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ella rompió el silencio.

      —No quiero que vayas mañana al aeropuerto, prométeme que no irás.

      Estaba claro, no sería una despedida feliz. Al llegar a su casa la abracé y lloramos un poco.

      —Te lo prometo —le dije—, no te voy a olvidar.

      Sin más, abrió la puerta del carro.

      —Adiós —me dijo.

      La seguí con la mirada hasta que entró a su casa y luego conduje hasta la mía. Lloré como si enfrentara una pérdida irreparable.

      ***

      Mi decisión de dejar el deporte fue irrevocable, así se lo comuniqué a Borja, que quedó anonadado con la noticia. Era de esperarse, yo era su única carta ganadora. Sin embargo logró convencerme de acompañarlo hasta fin de año como tutor de los más jóvenes.

      —Una manita suya me caería muy bien, hermano.

      Me comprometí dos veces por semana y tal vez los sábados para practicar. Sentía que me había quitado un peso de encima, era hora de imaginar la vida diferente. Me dirigí a las residencias estudiantiles a encontrarme con Aldemar, hacía varias semanas días que no hablábamos. Lo encontré en su habitación sumergido en el marasmo de siempre.

      —Hermano, lávese esa jeta y salgamos a algún lado.

      Lo invité a una cerveza, comimos pizza y hablamos. Me desahogué con él y le conté de Sarita, y de mi retiro del deporte.

      —Hermano, toca hacer otras cosas, inventarnos otra vaina, yo creo que ya es hora de dejar a Mary Jeanne —me dijo y soltó una carcajada.

      Nunca lo había visto así, hicimos planes. Él quería meterse más con sus compas que trabajaban en política.

      —Estudiemos francés, hermano. En Lenguas los cursos son libres. ¡Y hay unas chinas buenísimas!

      Me pareció una buena idea, en mi colegio siempre fui el mejor en esta clase, además me gustaba la música y tenía buen oído.

      ***

      Una tarde recibí una llamada en casa.

      —Es Aldemar —dijo mi tía.

      —Oiga, hermano, ¡ya tengo el curso!

      —¿Cuál curso?

      —El de francés, ya me inscribí y a usted también, los cursos libres comienzan en junio y terminan en octubre. ¿Entonces sí le hacemos?

      Sorprendido por su eficacia le respondí que sí. Ya había olvidado nuestra última conversación, este era el nuevo Aldemar, nunca lo hubiera creído posible, pensaba que seguiría para siempre con su pasividad y pesimismo. Yo en cambio pasaba por una etapa con días de euforia y otros de gran melancolía, Sarita me hacía falta, recordaba nuestros días felices y me sentía deprimido, habían pasado más de dos meses desde su partida y no tenía ninguna noticia de ella. De sus padres no sabía nada y no me atrevía a ir a su casa a preguntarles. Finalmente decidí ir a visitarlos con la ilusión de buenas noticias. Para mi asombro la casa estaba totalmente a oscuras y parecía vacía. Le pregunté al celador de la cuadra si sabía qué había pasado.

      —Ellos se mudaron casi enseguida que viajó la señorita. Creo que se fueron para el norte.

      «No puede ser», me dije y casi de inmediato me envolvieron oscuros pensamientos. ¿Qué pudo haber pasado? ¿Por qué no me avisaron? Por lo visto no me apreciaban tanto como yo creía.

      Regresé a mi casa atormentado por la incertidumbre. Era la hora del rosario, mi abuela y mi tía rezaban con devoción. Las interrumpí.

      —¿Ustedes sabían que los papás de Sarita se mudaron?

      Molestas por la interrupción se miran unos segundos.

      —Algo sabía, sí, señor —dice mi tía—. No sé a dónde se fueron, Elena no ha vuelto al voluntariado.

      Y continuaron con el rosario.

      6

      Por esa época la gente se mudaba cada vez más hacia los barrios del norte de la ciudad, la inmigración acelerada de otras ciudades, y el crecimiento incontrolado de barrios pobres llamados de invasión habían ido empujando a las personas adineradas hacia los barrios más nuevos y seguros. Entre más lejos del centro de la ciudad, mejor, opinaban muchos. La construcción de Unicentro había acelerado el desarrollo de una gran zona aledaña casi deshabitada hasta entonces. Hablar de vivir por allá sonaba como irse a otra ciudad. Recuerdo haber escuchado a mi tía comentarle a mi abuela si se animaba a mudarse para el norte.

      —No, mija, déjeme aquí tranquila, ya estoy muy vieja para eso.

      Mi tía y mi abuela eran personas adustas, hablaban mucho, reían poco, su vida estaba marcada por profundas convicciones religiosas, y pensaba yo, por la muerte de mi padre y de mi abuelo paterno. La familia prácticamente se deshizo y ellas tuvieron que asumir la carga del trabajo. Cada mes venía un pequeño camión cargado de frutas y verduras de la finca de Anolaima. Los campesinos que las traían eran hombres afables y respetuosos. Se sentaban a la mesa con nosotros y nos ponían al día con las noticias del campo. Mi abuela quería saber de sus vecinos y preguntaba mucho. Después de comer mi tía se encerraba en su oficina con ambos y conversaban un rato. Seguramente le rendían cuentas y hacían planes de trabajo.

      ***

      Yo había ido varias veces a la finca con mi tía, quedaba a unas tres horas de viaje en el carro. Al llegar al pueblo tocaba seguir adelante unos cinco kilómetros más por una carretera destapada. De hecho, la carretera estaba destapada desde Bogotá casi en su totalidad. Allí parábamos al lado de los ranchos destartalados que servían de reposo y donde vendían chicha y cerveza y algunos alimentos. Los peones nos esperaban con las bestias ensilladas, de ahí en adelante el camino era más tortuoso aún. Había que bajar por unas laderas con caminos angostos y fangosos durante cuarenta minutos, era verdaderamente fatigante. La vegetación era exuberante. El aroma de las frutas era increíble, parábamos a comer guayabas dulces recogidas en el sitio, el penetrante olor de las mandarinas llegaba a lo largo del camino. Era una tierra feraz y agradecida. Por toda la colina se veían los sembrados de café y finalmente, allá en el fondo, aparecía la casa de mis abuelos, ahora ocupada por los campesinos.

      En medio de los arreos y los gritos de bienvenida, la recua se amontonaba justo a la entrada de la casa, con sus cuerpos calientes botando un vaho inquietante. La casona hecha de materiales pobres estaba casi destruida, extrañamente las habitaciones de mis abuelos parecían en buen estado. Dormíamos en pequeñas camas duras y nada confortables, los baños soltaban chorros de agua helada, no había inodoros. Tocaba usar letrinas o buscar un sitio entre los árboles, muchas veces en presencia del ganado.

      Pese a todo me entusiasmaba la belleza del lugar, los olores, la sencillez de la gente. Admiraba la rudeza de los hombres y la dedicación de todos al trabajo. Normalmente nos quedábamos tres días en los que hacíamos un recorrido por los sembrados y el trapiche. Y se revisaba el ganado, unas pocas vacas y sus crías, pero mi tía tomaba nota de todo juiciosamente. Los campesinos me llaman «Patroncito» y trataban de complacerme todo el día. A eso de las seis de la tarde quitaban la energía y todo quedaba en penumbras, apenas alumbrados por la escasa luz de las velas. Cenábamos, se rezaba el rosario. Los peones contaban historias y reían estruendosamente. A las siete de la noche nos íbamos a dormir, el silencio era sobrecogedor. Aparte del chillido de chicharras o el de los búhos y el canto de los sapos no se escuchaba nada más, la oscuridad era impresionante. A eso de las cuatro y media de la mañana comenzaba el movimiento, se escuchaban los cascos de las bestias, y el ruido incesante de los pasos en el zaguán de la entrada. El canto de los gallos, el alboroto de las gallinas y pollitos eran llamados de la naturaleza para iniciar la jornada que llegaban a mis oídos como un bálsamo.

      Mi sitio preferido era el trapiche, estaba situado a unos trescientos metros de la casa. De lejos se podía ver una construcción sin puertas ni paredes, era como una gran bodega construida con materiales