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vivir consigo misma. La búsqueda le otorgaba un propósito. Le permitía sentir que estaba haciendo algo por su hermana menor, sabiendo que no había hecho lo suficiente por Nicole cuando sus esfuerzos podrían haber sido notados. Livia aún soñaba vívidamente con su teléfono móvil iluminado, vibrando y sonando una y otra vez con el nombre de Nicole en la pantalla. Aquella noche había tenido en la mano el móvil, pero había decidido no responder. La medianoche de un sábado no era nunca un buen momento para hablar con Nicole y Livia había decidido evitar cualquier drama que se estuviera produciendo al otro lado del teléfono.

      Ahora, viviría sin saber si aceptar esa llamada cuando Nicole desapareció hubiera significado alguna diferencia para su hermana menor. Por todo esto, imaginar un momento del futuro en el que podría redimirse y ayudarla con las habilidades de sus manos y su mente era la energía que necesitaba para avanzar por la vida.

      Una vez terminadas las rondas matutinas con el doctor Colt y los otros becarios, Livia se concentró en la autopsia individual que le habían asignado ese día. Un claro caso de drogadicción y muerte por sobredosis. El cadáver yacía sobre la mesa de Livia y los tubos con los que los paramédicos habían tratado de salvarlo aún le colgaban de la boca. El doctor Colt requería que una autopsia de rutina —entre las que se incluían aquellas producidas por sobredosis— se completara en cuarenta y cinco minutos. A dos meses del inicio de sus prácticas como becaria, Livia había disminuido su tiempo de dos horas a una hora y media. Lo único que el doctor Colt exigía a sus becarios era que evolucionaran y Livia Cutty lo estaba logrando.

      Hoy le había llevado una hora y veintidós minutos realizar el examen interno y externo del caso de sobredosis que tenía delante; determinó que la causa de muerte había sido un fallo cardiaco debido a intoxicación aguda con opiáceos. Modo de la muerte: accidental.

      Livia se encontraba terminando con el papeleo en la oficina de los becarios cuando el doctor Colt golpeó la puerta abierta.

      —¿Qué tal tu mañana?

      —Sobredosis de heroína, nada fuera de lo normal —respondió Livia desde detrás del escritorio.

      —¿Tiempo?

      —Una hora y veintidós minutos.

      El doctor Colt frunció el labio inferior.

      —Con solo dos meses aquí, está muy bien. Mejor que los demás becarios.

      —Usted dijo que no se trataba de una competición.

      —No lo es —respondió el doctor Colt—; pero hasta el momento, vas ganando. ¿Puedes hacer otra hoy?

      La rutina de los médicos supervisores incluía realizar múltiples autopsias a diario y se esperaba que los becarios aumentaran la carga una vez que reducían su tiempo y aprendían a lidiar con la abrumadora montaña de papeles que representaba cada cadáver.

      El año de Livia como becaria transcurría de julio a julio, trabajando cinco días a la semana con períodos fuera de la sala de autopsias observando otras especialidades relacionadas, dos semanas acompañando a los investigadores médico-legales, más días de asistencia a los tribunales o participando de simulacros de juicios con estudiantes de Derecho. Livia tenía claro que, para llegar al número mágico de 250 autopsias que garantizaba el programa, con el tiempo iba a tener que realizar más de un caso individual por día.

      —Por supuesto —respondió sin vacilar.

      —Bien. Estamos esperando un cadáver flotante. Un par de pescadores lo ha encontrado debajo de su barca esta mañana.

      —Termino con los papeles y comienzo en cuanto llegue.

      —Informarás de los resultados en las rondas de la tarde —le indicó el doctor Colt. Sacó una libretita del bolsillo superior de su bata y anotó un recordatorio mientras abandonaba la oficina.

      EL CUERPO LLEGÓ A LA una de la tarde, lo que le daba a Livia dos horas para realizar la autopsia, limpiar todo y preparar las notas antes de las rondas de las tres. Estas eran el evento más interesante del día, cuando los becarios presentaban los casos al personal de la Jefatura. El público incluía al doctor Colt y a otros médicos que instruían a los becarios, a los especialistas en patología que colaboraban con los casos, a estudiantes de Medicina visitantes y a residentes de patología. En una de esas tardes, Livia podía tener treinta personas observándola presentar su caso.

      Si los becarios no estaban seguros de los detalles de los casos que presentaban, resultaba dolorosamente obvio y muy desagradable. No había forma de disimularlo. Era imposible ocultarse estando en la jaula, como llamaban a la sala de presentación donde se llevaban a cabo las rondas de la tarde. Rodeada por una cerca de alambre, que más que allí merecía estar en el jardín trasero de alguna casa de la década de los setenta, la jaula era un lugar temido por los becarios nuevos. Estar frente a toda esa gente resultaba un desafío estresante. Pero se suponía que, a medida que avanzaba el año, se tornaría más fácil.

      —No te preocupes —le dijo un becario recién graduado cuando Livia lo sustituyó en julio—. Odiarás la jaula al principio, pero después te encantará. Terminas por encariñarte con ella.

      Después de dos meses trabajando allí, no había indicio alguno de una incipiente relación de afecto entre ambas.

      Livia terminó el papeleo relativo al caso por sobredosis de heroína y regresó a la sala de autopsias. Se cubrió el uniforme con una bata azul desechable, se protegió las manos con guantes triples y se colocó la mascarilla cubriéndole la cara mientras los investigadores entraban con la camilla por la puerta trasera de la morgue y la situaban junto a la mesa de autopsias. En un quirófano esterilizado, la ropa quirúrgica protege al paciente del médico. En la morgue, sucede lo contrario. Algodón, látex y plástico eran todo lo que había entre Livia y cualquier enfermedad o infección que se encontrara en el interior de los cadáveres que diseccionaba.

      Los investigadores de la escena del crimen levantaron el cuerpo —que estaba dentro de la característica bolsa de plástico negro— sosteniéndolo de la cabeza y de los pies para pasarlo a la mesa de autopsias. Livia se acercó mientras escuchaba los detalles de boca de los investigadores: un cadáver masculino flotando había sido descubierto por dos pescadores a las siete de la mañana. Descomposición avanzada y una fractura de pierna muy evidente, producida por haberse tirado desde algún sitio.

      —¿A qué distancia está el puente más cercano al lugar donde han encontrado el cuerpo? —preguntó Livia.

      —Ocho kilómetros —respondió Kent Chapple, uno de los investigadores.

      —Mucha distancia para flotar.

      —El estado avanzado sugiere que ha estado mucho tiempo en el agua —dijo Kent—. Así que Colt te ha dado a ti el caso, ¿eh?

      Desde la bolsa negra chorreaba agua que caía por los orificios de la mesa y se depositaba en el recipiente inferior. Un cuerpo extraído del agua salada nunca es un espectáculo agradable. Los suicidas, por lo general, mueren con el impacto y más tarde se hunden. Aparecen flotando solo después de que empieza el proceso de descomposición, en el que las bacterias intestinales fermentan y se alimentan de las entrañas, liberando gases nocivos dentro de la cavidad abdominal, lo que literalmente levanta a los muertos. Este proceso puede llevar de horas a días y, cuanto más tiempo pasa el cuerpo sumergido antes de emerger, en peores condiciones está cuando finalmente entra en la morgue.

      Livia sonrió detrás de la mascarilla transparente.

      —¡Qué suerte tengo! —bromeó. Abrió el cierre y observó mientras Kent y su acompañante apartaban la bolsa negra. Notó de inmediato que el cuerpo estaba muy descompuesto, más que cualquier otro cadáver flotante que hubiera visto antes. Le faltaba gran parte de la epidermis y, en algunas zonas, todo el grosor del sistema tegumentario, lo que dejaba solo músculos, tendones y huesos a la vista.

      Los investigadores colocaron la bolsa chorreante sobre la camilla.

      —Suerte —le deseó Kent.

      Livia