Esta simpatía hacia lo no anglosajón se expresa en la figura de Ah Cho, un oriental acusado de un asesinato. Ha sido llevado a Haití junto con otros quinientos connacionales para trabajar por un sueldo miserable, una especie de «condena por ser frágiles y humanos». Ah Cho es callado y circunspecto. No habla francés, el idioma de quienes lo acusan. No importa que él no haya cometido el asesinato, será llevado a la guillotina, víctima de la parsimonia de su propia cultura y la injusticia y cerrazón de los franceses. Es uno de los mejores cuentos de London, uno donde la condición humana —vulnerable, atroz y dura— encuentra acomodo en una narración donde logra magnificar nuestra estimación por un ser en apariencia insignificante.