Los Ungidos. Elena G. de White

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Название Los Ungidos
Автор произведения Elena G. de White
Жанр Документальная литература
Серия Serie Conflicto
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789877980233



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      Los ejércitos oponentes se hallaban frente a frente. Era un momento de prueba para los que servían al Señor. ¿Habían confesado todo pecado? ¿Tenían los hombres de Judá plena confianza en que el poder de Dios podía librarlos? Desde todo punto de vista humano, el gran ejército de Egipto habría de arrasar cuanto se le opusiera. Pero en tiempo de paz Asá no se había dedicado a las diversiones y al placer, sino que se había preparado para cualquier emergencia. Tenía un ejército adiestrado para el conflicto. Se había esforzado por inducir a su pueblo a hacer la paz con Dios. Ahora su fe no vaciló.

      Habiendo buscado al Señor en los días de prosperidad, el rey podía confiar en él en el día de la adversidad. Dijo en su oración: “Señor, solo tú puedes ayudar al débil y al poderoso. ¡Ayúdanos, Señor y Dios nuestro, porque en ti confiamos, y en tu nombre hemos venido contra esta multitud!” (vers. 11).

      La fe del rey Asá quedó señaladamente recompensada. “El Señor derrotó a los cusitas cuando estos lucharon contra Asá y Judá. Los cusitas huyeron” (2 Crón. 14:12, 13), y fueron aniquilados.

      Mientras los victoriosos ejércitos regresaban a Jerusalén, “Azarías hijo de Obed [...] salió al encuentro de Asá, y le dijo: [...] El Señor estará con ustedes, siempre y cuando ustedes estén con él. Si lo buscan, él dejará que ustedes lo hallen [...]. Pero ustedes, ¡manténganse firmes y no bajen la guardia, porque sus obras serán recompensadas!” (15:1, 2, 7).

      Muy alentado, Asá no tardó en iniciar una segunda reforma en Judá. “Se animó a eliminar los detestables ídolos que había en todo el territorio de Judá y Benjamín. Luego hicieron un pacto, mediante el cual se comprometieron a buscar de todo corazón y con toda el alma al Señor [...]. Y él se había dejado hallar de ellos y les había concedido vivir en paz con las naciones vecinas” (vers. 8-12,15).

      Los largos anales de un servicio fiel prestado por Asá quedaron manchados por algunos errores cometidos. Cuando, en cierta ocasión, el rey de Israel invadió el reino de Judá y se apoderó de Ramá, ciudad fortificada situada a tan solo ocho kilómetros de Jerusalén, Asá procuró su liberación mediante una alianza con Ben Adad, rey de Siria. Esta falta de confianza solo en Dios en un momento de necesidad fue reprendida severamente por el profeta Jananí, quien se presentó delante de Asá con este mensaje: “También los cusitas y los libios formaban un ejército numeroso, y tenían muchos carros de combate y caballos, y sin embargo el Señor los entregó en tus manos, porque en esa ocasión tú confiaste en él. [...] Pero de ahora en adelante tendrás guerras, pues actuaste como un necio” (16:7-9).

      En vez de humillarse delante de Dios por haber cometido este error, “Asá se enfureció contra el vidente por lo que este le dijo, y lo mandó encarcelar. En ese tiempo, Asá oprimió también a una parte del pueblo” (vers. 10). Finalmente, “en el año treinta y nueve de su reinado, Asá se enfermó de los pies; y aunque su enfermedad era grave, no buscó al Señor, sino que recurrió a los médicos” (vers. 12). El rey murió el año 41º de su reinado y le sucedió Josafat, su hijo.

      Dos años antes de la muerte de Asá, Acab comenzó a gobernar en el reino de Israel. Desde el principio su reinado quedó señalado por una apostasía extraña y terrible. “Hizo más para provocar la ira del Señor, Dios de Israel, que todos los reyes de Israel que lo precedieron”. Actuó como “si hubiera sido poco el cometer los mismos pecados de Jeroboán hijo de Nabat” (vers. 33, 31). Encabezó temerariamente al pueblo en el paganismo más grosero.

      Habiendo tomado por esposa a Jezabel, “hija de Et Baal, rey de los sidonios” y sumo sacerdote de Baal, Acab “se dedicó a servir a Baal y a adorarlo. Le erigió un altar en el templo que le había construido en Samaria” (vers. 31, 32).

      Bajo el liderazgo de Jezabel erigió altares paganos en muchos “altos”, hasta que casi todo Israel seguía en pos de Baal. “Nunca hubo nadie como Acab que, animado por Jezabel su esposa, se prestara para hacer lo que ofende al Señor” (21:25, 26). El casamiento de Acab con una mujer idólatra fue desastroso para él y para la nación. Su carácter fue modelado con facilidad por el espíritu resuelto de Jezabel. Su naturaleza egoísta no le permitía apreciar las misericordias de Dios para con Israel, ni sus propias obligaciones como guardián y conductor del pueblo escogido.

      Bajo la influencia agostadora del gobierno de Acab, Israel se alejó mucho del Dios vivo. La oscura sombra de la apostasía cubría todo el país. Por todas partes podían verse imágenes de Baal y Astarté. Se multiplicaban los templos consagrados a los ídolos. El aire estaba contaminado por el humo de los sacrificios ofrecidos a los dioses falsos. Las colinas y los valles repercutían con los clamores de embriaguez emitidos por un sacerdocio pagano que ofrecía sacrificios al sol, la luna y las estrellas.

      Se enseñaba al pueblo que estos ídolos eran divinidades que gobernaban por su poder místico los elementos de la tierra, el fuego y el agua. Todas las bendiciones del cielo –los arroyos y las corrientes de aguas vivas, el suave rocío, las lluvias que refrescaban la Tierra y hacían fructificar abundantemente los campos– se atribuían al favor de Baal y Astarté, en vez de al Dador de todo bien y don perfecto. El pueblo olvidaba que las colinas y los valles, los ríos y los manantiales, estaban en manos del Dios vivo; y que este regía el sol, las nubes del cielo y todos los poderes de la naturaleza.

      Mediante mensajeros fieles, el Señor mandó repetidas amonestaciones al rey y al pueblo apóstatas; pero esas palabras de reprensión fueron inútiles. Cautivado por la ostentación del lujo y por los ritos fascinantes de la idolatría, el pueblo seguía el ejemplo del rey y su corte, y se entregaba a los placeres embriagantes y degradantes de un culto sensual. En su ciega locura, prefirió rechazar a Dios y su culto. La luz que le había sido daba con tanta misericordia se había vuelto tinieblas.

      Nunca había caído tan bajo en la apostasía el pueblo escogido de Dios. Los “profetas de Baal” eran “cuatrocientos cincuenta”, además de los “cuatrocientos profetas de la diosa Aserá” (18:19). Nada que no fuese el poder prodigioso de Dios podía preservar a la nación de una ruina absoluta. Israel se había separado voluntariamente de Jehová. Sin embargo, los anhelos compasivos del Señor seguían manifestándose en favor de los que habían sido inducidos a pecar, y él estaba por mandarles uno de los más poderosos de sus profetas.

      Capítulo 9

      Elías confronta al rey Acab

      Este capítulo está basado en 1 Reyes 17:1 al 7.

      Entre las montañas al este del Jordán moraba un hombre de fe y oración cuyo ministerio intrépido estaba destinado a detener la rápida diseminación de la apostasía. Sin ocupar un puesto elevado en la vida, Elías inició su misión confiando en que Dios le daría abundante éxito. La suya era la voz de quien clama en el desierto a fin de reprender el pecado y rechazar la marea de mal. Y aunque se presentó para reprender el pecado, su mensaje ofrecía consuelo a las almas enfermas de pecado.

      Mientras Elías veía a Israel hundirse cada vez más en la idolatría, se despertó su indignación. Dios había hecho grandes cosas por su pueblo “para que ellos observaran sus preceptos y pusieran en práctica sus Leyes” (Sal. 105:44, 45). Pero la incredulidad iba separando rápidamente a la nación escogida de la Fuente de su fortaleza. Mientras consideraba esta apostasía desde su retiro en las montañas, Elías se sentía abrumado de pesar. Con angustia en el alma rogaba a Dios que detuviese en su impía carrera al pueblo una vez favorecido, que le enviase castigos si era necesario, para inducirlo al arrepentimiento.

      La oración de Elías fue contestada. Había llegado el momento en que Dios debía hablarle por medio de castigos. Los adoradores de Baal aseveraban que los tesoros del cielo –el rocío y la lluvia– provenían de las fuerzas que regían la naturaleza, y que la Tierra se hacía abundantemente fructífera mediante la energía creadora del sol. Se iba a demostrar a las tribus apóstatas de Israel cuán insensato era confiar en el poder de Baal para obtener bendiciones temporales. Hasta que se volviesen