De la angustia al lenguaje. Maurice Blanchot

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Название De la angustia al lenguaje
Автор произведения Maurice Blanchot
Жанр Документальная литература
Серия La Dicha de Enmudecer
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788413640105



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la que se la quiere captar la pretensión de estar asimismo absolutamente determinada por uno de los dos términos entre los cuales oscila).

      La ambigüedad no es, sin embargo, una solución para el escritor angustiado. No puede ser pensada como una solución. Desde el momento en el que forma parte de un proyecto y en el que aparece como la expresión de un cálculo, deja que se pierda la multiplicidad que es su naturaleza y cristaliza bajo el aspecto de un artificio cuya complejidad exterior está constantemente reducida por la intención que la hizo nacer. Puedo leer un poema con doble, triple, quizá nulo sentido, pero no dudo acerca del sentido de esos distintos sentidos y veo en ellos la resolución de llegar a mí mediante el enigma. Allí donde el enigma se muestra como tal, se desvanece. Solo es enigma cuando no existe en sí mismo, cuando se oculta tan profundamente que se sustrae en aquello que hace que su naturaleza sea sustraerse. El escritor sumido en la angustia se encuentra con su angustia como si fuese un enigma, pero no puede recurrir al enigma para obedecer a la angustia. No puede creer que, al escribir bajo la máscara, al tomar prestados tantos pseudónimos, al tornarse desconocido, salde las cuentas con la soledad que tiene por destino aprehender en el acto mismo de escribir. No tiene los medios al ser él mismo enigma, enigma como escritor que ha de escribir y no escribir, de ser fiel, mediante el enigma, a su naturaleza enigmática. Se conoce como tormento, pero dicho tormento no está encerrado en un sentimiento particular, no es más tristeza que alegría, tampoco es el conocimiento que se experimenta en lo incognoscible que lo funda; tormento que se justifica con todo y se desembaraza de todo, que se adapta a cualquier objeto y escapa, a través de cualquier objeto, a la ausencia de objeto, que creemos captar en el estremecimiento mediante el cual la muerte está ligada al sentimiento de ser, pero que torna irrisoria la muerte en relación con el vacío que aquel cava y que, sin embargo, no permite que lo rechacemos, que, por el contrario, exige que lo padezcamos y lo queramos, y convierte su liberación en un tormento peor, recargado de aquello que lo aligera. Decir de dicho tormento: lo obedezco al abandonar a la oscilación mi pensamiento escrito, al expresarlo mediante una clave, es representarlo como no teniendo interés para mí sino en el misterio en el que se muestra; sin embargo, no lo conozco ni como misterioso ni como familiar, ni como clave de un mundo sin clave, ni como respuesta a la ausencia de pregunta; si me expone al enigma, es rechazando vincularme con el enigma; si me desgarra con la evidencia, es justamente desgarrándome; está ahí, de eso estoy seguro, pero está ahí en la oscuridad, y no puedo mantener esa certeza sino en el derrumbamiento de todas las condiciones de la certeza y, en primer lugar, de aquello que yo soy cuando estoy seguro de que está ahí.

      Si la ambigüedad fuese, para el hombre angustiado, el modo esencial de su revelación, habría que creer que la angustia tiene algo que revelarle que, sin embargo, él no puede captar; que lo pone en presencia de un objeto del que solo siente la ausencia vertiginosa; que le anuncia, con el fracaso y también con el hecho de que el fracaso no pone fin a nada, una posibilidad suprema a la que, en cuanto hombre, ha de renunciar, pero cuyo sentido y cuya verdad puede al menos comprender con la existencia de la angustia. La ambigüedad supone un secreto que sin duda se expresa al desvanecerse, pero que, en dicho desvanecimiento, se deja entrever como posible verdad. Hay un más allá en el que quizá, si yo lo alcanzase, solamente me alcanzaría a mí mismo, pero que también tiene un sentido fuera de mí, e incluso para mí no tiene más que ese sentido de estar absolutamente fuera de mí. La ambigüedad es el lenguaje que mantiene un mensajero que querría enseñarme aquello que no puedo aprender y que, completando su enseñanza, me advierte de que no aprendo nada de lo que él me enseña. Semejante creencia equívoca no está ausente de determinados momentos de la angustia. Pero a su vez la angustia solamente puede desgarrarla en todo lo positivo que aquella todavía tiene. La transforma en un peso que aplasta y que no obstante se reduce a nada. Convierte esa boca que habla, que habla con habilidad mediante la confusión de las lenguas, mediante el silencio, la verdad, la mentira, en el órgano condenado a hablar apasionadamente para no decir nada. Conserva la ambigüedad, pero le retira su cometido. De esa lectura llena de contrasentidos que mantiene al espíritu en vilo con la esperanza de una verdad incognoscible, aquella no deja subsistir más que el laberinto de los múltiples sentidos en el que el espíritu prosigue su búsqueda sin la esperanza de una verdad posible.

      La angustia no tiene nada que revelar y a su vez es indiferente a su propia revelación. Le trae sin cuidado que se la revele o no; arrastra al que se ha unido a ella hacia esa forma de ser en la que la exigencia de decirse ya está superada. Kierkegaard ha convertido lo demoniaco en una de las formas más profundas de la angustia, y lo demoniaco se niega a comunicar con el afuera y no quiere hacerse manifiesto; aunque quisiera, no podría; está confinado en aquello que lo hace inexpresable; está angustiado por la soledad y por el miedo a que la soledad se pueda quebrantar. Pero eso se debe a que, para Kierkegaard, el espíritu se ha de revelar, la angustia viene de que, al ser imposible cualquier comunicación directa, encerrarse en la interioridad más aislada aparece como la única vía auténtica para ir hacia el otro, una vía que a su vez solo tiene salida si se impone como sin salida. La angustia, no obstante, por mucho que pese como una piedra sobre el individuo del que aplasta y hace pedazos lo que tiene en común con los hombres, no se detiene en esa tragedia de la mutilación y, con el fin de hacer que salga del refugio en donde vivir es vivir secuestrado, se vuelve contra la individualidad misma, contra la aspiración enloquecida, desgarrada y desgarradora, de no ser sino ella misma. La angustia no le permite al solitario estar solo. Lo priva de los medios de tener relación con otro, tornándolo más ajeno a su realidad de hombre que si de repente quedase transformado en algún parásito; pero, una vez despojado de ese modo y listo para sumirse en su monstruosa particularidad, la angustia lo expulsa fuera de sí y, en un nuevo tormento que aquel experimenta como una irradiación sofocante, lo confunde con lo que no es, convirtiendo su soledad en una expresión de su comunicación, y esa comunicación en el sentido que adquiere su soledad y, siguiendo con esa sinonimia, en una nueva razón de ser angustia añadida a la angustia.

      El escritor no escribe para expresar el desvelo que es su ley. Escribe sin meta, en un acto que posee, sin embargo, todas las características de una composición meditada y cuyo desvelo requiere, en todo momento, su realización. No busca expresar su yo angustiado, ni tampoco ese yo perdido para sí; de nada le sirve esa ansiedad que quiere manifestarse, como si, manifestándose, soñase con que se libera; el escritor no es su portavoz o el portavoz de una verdad inaccesible que estaría ahí; obedece a una petición y la respuesta que hace pública no tiene nada que ver con dicha petición. ¿Acaso hay en la angustia un vértigo que le impida ser comunicada? En un sentido, sí, puesto que parece insondable; el hombre no puede decir su tormento; su tormento se le escapa; cree que no podrá expresar de qué va; se dice a sí mismo: jamás traduciré fielmente este sufrimiento. Pero es porque se imagina que hay algo que traducir; se representa su situación según el modelo de todas las demás situaciones humanas; quiere formular su contenido; persigue su significado. En realidad, la angustia no tiene unos entresijos misteriosos; toda ella está en la evidencia que hace que se note que está ahí; queda revelada por entero cuando alguien dice: estoy angustiado; se podrán escribir volúmenes para expresar lo que no es la angustia, se la podrá describir bajo sus más notables formas psicológicas, se la relacionará con nociones metafísicas fundamentales; en todo ese revoltijo no habrá nada más de lo que hay en las palabras: estoy angustiado; y esas mismas palabras significan que no hay otra cosa que no sea la angustia.

      ¿Por qué le repugnaría a la angustia ser convocada afuera? Es tanto el afuera como el adentro. El hombre en el que se ha hecho manifiesta (lo cual no quiere decir que le haya mostrado el fondo de su naturaleza, puesto que no hay fondo alguno), el hombre al que ha atrapado profundamente se deja ver en las distintas expresiones bajo las cuales lo atrae; él no se muestra con complacencia y no se esconde con escrúpulo; no está celoso de su intimidad, no huye ni busca lo que la quebranta; no puede conceder una importancia definitiva a su soledad ni a su unión; angustiado cuando se niega, más angustiado cuando se entrega, siente que está ligado a una exigencia que el sí o el no de la realidad no pueden alterar. Del escritor que se da cuenta de toda la paradoja de su tarea con esa pasión siempre encubierta que siempre quiere desvelar, hay que decir que lleva a cabo su tortura, que la convierte en una cosa, que se la adjudica como un objeto que hay que representar, inaccesible sin duda alguna pero análogo, no obstante, a todos los objetos que el arte tiene como función