Miguel Ángel, al igual que Leonardo, fue un hombre de muchos talentos: escultor, arquitecto, pintor y poeta; logró expresar la apoteosis del movimiento muscular, que para él era la manifestación física de la pasión. Llevó el arte del dibujo a los límites extremos de sus posibilidades, estirándolo, moldeándolo y hasta retorciéndolo. En las pinturas de Miguel Ángel no hay paisajes de ningún tipo. Todas las emociones, todas las pasiones, todos los pensamientos de la humanidad están personificados, para él, en los cuerpos desnudos de hombres y mujeres. Rara vez concibió formas humanas en poses de inmovilidad o reposo. Miguel Ángel se convirtió en pintor para poder expresar en un medio más maleable lo que su alma de titán sentía, lo que su imaginación de escultor veía, pero que la escultura le negaba. Así, este admirable escultor se convirtió en el creador de la decoración más lírica y épica jamás contemplada: la Capilla Sixtina en el Vaticano. La vastedad de su ingenio está plasmada sobre esta vasta superficie de más de 900 metros cuadrados. Cuenta con 343 figuras principales con una prodigiosa variedad de expresiones, muchas de ellas en tamaño colosal, y además un gran número de personajes secundarios que se introdujeron como efecto decorativo. El creador de este gigantesco diseño tenía sólo treinta y cuatro años cuando comenzó su trabajo. Miguel Ángel nos obliga a ampliar nuestro concepto de lo que es la belleza. Para los griegos se trataba de la perfección física, pero a Miguel Ángel poco le importaba la belleza física, salvo en ciertas ocasiones, como en el caso de su pintura de Adán en la capilla Sixtina y de sus esculturas de la Pietà. Aunque era maestro en anatomía y en las leyes de la composición, se atrevió a hacer caso omiso de ambas cuando le era necesario para expresar sus ideas: exageraba los músculos en sus figuras y hasta las colocaba en posiciones que el cuerpo humano no puede asumir naturalmente. En una de sus últimas pintura, El juicio final en el muro del fondo de la Capilla Sixtina, dejó fluir su alma como en un torrente. Miguel Ángel fue el primero en hacer que la figura humana expresara una amplia variedad de emociones. En sus manos, la emoción se convertía en un instrumento que podía tocar para extraer temas y armonías de infinita diversidad. Sus figuras llevan nuestra imaginación mucho más allá del significado personal de los nombres que poseen.
Los claros retratos metálicos, desnudos y naturalezas muertas de Tamara de Lempicka resumen el espíritu del Art Déco y del apogeo del Jazz, además de reflejar la vida elegante y hedonista de la élite adinerada, exclusiva y glamurosa de la París de entre guerras. En el arte de Lempicka confluyen una formidable técnica clásica con elementos prestados del cubismo, combinación que en su momento representó el culmen de la modernidad y de la moda, toda vez que se inspiraba en maestros tradicionales del retrato, como Ingres y Bronzino. Este libro destaca la pureza racional y la línea clara y sencilla de las mejores obras de Lempicka durante las décadas de 1920 y 1930, y las huellas que hay en ellas de la vida de esta talentosa artista llena de glamur. Este texto explora sus primeros años en Polonia y en la Rusia zarista durante el cambio de siglo, su período de gloria en París, y los largos años en Estados Unidos, pasando por el redescubrimiento de su obra en la década de 1970, cuando sus retratos alcanzaron un estatus icónico y fama mundial.
Leonardo pasó los primeros años de su vida en Florencia, su madurez en Milán y los últimos tres años de su existencia en Francia. El maestro de Leonardo fue Verrocchio. Primero fue orfebre, luego pintor y escultor: como pintor, fue representante de la escuela científica del dibujo; más famoso como escultor con la estatua Colleoni en Venecia, Leonardo fue además un hombre de gran atractivo físico, encantador en sus modales y conversación y poseedor un intelecto superior. Era versado en las ciencias y las matemáticas de su época, además de ser un músico de grandes dotes. Su habilidad como dibujante era extraordinaria y puede verse en sus numerosos dibujos, así como en sus comparativamente escasas pinturas. Su habilidad manual estuvo al servicio de la más minuciosa observación e investigación analítica del carácter y la estructura de las formas. Leonardo fue el primero de los grandes hombres que tuvieron el deseo de captar en una pintura un cierto tipo de comunión mística creada por la fusión de la materia y el espíritu. Ya terminados los experimentos de los Primitivos, realizados de forma incesante durante dos siglos, y con el dominio de los métodos de pintura, fue capaz de pronunciar las palabras que sirvieron de contraseña a todos artistas posteriores dignos de tal nombre: la pintura es una cuestión espiritual, cosa mentale. Completó el dibujo florentino con el modelado por luz y sombras, un sutil recurso que sus predecesores sólo habían usado para dar una mayor precisión a sus contornos. Usó ese maravilloso talento en el dibujo, así como su manera de modelar la figura y el claroscuro, no sólo para pintar la apariencia exterior del cuerpo, sino para hacer algo que nunca se había logrado con tal maestría: plasmar en sus obras un reflejo del misterio de la vida interior. En la Mona Lisa y sus otras obras maestras llegó a utilizar el paisaje como algo más que una mera decoración pintoresca, convirtiéndolo en una especie de eco de esa vida interior y en un elemento de la armonía perfecta. A través de las todavía muy recientes leyes de la perspectiva, este docto erudito, que además fue un iniciador del pensamiento moderno, substituyó la manera discursiva de los Primitivos por el principio de concentración, que es la base del arte clásico. La pintura ya no se presenta al espectador como un conjunto casi fortuito de detalles y episodios. Se convierte en un organismo en el que todos los elementos, las líneas y colores, las sombras y la luz componen una trama sutil que converge en un centro a la vez sensual y espiritual. La preocupación de Leonardo no era la importancia externa de los objetos, sino su trascendencia interna y espiritual.
Detrás de los retratos de Frida Kahlo se ocultan tanto la historia de su vida como la de su obra. Es precisamente esta combinación la que atrae al espectador. La obra de Frida es un testimonio de su vida. Pocas veces se puede aprender tanto acerca de un artista con sólo contemplar lo que él inscribe dentro del marco de sus cuadros. Frida Kahlo es sin lugar a dudas la ofrenda de México a la historia del arte. Tenía apenas dieciocho años cuando un terrible accidente cambió su vida para siempre, dejándola discapacitada y agobiada de un dolor físico permanente. Pero su carácter explosivo, su férrea determinación y su inquebrantable ahínco la ayudaron a formar su talento artístico. A su lado estuvo siempre el gran pintor y muralista mexicano Diego Rivera, cuyo obsesivo donjuanismo no le impidió a Frida conquistarlo con sus encantos, su talento y su inteligencia. Ella aprendió rápidamente a aprovechar el éxito de su compañero para explorar el mundo, creando así su propio legado y rodeándose con gran esmero de un muy estrecho grupo de amigos. Su vida personal fue turbulenta: muchas veces dejó de lado su relación con Diego mientras cultivaba sus relaciones amorosas con personas de ambos sexos. Pese a esto, Frida y Diego lograron salvar su deteriorado idilio. La historia y las pinturas que Frida nos dejó revelan el valiente relato de una mujer en constante búsqueda de sí misma.
Goya es tal vez el pintor más accesible. Su arte, al igual que su vida, es un libro abierto. Nada ocultó a sus contemporáneos y les ofreció su obra con la misma franqueza. La puerta a su mundo no está oculta detrás de grandes dificultades técnicas. Fue la prueba de que si un hombre tiene la capacidad de vivir y multiplicar sus experiencias, de luchar y trabajar, puede producir grandes obras de arte sin el decoro clásico y la respetabilidad tradicional. Nació en 1746 en Fuendetodos, un pequeño pueblo montañés de un centenar de habitantes. De niño trabajó en los campos con sus dos hermanos y su hermana, hasta que su talento para el dibujo puso fin a su miseria. A los catorce años recibió el apoyo de un mecenas adinerado y se marchó a Zaragoza a estudiar con un pintor de la corte y, posteriormente, cuando cumplió diecinueve años, se fue a Madrid. Hasta los treinta y siete años, sin contar algunos diseños de tapicería de modesta calidad decorativa y cinco pequeñas pinturas, Goya no pintó nada de gran importancia, pero una vez que dominó su temperamento, produjo obras maestras con la misma velocidad que Rubens. Tras su nombramiento en la corte siguió una década de actividad incesante, años de pinturas y escándalos, con intervalos de salud deteriorada. Los grabados de Goya demuestran su gran pericia como dibujante. En la pintura, al igual que Velázquez, depende en mayor o menor medida del modelo, pero no de la manera objetiva del experto en naturalezas muertas. Si una mujer era fea, la convertía en un horror despreciable; si era atractiva, dramatizaba su encanto. Prefería terminar sus retratos en una sola sesión y era un tirano con sus modelos. Al igual que Velázquez, se concentraba en los rostros, pero dibujaba las cabezas con pericia, construyéndolas con varios tonos de grises transparentes. Su mundo en blanco y negro está habitado por formas monstruosas: se trata de las producciones en las que demuestra una reflexión más profunda. Sus figuras fantásticas, como solía llamarlas, nos llenan de una sensación de gozo vulgar, acentúan nuestros instintos diabólicos y nos deleitan con el nada caritativo éxtasis de la destrucción. Su genio alcanzó el punto culminante en sus grabados de los horrores de la guerra. Al compararlas con la obra de Goya, otras pinturas sobre este tema palidecen hasta convertirse en estudios sentimentales de la crueldad. Evitó la acción esparcida por el campo de batalla y se confinó a escenas aisladas de matanzas. En ninguna otra obra demostró tanto dominio de la forma y el movimiento, tantos gestos dramáticos y efectos sorprendentes de luz y sombra. En todos estos aspectos, Goya fue un renovador e innovador.
Pintor, diseñador, creador de objetos extraños, autor y cineasta, Dalí se convirtió en el más famoso de los surrealistas. Buñuel, Lorca, Picasso y Breton tuvieron una gran influencia en su vida artística. La película de Dalí, Un perro andaluz, que produjo Buñuel, marcó su entrada oficial en el cerrado grupo de los surrealistas parisinos, donde conoció a Gala, la mujer que se convertiría en su compañera de toda la vida y en su fuente de inspiración. Sin embargo, su relación con el grupo pronto se deterioró, hasta su ruptura final con André Breton en 1939. El arte de Dalí, empero, siguió siendo surrealista en su filosofía y expresión, así como el principal ejemplo de su frescura, humor y exploración de la mente subconsciente. A través de su vida, Dalí fue un genio de la promoción de sí mismo: creó y mantuvo una reputación como una figura casi mítica.
Marc Chagall nació en el seno de una familia judía sumamente estricta, para la cual la prohibición de la representación de la figura humana tenía la fuerza de un dogma. El no haber pasado el examen de admisión de la escuela Stieglitz no evitó que Chagall se uniera posteriormente a esa famosa escuela fundada por la sociedad imperial para el fomento de las artes, dirigida por Nicholas Roerich. En 1910, Chagall se mudó a París. La ciudad fue su “segunda Vitebsk”. Al principio, aislado en su pequeña habitación de Impasse du Maine en La Ruche, Chagall encontró numerosos compatriotas a los que también había atraído el prestigio de París: Lipchitz, Zadkine, Archipenko y Sutin, todos ellos destinados a mantener el “aroma” de su tierra natal. Desde su llegada, Chagall quería “descubrirlo todo”. Ante sus sorprendidos ojos, la pintura se le reveló. Aun el observador más atento y parcial tiene dificultad, en ocasiones, para distinguir al Chagal parisino del de Vitebsk. El artista no estaba lleno de contradicciones, ni tenía una personalidad dividida, pero siempre era distinto; miraba a su alrededor y en su interior, así como al mundo que le rodeaba y usaba sus ideas del momento y sus recuerdos. Tenía un estilo de pensamiento sumamente poético que le permitía seguir un camino tan complejo. Chagall estaba dotado de una cierta inmunidad estilística: se enriquecía a sí mismo sin destruir nada de su propia estructura interna. Admiró la obra de otros y la estudió con inventiva, librándose de su juvenil torpeza, pero sin perder un solo instante su autenticidad. Por momentos, Chagall parecía mirar al mundo a través del cristal mágico, sobrecargado de experimentación artística, de la Ecole de París. En tales casos, se embarcaba en un sutil y serio juego con los diversos descubrimientos del fin de siglo y volvía su mirada profética, como la de un joven bíblico, para mirarse a sí mismo con ironía y de manera pensativa en el espejo. Naturalmente, reflejó por completo y de manera extrema los descubrimientos pictóricos de Cézanne, la delicada inspiración de Modigliani y los ritmos superficiales complejos que recordaban la experimentación de los primeros cubistas (Véase Retrato en el caballete, 1914). A pesar de los análisis recientes que mencionan las fuentes judeo-rusas del pintor, heredadas o prestadas pero siempre sublimes, así como de sus relaciones formales, siempre hay algo de misterio en el arte de Chagall. Un misterio que tal vez descansa en la naturaleza misma de su arte, en el que utiliza sus experiencias y recuerdos. Pintar es la vida, y tal vez, la vida es pintar.
Van Dyck war Schüler und Mitarbeiter von Rubens. Als er Italien bereiste, lebte er in den Palästen seiner Gönner und trat selbst so vornehm und elegant auf, dass man ihn den “Malerkavalier” nannte. Er wurde 1632 zum Hofmaler des englischen Königs Karl II. (1630 bis 1685) ernannt. Seine beiden letzten Lebensjahre verbrachte er mit seiner jungen Frau auf einer Reise durch Europa. Doch seine Gesundheit war von der vielen Arbeit geschädigt, und er kehrte nach London zurück, um dort zu sterben. Seine letzte Ruhestätte fand er in der St. Paul’s Cathedral. Sein eigentlicher Ruhm gründet in seinen Portraits. Bei diesem Genre fand er zu einem überaus eleganten und raffinierten Stil, der das luxuriöse höfische Leben haargenau erfasste und zu einem Vorbild für die Künstler des 17. und 18. Jahrhunderts wurde. Van Dyck war bestrebt, die italienischen Einflüsse (Tizian, Veronese, Bellini) mit der flämischen Tradition zu verschmelzen. Dort, wo ihm das gelang, haben seine Gemälde eine wunderbare Anmut, vor allem seine Madonnen und Hl. Familien, seine Kreuzigungen und Kreuzesabnahmen und auch manche seiner mythologischen Darstellungen. Doch was die Portraitkunst anbelangt, konnte ihm niemand das Wasser reichen, außer vielleicht die großen englischen Portraitmaler des 18. Jahrhunderts, die ihn sich zum Vorbild nahmen.
J.M.W. Turner wurde 1775 in Covent Garden als Sohn eines Barbiers geboren und starb 1851 in Chelsea. Es bedarf der Erfahrung eines Spezialisten, Gemälde auszusuchen,um ein Werk über diesen Maler zu verfassen, denn mit einem Gesamtwerk von über 19000 Gemälden und Zeichnungen kann Turner als ein äußerst produktiver Maler bezeichnet werden. Sein Name wird einerseits mit einer gewissen Vorstellung der Romantik in den Landschaften und einer bewundernswerten Gewandtheit in der Ausführung seiner Seegemälde verbunden. Andererseits erinnert er aber auch an einen Vorreiter im Umgang mit Farben: an Goethes Theorie der Farben. Man braucht das Talent des großen englischen Kritikers John Ruskin, um Turners Malerei zu interpretieren. Mit Gemälden wie dem Brand des Ober– und Unterhauses, seiner ergreifenden Sicht des Schlachtfeldes von Waterloo und vielen anderen gibt Turner aber auch einen Zeitzeugenbericht ab. Seine Werke werden in zahlreichen Museen ausgestellt, z.B. im British Museum in London sowie in New York, Washington und Los Angeles.
Pornografisch, unsittlich, amoralisch und letztendlich sogar „entartet“ wurde die Kunst des Egon Schiele genannt. Lange Zeit verkannt und verunglimpft, hat der geniale, von Selbstobsession getriebene Künstler dennoch unbeirrt seine künstlerische Suche nach der Essenz der weiblichen Sexualität und nach einer neuen, ausgeglichenen Selbstwahrnehmung fortgesetzt; eine Suche, die in einer Vielzahl von Selbstporträts und Aktzeichnungen zum Ausdruck gebracht wurde. Dieser Band bemüht sich darum, die volle künstlerische Bandbreite des Künstlers zu erfassen, seine bekannten Porträts, Akte und Selbstporträts mit seinen weniger bekannten Landschafts –und Städtebildern zu kontrastieren und einen Einblick in die Seele des umstrittenen Österreichers zu bieten.