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los panes al rescoldo a una mujer que paseaba, los niños fueron en pos de una empanada, a pesar de que ella a veces les daba. Corrieron desbocados entre la gente, hasta sentirse seguros. Entonces se detuvieron a comer. Casi de inmediato, apareció el Matón Leyton.

      ―Mono, acuérdate de ir a la Quinta del señor Quintana. Te comerá vivo esa bestia que tiene como guardián. ―Su voz era tenebrosa al dirigirse a Orlando, quien debía mostrarle su valentía e ir a ese lugar, permanecer mucho rato, robar algo, y enfrentar a ese ser grande casi humano, con largos colmillos.

      ―Sí, iremos.

      Al retirarse Leyton, se miraron. Irían al día siguiente.

      Era una calurosa jornada de verano. Caminaron hacia las redes de alambres y los pinos de tres metros que limitaban con Lo Ovalle. Eran las cuatro de la tarde. Para pasar agrandaron un orificio en esa maraña de metal y cruzaron la calle de tierra para llegar a la Quinta.

      Una vez dentro comenzaron a recolectar duraznos, manzanas y naranjas. Sanhueza, desde arriba de los árboles, arrojaba las frutas a sus compañeros.

      ―¡Ya, Mono, recibe! ―Le pasó el botín.

      Mientras distraídos probaban las frutas, de pronto, fueron sobresaltados por unos silbidos; uno provenía del camino de tierra y otro del centro. Los muchachos callaron y oyeron los ladridos acercarse.

      ―¡Corran!

      Huyeron veloces, temerosos de ser alcanzados. Avanzaron un buen tramo para encontrar la entrada y, pese a la situación, no soltaron lo que llevaban en sus poleras a modo de bolsas. Orlando, por lo mismo, se atascó en la red y fue mordido en el glúteo por un perro llamado Capitán. El animal sujetó la parte posterior de los pantalones con su mandíbula, mientras que los otros chicos no tenían escapatoria entre los jadeos, dientes y gruñidos de los pastores alemanes.

      ―¡Batuque, Cholo, Capitán…! ¡Alto!

      Ante la orden del señor Quintana, los perros se apaciguaron. Acompañado por los peones, los condujo hasta su casa, ubicada en el centro de la Quinta.

      El dueño miró a Orlando.

      ―Te mordió el más bravo.

      Se alejó unos metros para conversar con otras personas. Los niños escucharon algo relacionado con estar presos. Tras reflexionar durante algunos segundos, llamó por teléfono a don Armando. Don Armando Dufey era el director de la Ciudad del Niño, y aunque fuese una muy buena persona, los niños estaban asustados de que se enterara de su aventura.

      ―¿Cuántos años tienes? ―preguntó a Orlando.

      ―Nueve, señor Quintana, igual que ellos.

      ―Se quedarán aquí; trabajarán desde mañana martes y se les pagará cinco pesos por día.

      Durmieron en una bodega, cubiertos con algunas ropas y paja, entre herramientas. Se quedaron hasta el otro lunes, una semana última de enero en que sacaron mucha fruta, esta vez con permiso y remunerados.

      El señor Quintana los fue a dejar a las seis de la tarde a la oficina Chile de don Armando.

      ―Les traigo a los tres muchachos que tuve trabajando en la Quinta con un sueldo de cinco pesos diarios como lección de que no se roba, sino que hay que ganárselo, aunque sean frutas.

      Los niños escucharon en silencio, con satisfacción por lo que habían ganado; estaban contentos, pues la familia del señor Quintana incluso les regaló varias canastas con frutas. Hasta ese momento, no habían meditado si lo sucedido debían tomarlo como lección o una anécdota sin importancia.

      Don Armando los recibió. Sabían que, como profesor y hombre, pronto tendrían una gran conversación con él.

      BEATRIZ

      A dos calles de su casa, vivía la mujer a quien tantas veces quiso hablar. Se preguntaba si alguna vez se había fijado en él.

      Solo debía caminar, llegar hasta ahí, golpear la puerta, presentarse y preguntar por ella. Repitió una y otra vez estos pasos en su mente, hasta que se acordó de unos temibles perros que algunas veces lo habían perseguido al montar su bicicleta, o le ladraron al pasar a pie.

      Buscó la forma de elaborar un plan para evitarlo, pero no lo encontró. De nada serviría ir por una calle paralela, pues vivían al lado de la muchacha. A pesar de lo anterior, se animó. Luego de bañarse, se perfumó y vistió para el gran encuentro.

      Afuera estaba nublado y caía una leve llovizna acompañada de una fuerte ventolera.

      “Son algunas gotas, no creo que llueva de forma torrencial”.

      Bastaron estos pensamientos para que las nubes abrieran una enorme llave y comenzara a caer gran cantidad de agua.

      De todas maneras, salió. ¿Qué tan mojado quedaría? No le dio importancia; al fin y al cabo, iba muy cerca.

      El motivo de su salida ocupaba su mente; de pronto, un vehículo pasó veloz por el torrente que corría por la calle y dejó parte de su ropa estilando.

      ―¿Qué haré ahora? ―Después de un minuto, decidió continuar. Quiso su suerte que, al pisar una poza, entrara agua a sus zapatos.

      ―¡Oh, no! Pero igual seguiré.

      De pronto, se iluminó el cielo; de inmediato todo se puso negro y apareció el brillo de una nave ovalada color naranjo amarillento. Adentro, una figura imitaba sus movimientos. En un espejo iluminado vio el reflejo de la imagen, extendía un brazo con una delgada mano que trataba de comunicarse. No supo qué hacer, se asustó y retrocedió un paso. El extraño alzó la mano y con un dedo arriba impregnó el ambiente de paz. De pronto, se abrió una puerta en la pared y el ser se deslizó por ella.

      “Yo iba por la calle y no entiendo cómo llegué aquí”. Caminó dos pasos y vio abrirse otra puerta, por la que cruzó con facilidad. Al otro lado, todo era blanco, luego aparecieron algunos destellos azules, rojos, amarillos y naranjos.

      Pensó en la mujer. Sus deseos de ir a verla aumentaron, sin embargo, recordó la bravura de los perros del vecino. “No puedo caminar por las calles sin que mis pisadas se encuentren con esos animales. Las luces son hermosas, pero me confunden y no sé por dónde ir”.

      Se encontraba de espalda en el suelo, boca arriba. Dijeron que había chocado con un poste por mirar al cielo. Recordó la intensidad de las luces. Abrió de a poco los ojos y se vio rodeado de mucha gente. Se enderezó hasta quedar sentado…

      ―¿La ambulancia ya viene? ―preguntó alguien.

      ―Sí, pero el accidentado se recuperó, porque no está.

      A medida que avanzaba en busca de la mujer, su mente se fue despejando. Notó que la calle estaba mojada, muy cerca algunas juguetonas golondrinas sobrevolaban en giros. Al seguirlas con la mirada, de pronto divisó a Beatriz que salía de su casa, al tiempo que el sol se abría paso entre las nubes. Venía en dirección a él. Se encontraron de frente. Al verlo detenerse, el rostro de ella expresó temor, pero al percatarse de que en su comportamiento no había violencia, sonrió.

      ―Hola. ¿Qué le pasó? Está mojado. ¿No tiene paraguas?

      ―¡Hola! No. Tuve un pequeño percance… ―Se veía atolondrado―. Pero estoy bien.

      Ella quiso continuar su camino, pero él la detuvo tomándola de un brazo.

      ―Quisiera presentarme… ―Extendió una bella flor rosada y aromática―. Soy...

      ―Sí, creo que lo he visto por aquí, pero debo irme, pues esperan por mí. Discúlpeme.

      ―Solo quería desearle un buen día y darle este obsequio. No quiero importunarla. Solo deseo saber si le gustaría que nos conociéramos y… salir conmigo. ―Se sonrojó.

      ―¿No cree que es usted demasiado osado?

      ―Disculpe. ―Se hizo a