Название | Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia |
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Автор произведения | Diego García Ramírez |
Жанр | Зарубежная деловая литература |
Серия | Ciencias Humanas |
Издательство | Зарубежная деловая литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789587847673 |
Así, el objeto formal construido por la economía política de la comunicación y la cultura es la pregunta por la relación entre capitalismo, por un lado, y medios y tecnologías de la información y la comunicación, por otro. Además, como se advierte en la historicidad situada de la consolidación tanto de la economía de la cultura como de la economía política de la comunicación, la hipótesis de trabajo sostiene la primacía del capitalismo como relación de producción sobre la tecnología como fuerza productiva. Esto es lo que constituye una dificultad para otros enfoques de la comunicación, situados ya sea en la cultura, en la tecnología, en la recepción o simplemente en el consumo, para los cuales estos son objetos autoevidentes y que no requieren elaboración epistemológica1.
Siguiendo con la delimitación propuesta, hay que precisar que la economía política de la comunicación aparece ocupándose de dos objetos específicamente capitalistas: el imperialismo cultural y la industria cultural (Mattelart y Mattelart, 1977). Más recientemente, son su objeto de discusión las relaciones Estado-mercado o las políticas de comunicación.
¿Imperialismo cultural o relaciones centro-periferia?
La teoría del imperialismo cultural es una posición crítica sobre el papel de los medios norteamericanos en el mundo como promotores de los intereses de los Estados Unidos, tanto de los Gobiernos como de las empresas, a través de la propaganda y la publicidad. Su documento más conspicuo es el libro de Schiller (1976), en el cual se pregunta: “¿Qué es lo que caracteriza la nueva era (la del siglo norteamericano)?”, a lo cual responde: “el volumen y la intensidad del tráfico cultural” (p. 22). Con ello se pone de presente el papel que habrán de asumir los medios y la cultura en la estrategia norteamericana de dominación comercial y política, la cual se presentaba “como benevolencias hacia naciones atrasadas hambrientas de capital para su desarrollo” (p. 24). Pero Schiller pone en tela de juicio dicha contribución al desarrollo, aduciendo que
[el] impacto de los medios de difusión sobre el desarrollo económico ha sido oscurecido por circunstancias históricas (…). Su utilización y expansión en el área del Atlántico norte ocurrió después y no paralela al crecimiento inicial de la economía nacional (…). La radiodifusión llegó en un momento en el que ya gran parte de la población sabía leer y escribir, y a países que ya estaban muy avanzados en su desarrollo. (p. 28)
Es decir, denuncia la creencia de que los medios y las tecnologías de comunicación podían remplazar la alfabetización y la industrialización como factores de desarrollo, señalando que más bien servían para convertir a los países subdesarrollados en meros mercados de consumo. En efecto, desde 1947,
Truman pedía un patrón de comercio internacional ‘muy favorable a la libertad de empresa’ (…), un patrón en el cual no son los gobiernos los que toman las decisiones más importantes sino los compradores y vendedores particulares en condiciones de competencia activa (…). Las transacciones individuales son asunto de elección privada. (p. 16)
Con ello, Estados Unidos estaba notificando la oposición a cualquier regulación interna, por parte de los países receptores, del flujo de información procedente de los países del norte. De esta forma, se garantizaba no solo la libre circulación de mercancías, sino también de la ideología del imperialismo.
Como es bien conocido, frente a esta pretensión se levantan los países del Tercer Mundo a través de los debates en la Unesco sobre el nuevo orden mundial de la información y la comunicación (Nomic), que dieron origen al Informe MacBride (MacBride et al., 1980/1993). Este informe defiende abiertamente el derecho de los países a tener sus propias políticas de comunicación, en oposición a la política del libre flujo de la información defendida por los Estados Unidos, en nombre del derecho a la libre expresión de las corporaciones, en vez del derecho a la libre expresión de los individuos (Schiller, 1997/2006, p. 175). El resultado de esta confrontación es que Estados Unidos y el Reino Unido, gobernados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher respectivamente, abandonan y retiran los fondos a la Unesco.
Como alternativa o complemento teórico a la teoría del imperialismo cultural, la economía política ha elaborado algunas variaciones en las últimas décadas: por un lado, la teoría del capitalismo como el moderno sistema mundial (Wallerstein, 1979) y, por otro, la teoría de la regulación (Boyer, 1992). Estas permiten entender las relaciones entre el capitalismo como sistema mundial y sus características en cada país.
Según Mosco (1996), “[o]ne bridge between this traditional Marxian perspective and neo-marxian political economy is the work of the world system perspective” (p. 57). En efecto, desde el punto de vista de la teoría del sistema-mundo, los países se dividen —según sea más o menos exitosa su inserción en el capitalismo mundial— en países centrales, periféricos y semiperiféricos. Su posición es el resultado del desarrollo de eficiencias económicas (productivas, comerciales y financieras) y de eficiencias de integración, tanto políticas (aparato de Estado) como culturales (identidad nacional, lingüística y religiosa, por ejemplo).
Los Estados centrales y periféricos se diferencian, entre otras cosas, porque los primeros extraen una parte de la plusvalía obtenida por los segundos. Es decir, los primeros no solamente explotan a los trabajadores, sino a los propios explotadores de la periferia, lo cual hace que la brecha entre unos y otros tienda a ampliarse antes que a cerrarse, dada la desacumulación (desinversión) que se produce en la periferia, pues la plusvalía, en vez de reinvertirse, se trasfiere al centro.
En este sentido, se cuestiona seriamente la posibilidad del desarrollo, pues se muestra que la periferia es estructuralmente necesaria para el centro del sistema, por lo que el subdesarrollo tiene que existir para que existan los países que, supuestamente, nos ayudan al desarrollo. El subdesarrollo no es una etapa de la que podamos salir, sino una condición estructural. Desde luego, en las estructuras también se encuentran las estrategias de los agentes, en este caso de los Estados-nación, que pueden tomar rumbos distintos; no obstante, los que asumen el discurso del desarrollo de los países centrales no son los que van a superar la condición periférica.
Con la terminación de la Guerra Fría y la derrota de la Unión Soviética —lo que algunos consideraron el “fin de la historia”—, las palabras imperialismo, subdesarrollo e incluso periferia desaparecieron del lenguaje político —y, más aún, del académico—. Se impuso, en su lugar, la noción neutral de globalización, la cual coincide con la liberación de internet para usos civiles, con lo que parecía que se hacía realidad el libre flujo de la información en todos los países en condiciones de igualdad.
Para ello, el Gobierno norteamericano se propuso la implementación de dos grandes estrategias: la National Information Infrastructure (NII) y la Global Information Infrastructure (GII), comúnmente conocidas como “autopistas de la información”. Estas prometen, sobre todo, un acceso universal a la información, más participación de los ciudadanos, más libertad de expresión, etc. Sin embargo, a renglón seguido, las esperanzas se deshacían, pues “[e]l sector privado dirigirá el desarrollo de la NII (…) las empresas [son] las responsables de la creación y funcionamiento de la NII” (Brown, 1993, citado en Schiller, 1997/2006, p. 171).
A esta, que es la política interna de Estados Unidos frente al capital, se suma la todavía más brutal política exterior, pues aquí viene a revivir con toda crudeza lo que llamaríamos una política imperialista en materia de información, comunicación y cultura:
La política (…) para la Era de la Información pasa por establecer estándares tecnológicos, por definir estándares de programación, por producir los productos informativos más populares, y por liderar el desarrollo relativo a los servicios de comercio globales. (Rothkopf, 1997, pp. 46-47, citado en Schiller, 1997/2006, p. 170)
Hasta aquí se presenta el asunto casi de manera neutral, como si se tratara en verdad de la globalización como una simple estandarización técnica. Pero luego viene la parte del león:
es el interés político y económico de Estados Unidos asegurarse de que si el mundo