de estos grandes sistemas, ni mostrar el estado en que ellos ponen al espíritu: esto ha sido ya hecho, y bien hecho. Si tuviéramos tiempo, les haría lecturas que les mostrarían hasta qué punto degenera y se pervierte el espíritu humano por pensar de este modo: hasta qué punto —lo que parece imposible— nos hacemos hasta incapaces de observar: no ya de razonar, sino de observar la misma realidad, aunque nos rompa los ojos. Quisiera, por ejemplo, poder citar aquí ciertos pasajes sobre el problema del instinto. Si ustedes leyeran a los naturalistas y biologistas (a los filósofos también) de hace unos cincuenta años, les llamaría la atención un fenómeno muy curioso; y es que casi todos ellos negaban el instinto animal. En las obras de Buchner, por ejemplo, y en muchas otras de esa época, encontrarán ustedes cosas que hoy nos resultan inconcebibles. Procuran esos autores negar, por ejemplo, la herencia del instinto: “No es cierto —nos dicen— que un pato recién nacido tenga tendencia a arrojarse al agua; cuando ha sido criado por una gallina, huye del agua; no es tampoco verdad que los pollitos al nacer piquen con acierto la comida: los vemos aprender. Los pájaros aprenden a hacer el nido con bastante trabajo, equivocándose muy a menudo…, etc.”.

      Ahora bien, esos errores estupendos de observación, ¿saben ustedes por qué se cometían? Por la siguiente razón: En aquella época, muchos biologistas, naturalistas, filósofos, etc., seguían el movimiento “materialista”, contrario a las explicaciones teológicas. Ahora bien, el instinto, hasta entonces, se había explicado por la intervención del Creador: Dios habría dado a cada animal los instintos necesarios para guiarlo y no se conocía otra explicación: todavía no habían surgido, o no estaban bastante difundidas, las de los evolucionistas: la explicación natural de los instintos por medio de la evolución, la selección natural, la adaptación, la herencia directa, etc. Por consiguiente, había que combatir el instinto: este no podía existir, puesto que solo se podía explicar entonces por causas teológicas, y como no existía Dios, o como había que probar que no existía, no podía existir el instinto. Entonces, todos aquellos hombres, algunos de ellos naturalistas que se pasaban la vida observando animales, no veían el instinto, no veían la herencia, y la negaban en sus obras. Y, muy probablemente — seguramente— eran sinceros: hoy se nos ocurre que habría allí insinceridad científica; no: es que en ese estado nos ponen los sistemas.

      Y les mostraré otro ejemplo. Tipo de los sistemas, en cuanto a sus efectos, son, indudablemente, los sistemas religiosos dogmatizados: son los más cerrados de todos, los que más esclavizan la mente. Voy a hacerles algunas lecturas de un filósofo español que tiene precisamente el mérito de haber sido el primero que emprendió —y que realizó en alguna parte— lo que nosotros estamos contribuyendo a hacer aquí, esto es, crear una lógica viva, una lógica sacada de la realidad, con ejemplos de la realidad y con prescindencia de los esquemas puramente verbales de la lógica tradicional. Me refiero a Balmes, y a su obra “El Criterio”.

      Es un libro que, para nosotros, sobre todo, tiene mucho interés. De su tendencia, informa el siguiente párrafo:

      Cuando los autores tratan de esta operación del entendimiento… [se refiere al raciocinio] amontonan muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputará sobre la verdad de éstos; pero dudo mucho que la utilidad de aquellas sea tanta como se ha pretendido. En efecto: es innegable que las cosas que se identifican con una tercera, se identifican entre sí: que de dos que se identifican entre sí, si la una es distinta de una tercera, lo será también la otra; que lo que se afirma o niega de todo un género o especie, debe afirmarse o negarse del individuo contenido en ellos; y además es también mucha verdad que las reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo tengo la dificultad en la aplicación; y no puedo convencerme de que sean de gran utilidad en la práctica.

      En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al entendimiento cierta precisión que puede servir en algunos casos para concebir con más claridad, y atender a los vicios que entrañe un discurso: bien que a veces esta ventaja quedará neutralizada con los inconvenientes acarreados por la presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte, y no acertar a ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar, no diré con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.

      Esta sola lectura revela un pensamiento bien dotado de justeza, aplicado a una útil tarea, e interesante por esa tendencia a pensar sin exageraciones, teniendo en cuenta una y otra cosa, deteniéndose en el grado justo: no quitando, por ejemplo, en absoluto toda importancia práctica a las reglas de la lógica, dándoles la que más o menos le parece que puedan tener; no exagerando tampoco esa importancia. Y bien: este libro tiene una estructura curiosa. El autor va haciendo reflexiones sobre muchas cuestiones teóricas y prácticas, reflexiones por lo general sumamente sensatas, que indican, sobre todo, muy buen criterio; esas reflexiones, en seguida, se le aparecen como peligrosas para el sistema religioso que él profesa, y entonces se detiene habitualmente,