—Pero, padre, tengo el camión cargado y don José me está esperando para entregarme el manifiesto de carga y quiere que salga de inmediato para Perito Moreno.
—No puedo esperar —replicó el cura—. Vamos y yo le explico después a don José.
—¿Y si me echan de la pega?
—Te contrato de sacristán, total ya eres casi santo con todo el vino de misa que te has tomado —replicó el cura riendo y se subió al camión, dejándolo sin alternativa.
Recorrieron los veinte kilómetros del camino de ripio que llevaba al aeródromo, con gran presión del cura que le pedía permanentemente ir más rápido para no perder el avión.
Llegaron cuando ya el pequeño monomotor se encontraba iniciando su marcha en uno de los cabezales del aeródromo.
—¡Sonamos, padre!
—No —replicó este—, métete a la cancha y colócate delante para que no pueda despegar. ¡Ya pues, hombre, apúrate si todavía no alcanza velocidad, está recién comenzando a andar!
Al ver la maniobra del vehículo, el avión detuvo su marcha y un enfurecido piloto se bajó y corrió hacia el camión dispuesto a encarar al atrevido. Al mismo tiempo, el padre Pablo se bajaba y caminaba hacia el piloto. Al ver desde lejos la sotana del cura, el piloto sonrió y, moviendo la cabeza, le gritó,
—¡Tenía que ser el padre Pablo!
Ambos se saludaron y abrazaron efusivamente, riéndose de la situación.
El piloto accedió de buena gana a la solicitud del cura, en tanto que Abel, después de ver despegar la pequeña nave, fue a dar explicaciones a su patrón, quien, al igual que el piloto, sacudiendo la cabeza, dijo:
—¡Ese padre Pablo!
Auil le entregó el manifiesto y pudo emprender su viaje a Perito Moreno, del cual regresó dos días después. Tan solo presentarse ante su patrón, este le preguntó.
—¿Supiste lo que le pasó al padre Pablo?
—No, ¿pasó algo malo?
—Su avión se estrelló al aterrizar en Balmaceda, el piloto murió y el padre Pablo fue llevado a Puerto Montt en un avión de la Fach… Dicen que iba muy mal y al parecer solo están esperando que se muera.
Quedó consternado ante la noticia.
—Tanto que se apuró —dijo—. Seguramente estaba en su hora.
Pero el sacerdote sobrevivió. Después de dos meses, fue dado de alta en Puerto Montt y enviado al hospital de Chile Chico para terminar de sanar las múltiples fracturas que sufrió con el impacto. Afortunadamente, se comentaba, el avión no explosionó al caer.
En cuanto el cura llegó a Chile Chico, se dirigió de inmediato al hospital a visitarlo. Debió esperar como dos horas para que lo autorizaran a ingresar, junto con su patrón, debido a la gran cantidad de personas que concurrieron a saludar al cura, muy querido en la pequeña localidad.
Lo saludaron muy emocionados y contentos por tenerlo de nuevo de vuelta. El cura estaba de buen ánimo, aunque enyesado de sus dos piernas y un brazo.
—Pucha, padre —dijo Abel—; parece que Dios le quiso hacer una desconocida.
—Claro que sí —replicó este—, pero la culpa es tuya, bandido, porque como un par de veces me has dejado sin el vino del Obispado, he tenido que comprar vino añejo aquí en la botillería para hacer la misa y no es lo mismo que el vino consagrado por la iglesia.
Sonrieron los tres y Auil le preguntó:
—¿Y qué pasó, padre?
—Fue el viento —dijo el cura—. Todo el viaje fue muy turbulento y al llegar a Balmaceda había un terrible temporal que levantaba piedras desde la cancha de aterrizaje y formaba una verdadera nube de polvo. Estaba el diablo desatado, el avión se bamboleaba de un lado a otro como una hoja de papel al viento y se atravesaba de un lado a otro de la cancha. Cuando estaba a punto de tocar tierra, la fuerza del viento lo sacaba de la pista y entonces el piloto, don Raúl, me dice: «¡Afírmese, padre, que tengo que tirarlo al suelo, porque ya se nos acaba la pista!». Alcancé a ver el suelo que se nos vino encima de repente y desde ahí no supe nada más, hasta que recuperé el conocimiento en el hospital de Puerto Montt. Siento mucha pena por don Raúl, hizo todo lo que pudo, que Dios lo tenga en su Santo Reino, amén.
El padre Pablo estuvo como treinta días convaleciente en el hospital y lo visitó cada vez que podía entre los viajes que le encomendaba su patrón y, en su presencia, el cura siempre aprovechaba para contarle a sus otros visitantes, la anécdota del vino de misa, «culpándolo» por su accidente.
Después le tocó a él ser visitado por su amigo cura, en Puerto Aysén, donde fue trasladado, afectado por una peligrosa peritonitis, en un pequeño avión forrado en lona, conseguido por su patrón José Auil, y que aterrizó en la ribera opuesta del río Aysén, desde donde fue llevado en bote al hospital.
—Esto le pasó a este hereje por tomarse el vino de la misa —les decía el padre, entre risas, a los otros visitantes.
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