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del carácter cristiano y para el desarrollo de sus facultades de la mente y el cuerpo.

      La ley de la temperancia debe controlar la vida de cada cris­tiano. Dios debe estar en todos nuestros pensamientos; nunca debemos perder de vista su gloria. Necesitamos desembara­zarnos de toda influencia que pudiese cautivar nuestros pen­samientos y alejarnos de Dios. Tenemos ante Dios la sagrada obligación de gobernar nuestro cuerpo y controlar nuestros apetitos y pasiones de tal manera que no nos aparten de la pu­reza y la santidad ni alejen nuestra mente de la obra que Dios requiere que hagamos. Léase Romanos 12:1.

      Si hubo alguna vez un tiempo en que la alimentación de­bía ser de la clase más sencilla, es ahora. No debe ponerse carne delante de nuestros hijos. Su influencia tiende a excitar y fortalecer las pasiones inferiores, y tiende a amortiguar las facultades morales. Los cereales y las frutas, preparados sin grasa y en forma tan natural como sea posible, deben ser el alimento destinado a todos aquellos que aseveran estar prepa­rándose para ser trasladados al Cielo. Cuanto menos excitante sea nuestra alimentación. Tanto más fácil será dominar las pa­siones. La complacencia del gusto no debe ser consultada sin tener en cuenta la salud física, intelectual o moral.

      La satisfacción de las pasiones más bajas inducirá a muchos a cerrar los ojos a la luz, porque temen ver pecados que no es­tán dispuestos a abandonar. Todos pueden ver si lo desean. Si prefieren las tinieblas a la luz, su criminalidad no disminuirá por ello. ¿Por qué no leen los hombres y las mujeres y se ins­truyen en estas cosas que tan decididamente afectan su fuerza física, intelectual y moral?–Testimonios para la iglesia, t. 2, pág. 316 (1869).

      “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:19, 20).

      No nos pertenecemos. Hemos sido comprados a un precio elevado, a saber, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Si pudiésemos comprender plenamente esto, sentiríamos que pesa sobre nosotros la gran responsabilidad de mantenernos en la mejor condición de salud con el fin de prestar a Dios un servi­cio perfecto. Pero cuando nos conducimos de manera que nues­tra vitalidad se gasta, nuestra fuerza disminuye y el intelecto se anubla, pecamos contra Dios. Al seguir esta conducta no le glorificamos en nuestro cuerpo ni en nuestro espíritu –que son suyos–, sino que cometemos lo que es a su vista un grave mal.

      ¿Se dio Jesús por nosotros? ¿Ha sido pagado un precio ele­vado para redimirnos? Y, ¿no es precisamente por esto por lo que no nos pertenecemos? ¿Es verdad que todas las facultades de nuestro ser, nuestro cuerpo, nuestro espíritu, todo lo que tenemos y todo lo que somos, pertenecen a Dios? Por cierto que sí. Y cuando comprendemos esto, ¡qué obligación tene­mos para con Dios de conservarnos en la condición que nos permita honrarle aquí en la Tierra, en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, que son suyos!

       La recompensa de la santidad

      Creemos sin duda alguna que Cristo va a venir pronto. Esto no es una fábula para nosotros; es una realidad. No tenemos la menor duda, ni la hemos tenido durante años, de que las doctrinas que sostenemos son la verdad presente, y que nos estamos acercando al juicio. Nos estamos preparando para en­contrarnos con el Ser que aparecerá en las nubes de los cielos, escoltado por una hueste de santos ángeles, para dar a los fieles y justos el toque final de la inmortalidad. Cuando él venga, no lo hará para limpiarnos de nuestros pecados, quitarnos los defectos de carácter, o curarnos de las flaquezas de nuestro temperamento y disposición. Si es que se ha de realizar en no­sotros esta obra, se hará antes de ese tiempo.

      Cuando venga el Señor, los que son santos seguirán siendo santos. Los que han conservado su cuerpo y espíritu en pureza, santificación y honra, recibirán el toque final de la inmorta­lidad. Pero los que son injustos, inmundos y no santificados permanecerán así para siempre. No se hará en su favor ninguna obra que elimine sus defectos y les dé un carácter santo. El Refinador no se sentará entonces para proseguir su obra de refinación y quitar sus pecados y su corrupción. Todo esto debe hacerse en las horas del tiempo de gracia. Ahora es cuando debe realizarse esta obra en nosotros...

      Ahora estamos en el taller de Dios. Muchos de nosotros so­mos piedras toscas de la cantera. Pero cuando echamos mano de la verdad de Dios, su influencia nos afecta; nos eleva, y elimina de nosotros toda imperfección y pecado, cualquiera que sea su naturaleza. Así quedamos preparados para ver al Rey en su hermosura y unirnos finalmente con los ángeles puros y santos en el reino de gloria. Aquí es donde nuestro cuerpo y nuestro espíritu han de quedar dispuestos para la inmortalidad.

       La obra de la santificación

      Estamos en un mundo que se opone a la justicia, a la pu­reza de carácter y al crecimiento en la gracia. Dondequiera que miramos, vemos corrupción y contaminación, deformi­dad y pecado. Y ¿cuál es la obra que hemos de emprender aquí precisamente antes de recibir la inmortalidad? Consiste en conservar nuestro cuerpo santo y nuestro espíritu puro, para que podamos subsistir sin mancha en medio de las co­rrupciones que abundan en derredor de nosotros en estos últimos días. Y para que esta obra se realice, necesitamos dedicarnos a ella enseguida con todo el corazón y el enten­dimiento. No debe penetrar ni influir en nosotros el egoís­mo. El Espíritu de Dios debe ejercer perfecto dominio sobre nosotros e influir en todas nuestras acciones. Si nos apro­piamos debidamente del cielo y el poder de lo alto, senti­remos la influencia santificadora del Espíritu de Dios sobre nuestro corazón.

      Cuando hemos procurado presentar la reforma pro salud a nuestros hermanos, y les hemos hablado de la importancia del comer y el beber, y hacer para gloria de Dios todo lo que ha­cen, muchos han dicho por medio de sus acciones: “A nadie le importa si como esto o aquello; nosotros mismos hemos de soportar las consecuencias de lo que hacemos”.

      Estimados amigos, están muy equivocados. No son los únicos que sufrirán como consecuencia de una conducta errónea. En cierta medida, la sociedad a la cual pertene­cen sufre por causa de vuestros errores tanto como ustedes mismos. Si sufren como resultado de vuestra intemperancia en el comer y el beber, los que estamos en derredor o nos relacionamos con ustedes también quedamos afectados por vuestra flaqueza. Sufriremos por causa de vuestra conduc­ta errónea. Si ella contribuye a disminuir vuestras faculta­des mentales o físicas, y lo advertimos cuando estamos en vuestra compañía, quedamos afectados por ello. Si en vez de tener un espíritu animoso son presa de la lobreguez, en­sombrecen el ánimo de todos los que los rodean. Si estamos tristes, deprimidos y angustiados, ustedes, si gozaran de sa­lud, podrían tener una mente clara que nos muestre la salida y dirija una palabra consoladora. Pero si vuestro cerebro está nublado como resultado de vuestra errónea manera de vivir, a tal punto que no pueden darnos el consejo correc­to, ¿no sufrimos acaso una pérdida? ¿No nos afecta seria­mente vuestra influencia? Tal vez tengamos un alto grado de confianza en vuestro juicio y deseemos vuestro consejo, porque “en la multitud de consejeros hay seguridad” (Prov. 11:14).

      Deseamos que nuestra conducta parezca consecuente para quienes amamos, y deseamos buscar el consejo que ellos nos puedan dar con mente clara. Pero ¿qué interés tenemos en vuestro juicio si vuestra energía mental ha sido recargada hasta lo sumo y la vitalidad se ha retirado del cerebro para disponer del alimento impropio que se puso en el estómago, o de una enorme cantidad de alimento aunque sea sano? ¿Qué interés tenemos en el juicio de tales personas? Ellas lo ven todo a través de una masa de alimentos indigestos. Por tanto, vuestra manera de vivir nos afecta. Resulta imposible seguir una con­ducta errónea sin hacer sufrir a otros.

       La carrera cristiana

      “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos