El espíritu de la filosofía medieval. Étienne Gilson

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Название El espíritu de la filosofía medieval
Автор произведения Étienne Gilson
Жанр Философия
Серия Pensamiento Actual
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788432154065



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TEODORO. —Muy bien... Pero el infinito no puede verse sino en sí mismo; pues nada de lo finito puede representar lo infinito. Si se piensa en Dios, menester es que sea. Tal ser, aunque conocido, puede no existir. Se puede ver su esencia sin su existencia, su idea, sin él. Pero no se puede ver la esencia del infinito sin su existencia, la idea del Ser sin el ser». MALEBRANCHE, Entretiens métaphysiques, II, 5. Se comprende que la visión de Dios no ha sido deducida de la Biblia, pero aun la interpretación personal que Malebranche da del argumento de san Anselmo se enlaza con el texto del Éxodo. Fenelón, sin solidarizarse con la metafísica de Malebranche, y declarando que más bien sigue la V Meditación de Descartes, enlaza no menos fuertemente la prueba a la idea de ser: «Es menester, pues, o negar absolutamente que tengamos alguna idea de un ser necesario e infinitamente perfecto, o reconocer que nunca sabríamos concebirlo sino en la existencia actual que hace su esencia». FENELÓN, Traite de Vexistence de Dieu, 2.ª parte, cap. II, 3.ª prueba.

      [33] GAUNILON, Liber pro insipiente, 7; Patr. lat., t. 158, c. 247-248.

      IV.

      LOS SERES Y SU CONTINGENCIA

      Que la realidad sensible no sea la realidad verdadera no es seguramente una revelación traída por el cristianismo. Todo el mundo recuerda a Platón y la manera en que subordina los seres a sus Ideas. Inmutables, eternas, necesarias, las ideas son; en tanto que mudables, perecederas, contingentes, las cosas son como si no fuesen. Todo cuanto tienen de ser les llega de que participan de las ideas; pero no participan solo de las ideas, puesto que sus formas transitorias no son sino reflejos proyectados por las ideas sobre un receptáculo pasivo, suerte de indeterminación tomada entre el ser y el no-ser, que vive una vida miserable y precaria y cuyos flujos y reflujos, como los de un inmenso Euripo, comunican a los reflejos de las ideas que ellos arrastran su propia indeterminación. Todo lo que sobre el particular ha dicho Platón es verdad para un cristiano, pero de una verdad mucho más profunda de lo que jamás pensó Platón y, en cierto sentido, de otra verdad. Lo que distingue a las filosofías cristianas del helenismo es precisamente el hecho de que aquellas se fundan en una idea del ser divino a la cual ni Platón ni Aristóteles se remontaron jamás.

      A veces extraña ver a santo Tomás de Aquino comentar hasta en su letra misma la física de Aristóteles y sutilizar sobre las nociones de acto y de potencia como si a ello estuviera enlazada la suerte de la teología natural. Y lo está, en cierto modo. El lenguaje de Aristóteles es un lenguaje bien forjado, y por eso los conceptos que allí se expresan forman una ciencia; pero siempre se puede encontrar, bajo las expresiones técnicas que utiliza, la realidad misma de que habla, y esa realidad es casi siempre la del movimiento. Nadie ha discernido más claramente que él su carácter misterioso bajo su misma familiaridad. Todo movimiento implica ser, pues si no hubiese nada, nada podría moverse, y el movimiento es, pues, siempre el de alguna cosa que se mueve. Por otra parte, si lo que se mueve fuese plenamente, no estaría en movimiento, pues cambiar es adquirir ser o perder ser. Para llegar a ser algo es menester primeramente no haberlo sido, y a veces hay que dejar de ser otra cosa, de modo que moverse es el estado de lo que, sin no ser nada, no es sin embargo plenamente el ser. Bergson acusa a Aristóteles y a sus sucesores de haber reducido a cosas el movimiento y de haberlo desmenuzado en una serie de inmovilidades sucesivas. Nada menos cierto; y es confundir a Aristóteles con Descartes, quien, en ese punto preciso, es la negación misma de aquel. Todo el aristotelismo medieval, yendo más allá de la sucesión de los estados de lo móvil, ve en el movimiento cierto modo de ser, es decir en el sentido lato, cierta manera de existir, metafísicamente inherente a la esencia de lo que existe así, y, por consiguiente, inseparable de su naturaleza. Para que las cosas cambien, tal como vemos que hacen, no basta con que, estables en sí mismas, pasen de un estado a otro, como el cuerpo se muda de un lugar a otro sin dejar de ser lo que es en la física de Descartes. Es menester, al contrario, que, como en la física de Aristóteles, aun la mudanza local de un cuerpo señale la mutabilidad intrínseca del cuerpo que se muda, de modo que bajo cierto aspecto, la posibilidad de dejar de estar donde está atestigüe la posibilidad de dejar de ser lo que es.

      Esta es la experiencia fundamental que Aristóteles se esfuerza por formular diciendo que el movimiento es el acto de lo que está en potencia en tanto que está en potencia. Es una definición —se admite desde Descartes—, a la cual tenemos derecho de no hacerle caso; y la de Descartes parece seguramente mucho más clara, pero quizá sea, como bien lo vio Leibniz, porque no define en modo alguno el movimiento. No es la definición de Aristóteles lo oscuro, sino el movimiento mismo que ella define: lo que es acto, puesto que es, pero que no es actualidad pura, puesto que deviene y cuya potencialidad, sin embargo, tiende a actualizarse progresivamente, puesto que cambia. Cuando se superan así los vocablos para alcanzar las cosas, no se puede dejar de ver que la presencia del movimiento en un ser es reveladora de cierta falta de actualidad.