Memorias de otro tiempo. María Eugenia Chagra

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Название Memorias de otro tiempo
Автор произведения María Eugenia Chagra
Жанр Документальная литература
Серия Colección Quena
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789508511102



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pronto.

      Sus ojos eran enormes, celestes, y a veces, sentada en su sillón de mimbre, en el patio de la casa, entre macetas de malvones y claveles, parecían perderse en la distancia mientras tarareaba quedamente una melodía (¿o un lamento?) extraña, distante.

      Y yo me iba con ella, transida de melancolía, a una casa de paredes blancas, a su perro, sus hermanos menores y sus padres que no conocería. Y navegaba sus tiernos quince años en la tercera de un barco, atravesando el océano hacia un destino nuevo y prometedor… Y bajamos en un puerto de Francia y sentimos las risas burlonas de un grupo de jóvenes por ser inmigrantes —silencio, vergüenza, pobreza, vestidos raídos—.

      Hice ese viaje mil veces en mi fantasía acompañada por sus palabras mal pronunciadas, intercaladas de un árabe que el tiempo borraba, mientras comía los higos con nueces que a la usanza de su gente ella me solía preparar.

      Murió pequeña y agachada, el tiempo encogió sus hombros y su estatura de reina, pero sus ojos y sus mejillas conservaron hasta el final, la frescura de sus tiernos, temerosos, expectantes quince años de riesgo y aventura que también me legó.

      Y como ocurrió a tantos, mi herencia se abultó con la nostalgia y el ansia de aventura, con esa melancolía tan nuestra —mirada puesta en horizontes lejanos, deseados—, y una enorme necesidad de raíces.

      Cuántos de nosotros tuvimos un abuelo, una abuela, sentados en un sillón de mimbre entre las macetas del patio de la casa, contando historias del otro lado del mar. Cuántos de nosotros soñamos con regresar a esas tierras a recoger algo de nuestros orígenes y a cumplir con el sueño irrealizado de ellos de retornar.

      Mi abuela, nuestros abuelos. Nuestra tierra, la de ellos. Un poco acá, un poco allá.

      Mi madre es como tantas madres de aquella generación, humilde, trabajadora, sufriente, postergada. Su vida repartida entre sus hijos y Dios. Mujeres sometidas a una sociedad siniestra que les cortó las alas… y los sueños. Fregando y cocinando de la mañana a la noche, esperando que sus hijos vivieran lo que no tuvieron, lo que no pudieron.

      Me rebela el silencio en que se condenaron.

      La culpa interminable en que se sumergieron.

      El servilismo atroz en que se ocultaron.

      Mi madre. Sus pasos silenciosos a la madrugada iniciando sus labores. Sus manos agrietadas entre el agua y el jabón de la ropa, de los platos, del estropajo. Su mirada celeste enredada entre la tela y el hilo. Su voz sofocada ante los dictados de su madre, sus hermanos, su marido.

      Pero mi madre, sus manos, música celestial en las teclas de su piano, sus pasos alegres y ágiles en un paso de baile, su voz, dulce canción en la letra de algún tango, sus dedos, magia sublime en un encaje bordado.

      Lo que fuiste, lo que pudiste ser. Lo que me diste, lo que no pudiste dar. Tu sufrimiento, tu alegría. Tu virtud, mi REBELDÍA.

      Madre querida, y tantas veces rechazada. Te debo muchas cosas, pero lo que más, sin duda, es mi rabia por tu sometimiento, que me hizo consciente y me indicó el camino para pelear mi lugar y mi respeto, que me hizo saber de mi valor en la vida, por ser mujer, por ser única, por querer mi libertad, por no reconocer ningún amo, por reivindicar mi espacio y el que no tuviste, y el de todas las mujeres que habitan en nosotras.

      Te amo madre, pequeña figura, mirada celeste. Te amo, te comprendo, te agradezco, te perdono, te rescato, te sé y te valoro. Te amo madre. Suerte que no es tarde para que lo sepas.

      Entonces se usaban los padres de ceño fruncido, de mirada adusta, de modales hoscos.

      Entonces se usaba el silencio, la autoridad in­discutida, ni el esbozo del más mínimo sentimiento.

      Entonces nos condenaban a guardar distancia y se condenaban a una soledad irreparable.

      Mi padre era así.

      Descubrir su naturaleza amable, tierna, generosa, era difícil tarea. Se hacía necesario atravesar una muralla de prejuicios y temores. Mas yo logré superarlos en los largos viajes que emprendíamos por toda la provincia, él vendiendo los mil artículos que abarrotaban la rastrojera con tanto trabajo adquirida, o el enorme y antiguo Dodge bordó y gris que como él, era diferente. Yo, acompañante silenciosa deseosa de sus palabras retaceadas, contándome alguna historia del lugar o describiendo algún árbol o animal que cruzáramos por el camino.

      Mi padre, criticado y marginado por los parientes ilustres, que nunca se percataron de su sabiduría honesta, nacida del amor, simplemente.

      Mi padre, los cajones de tomates y pimientos colorados, los enormes jamones que colgaba en la despensa, las frutillas jugosas, únicas, que traía desde el campo, para deleite de todos, en especial de mi abuela (la madre de mi madre), para quien elegía los mejores bocados.

      Mi padre, los infinitos libros que leía por las noches (enseñándome a amarlos), cuando su interminable labor le dejaba algún descanso.

      Mi padre, sus discos de música clásica, torpe hombre apaciguado por Mozart o Beethoven.

      Mi padre que me mostró en silencio la verdadera generosidad y el amor sin condiciones, sin declamaciones, sin ademanes teatrales.

      Mi padre querido, enorme hombre de mirada verde y de piel morena, de voz contundente e inacabable ternura.

      Se fue demasiado pronto. Lo necesité, lo añoré desde entonces.

      Nos hizo falta más tiempo… Pero se fue, cansado por una vida difícil que no le dio oportunidad de manifestarse sin miedos. Como tantos padres de entonces, obligados a ser duros.

      Nos corría infructuosamente un gordo guardia de seguridad del gran hospital provincial, enclavado al pie del cerro. Corríamos desesperadamente todo lo que daban nuestras flacas y cortas piernas infantiles. Al llegar a la ladera del cerro trepábamos por las lajas destrozándonos codos, manos y rodillas. Pero allí le sería imposible al esforzado guardia atraparnos. Ese día nuestras más locas fantasías se hicieron realidad, cuando el pobre hombre que tantas veces nos había advertido que no debíamos jugar en el amplio estacionamiento ni en las adya­cen­cias del nosocomio, nos pescó en plena ascensión por la escalerilla del altísimo tanque de agua.

      Yo me encontraba a mitad de camino cuando lo vi venir a la distancia, y mis piernas que ya temblaban suficiente por el miedo del ascenso, empezaron a aplaudirme. No se cómo logré bajar, solo recuerdo que en algún momento pegué un salto impresionante y sin más trámites eché a correr. Para cuando logré sentirme a salvo, ya casi no respiraba por el esfuerzo y la emoción. Pero quién podía quitarnos el sabor de la aventura. La loca circunstancia de una persecución verdadera. La violenta sensación de peligro.

      Jugar en los sitios prohibidos. Soñar con aventuras riesgosas. Investigar misterios. Descubrir todo lugar que pareciera inaccesible. Qué más podía pedir nuestra infancia aventurera y soñadora.

      Por supuesto teníamos juegos más inocentes y pacíficos, como por ejemplo, rescatar cuanto trapo inservible había en la casa, cuanto cacharro descartado y sepultado en la piecita del fondo, robar algo de la despensa en el silencio de la siesta y con todos los tesoros rejuntados armar una tienda en algún rincón del patio, lo cual podía hacernos pasar una tarde inagotable. Quizás cuando termináramos de armarla ya ni quedaba tiempo de jugar a la tendera y había que comenzar a desmantelarla y guardar todo, para no sufrir los sermones maternos por el revoltijo, pero igual las expectativas ya estaban am­pliamente satisfechas.

      Tomar subrepticiamente los tacos altos de mi tía cuando ella se ausentaba y combinarlos con los vestidos desechados de mi madre, pintarrajearnos la cara hasta después tener que enrojecernos para sacar el maquillaje (que nunca se borraba del todo), y entonces presumir de los más diversos personajes, taconeando y cotorreando por toda la casa e inventando nutridos guiones que respetábamos en todos sus detalles, nos hacía ingresar al mundo de los mayores y sin saberlo desprendernos un poco del peso de la vida que no entendíamos tanto.

      Lograr ser incluidas por los varones en sus juegos de indios y cow boys, imitando alguna película que pasaran el domingo anterior,