Название | Destructor de almas, te saludo |
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Автор произведения | Nina Renata Aron |
Жанр | Философия |
Серия | Para estar bien |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786075572949 |
¿Dónde estás?, pregunté.
En casa, le temblaba la voz. Yo…
¿Qué sucede?, insistí. ¡Lucia!, pensé, con respiración entrecortada. ¿Qué es, Anya? ¡Dímelo!
Lorenzo murió anoche, respondió. De sobredosis. No estaba con Lucia, no estaba en casa, pero ella está alteradísima. Mamá y papá acaban de marcharse a la ciudad para traerla.
Una punzada de temor me sobrecogió y dobló mi cintura. Lucia y Lorenzo vivían juntos. Estaban locos el uno por el otro. Tenían planeado casarse el mes siguiente. Parpadeé y lo imaginé azul, tieso. No como lo vi la última vez, descalzo y sin camisa, bronceado y feliz, mientras le daba una larga chupada a un cigarro en el departamento de la Tenth Avenue al que acababan de mudarse. Tenía veintiún años.
Había escuchado en demasiadas ocasiones que mis padres reprendían o imploraban a Lucia para recordarle que bastaba con un solo tropiezo, que esto era cuestión de vida o muerte. Ahora había sido de muerte, la cual se había anunciado sola y nos advertía, en forma abrupta e irrevocable, que era mucho lo que estaba en juego.
Mi padre pasó a recoger a mamá en la miniván Nissan negra que aún tenía, el auto familiar al que llamábamos el “coche de caballos”, y ambos iban de camino a Brooklyn. Mi madre temía que Lucia se quitara la vida en el ínterin. Miró a Anya a los ojos antes de que partiera con mi padre, le pasó el auricular y le dijo con tono solemne: No cuelgues este teléfono hasta que oigas mi voz al otro lado.
¿Así que hablaste con Lucia todo este tiempo?, pregunté.
Sólo lloraba, dijo. Lloró tanto que no le entendí nada.
¿Estás sola ahora? ¿Te encuentras bien?
Rebecca se iba a quedar a dormir, contestó. De repente le llamó a su mamá para que viniera a recogerla.
¿Querías que se quedara?, proseguí.
Todo era demasiado raro… calló. No sé. Seguro se habría quedado, pero pronto regresarían con Lu, y ella está destrozada.
Su sangre fría era inquietante. ¿O se trataba de insensibilidad? Quizás estaba en shock. Protegida contra los peores problemas de la familia, era probable que no habría visto venir esto. Aun así, hasta entonces no conocíamos a nadie que hubiera muerto joven. ¿Cómo podía estar sola en casa y pensar en el cadáver fresco del querido Lorenzo de Lucia sin sentir un temor que le calara los huesos? Pensé varias veces en esa conversación de mis hermanas, una pequeña burbuja en un trauma muy doloroso, aquellos cuarenta minutos entre las dos, a cinco mil kilómetros de mí. Una joven de dieciséis años que buscaba palabras para curar la herida de la pena más reciente de su hermana mayor.
Volaré a casa, le dije. Voy para allá. Empacaré ahora mismo y estaré ahí lo más pronto posible. Pero no me cuelgues ahora. Te acompañaré hasta que lleguen a casa.
No es necesario, dijo con un hilo de voz, cargada de firmeza pese a todo. Estoy bien. Acá nos vemos.
En el departamento de San Francisco, me sumergí estupefacta en un baño de agua tibia bajo el reflejo deslumbrante de la débil luz del techo en las molduras nuevas. Rachel y Kat se sentaron en el suelo junto a la tina y no cesaban de mirarme. Mis padres llamaron cuando volvieron a casa, y luego él compró para mí un boleto de emergencia y llamó otra vez para darme los detalles. Las chicas me llevaron al aeropuerto y me despidieron con un fuerte abrazo. Llama cuanto quieras, dijo Kat y me apretó las manos por última ocasión. Llama todo el tiempo. Rachel tomó mi cara entre sus manos y me besó en la boca. Te quiero y sé que eres valiente, me dijo. A tan temprana hora, todo se movía en el aeropuerto. Un aroma a café ordinario llenaba el amplio y largo espacio. Compré un periódico y traté de resolver el crucigrama. Escribí en mi diario sobre la heroína, que ahora me sujetaba con su zarpa al otro lado del país y me reclamaba en casa. Mi idilio —la fantasía de distancia constituida por California— me había sido arrebatado por ella. Antes de salir, le llamé a K desde un teléfono público y le dije que no sabía cuándo regresaría ni si lo haría.
Capítulo cinco
En casa, mis padres habían perdido el juicio. El miedo, la zozobra y el dolor se combinaron para componer una demencia pasajera que los volvía vulnerables, ultra-presentes y muy distraídos al mismo tiempo. Papá no había regresado a casa pero tampoco se había marchado del todo. No recuerdo dónde estaba el novio de mamá; ¿ella le había pedido que se ausentara? Es muy probable. Nuestra familia era de las que apartan a los extraños y cierran filas cuando se presenta una emergencia. Los cinco miembros originales pasamos varias semanas juntos. Mis padres se instalaron en el teléfono, donde echaron mano de la red de médicos, directores de programas e instituciones y otras personas en poder de compartir con nosotros su capital cultural, relaciones y saberes. Nunca faltaba el conocido del conocido de un conocido… En tiempos de crisis, los judíos montan un espectáculo impresionante. Pero aunque teníamos varias cosas a nuestro favor —piel blanca, acceso a préstamos, doctores a los cuales recurrir—, las drogas nos habían demostrado que no discriminan a nadie. Operábamos como si fueran a llevarse a mi hermana de un momento a otro.
En una casa distante, la familia de Lorenzo se ocupaba de sus propias llamadas telefónicas, salvo que ella buscaba flores, un ataúd, a un sacerdote. No le quedaba por quién preocuparse, nadie —ningún cuerpo— que salvar, y la culpa de esta disparidad, de la retorcida y estrecha bifurcación del destino que había dictado que fuese el hijo de otros quien comprara el lote fatal, contribuía asimismo a la locura de mis padres.
Era abril y tuve que soportar el completo reemplazo de la flora de San Francisco, a la que ya me había acostumbrado: las rosas y amapolas silvestres de la California en tecnicolor, las enredaderas con flores de un naranja subido, fucsia y rojo carmín que ascendían por agrietadas paredes de estuco color durazno. En Nueva Jersey todo ofrecía la apariencia de un foro de Los Soprano y se sentía igual que en la infancia. Cemento. Cielos cargados de nubes que no cesaban de avanzar o giraban como un carrusel. De manera intermitente, azafranes o narcisos tímidos y dispersos coqueteaban encantadoramente con la naciente primavera. Cada calle y patrón me resultaban conocidos, como el papel tapiz memorizado en la cuna. Así acontecía con las palaciegas residencias de la colina y al pie las modestas viviendas como cajas, de aluminio y ladrillo, dispuestas en una variedad limitada de tonos apagados propios del desayuno: avena, mantequilla, café con crema.
Pedíamos comida preparada y llorábamos. Íbamos en parejas a Watchung Plaza por cafés con avellana de medio litro, que aclarábamos con leche descremada, y por bagels con ajonjolí y queso crema. A la farmacia cvs en Valley Road a comprar pañuelos desechables, Tampax y Visine. Y después regresábamos al redil y éramos de nuevo los cinco en el búnker de la que en otro tiempo fue nuestra residencia familiar. Cada habitación había sido embellecida conforme a las especificaciones del elevado estilo rústico de mi madre, y yo lo saboreaba en tanto las recorría sin maquillaje, con una camiseta vieja y en pantalones de pijama. Había vivido ocho meses en el húmedo y extraño paraíso del norte de California bajo un clima en cambio permanente que volvía loco mi termostato interno y al que no me había adaptado aún. Ningún ritmo diario había sido establecido ni por error en una ciudad verde en la que Rachel, Kat y yo éramos completamente libres, nos valíamos por nosotras mismas y compartíamos todo lo que ganábamos y robábamos en nuestros seis empleos.
En casa, recordé qué se sentía que no tuviese que hacerme responsable de mí. Había echado de menos esta seguridad suburbana. Una sobria pila de toallas limpias me aguardaba en el armario de la ropa blanca, y en el refrigerador una inagotable provisión de queso de hebra y yogur libre de grasa. Grandes cajas de pretzels de masa fermentada hacían guardia en la alacena. Incluso bajo el manto del dolor,