con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad: mediante un apostolado que he llamado alguna vez de amistad y de confidencia.
Pero habéis de atraer sobre todo con el ejemplo de la integridad de vuestras vidas, con la afirmación −humilde y audaz a un tiempo− de vivir cristianamente entre vuestros iguales, con una manera ordinaria, pero coherente; manifestando, en nuestras obras, nuestra fe: ésa será, con la ayuda de Dios, la razón de nuestra eficacia.
No tengáis miedo al mundo: somos del mundo y, unidos a Dios, si vivimos nuestro espíritu, nada puede dañarnos. Quizá, en ocasiones, entre gentes alejadas de Dios, nuestra conducta cristiana pueda chocar: habréis de tener la valentía, apoyados en la omnipotencia divina, de ser fieles.
Pido para mis hijos la fortaleza de espíritu que les haga capaces de llevar consigo su propio ambiente; porque un hijo de Dios, en su Obra, debe ser como una brasa encendida, que pega fuego dondequiera que esté, o por lo menos eleva la temperatura espiritual de los que le rodean, arrastrándolos a vivir una intensa vida cristiana.
Perfección en lo ordinario
12
En cambio, si alguna vez viniera la tentación de hacer cosas raras y extraordinarias, vencedla: porque, para nosotros, ese modo de obrar es equivocación, descamino. Lo diré con un ejemplo que probablemente os divertirá. Pensad en que vais a un hotel y pedís una pescadilla. Pasan unos minutos, y el camarero os trae un plato: al mirarlo, advertís con sorpresa que no es una pescadilla, sino una serpiente. Tal vez uno de esos grandes taumaturgos, que admiro y cuya vida está llena de milagros, hubiera reaccionado dando una bendición y convirtiendo el reptil en una merluza bien guisada. Esa actitud me merece todo el respeto, pero no es la nuestra.
Lo nuestro es llamar al camarero y decirle claramente: esto es una porquería, lléveselo y tráigame lo que le he pedido. O también, si hay razones que lo aconsejen, podemos hacer un acto de mortificación y comernos la culebra, sabiendo que es culebra, ofreciéndolo a Dios. En realidad cabría una tercera postura: llamar al camarero y darle un par de bofetadas; pero ésa tampoco es una solución nuestra, porque sería una falta de caridad.
Hijos míos, lo extraordinario nuestro es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por alto −también con elegancia humana− las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración.
Otros tienen diverso espíritu, ése que podríamos llamar del gran taumaturgo: me parece bien, lo admiro, pero no lo imitaré nunca. Nuestro espíritu es espíritu de providencia ordinaria. Mayor milagro es que todos los días se cumplan las leyes que rigen la naturaleza, que el hecho de que alguna vez se dé una excepción. No seáis amigos de milagrerías: el milagro de la Obra consiste en saber hacer, de la prosa pequeña de cada día, endecasílabos, verso heroico.
13
Muy claro está, pues, nuestro camino: las cosas pequeñas. Se puede comparar nuestra vida, siendo nosotros hombres duros y fuertes, a la de un niño pequeño −lo habréis visto tantas veces− a quien llevan de paseo por el campo, y recoge una florecilla, y otra, y otra. Flores pequeñas y humildes, que pasan inadvertidas a los grandes, pero que él −como es niño− ve, y las reúne hasta formar un ramillete, para ofrecerlo a su madre, que le mira con mirada de amor.
Somos niños delante de Dios, y si consideramos así nuestra vida ordinaria, en apariencia siempre igual, veremos que las horas de nuestras jornadas se animan, que están llenas de maravillas, diversas entre sí y todas hermosas. Basta no cerrar los ojos a la luz divina, porque el Señor nos está hablando constantemente en mil pequeños detalles de cada día.
14
En esa vida corriente, mientras vamos por la tierra adelante con nuestros compañeros de profesión o de oficio −como dice el refrán castellano cada oveja con su pareja, que así es nuestra vida−, Dios Nuestro Padre nos da la ocasión de ejercitarnos en todas las virtudes, de practicar la caridad, la fortaleza, la justicia, la sinceridad, la templanza, la pobreza, la humildad, la obediencia... Os lo diré con San Juan Crisóstomo que, dirigiéndose a quienes soñaban con practicar las virtudes en ocasiones difíciles, en la plaza pública, les recordaba cómo todo eso podemos ejercitarlo en nuestra misma casa:
con los amigos, con la mujer, con los hijos. Empecemos por algo sencillo: por ejemplo, por no jurar. Practiquemos esa ciencia espiritual en nuestra propia casa. En verdad que no faltarán quienes vengan a estorbarnos: el criado os irrita, la mujer os saca de quicio con sus momentos de mal humor, el chiquillo os tienta a prorrumpir en amenazas y reniegos con sus travesuras y rebeldías. Pues bien, si en casa, aguijoneados constantemente por todo eso, lográis no dejaros arrastrar a jurar, fácilmente saldréis indemnes también en la plaza pública[14].
Puedo contaros también otra anécdota sencilla y clara. Hace algunos años −antes de que Dios quisiera su Obra−, conocía a una persona ya mayor que solía dejar la ropa desordenada, tirada por aquí y por allá. Cuando alguien se lo hacía notar, comentaba: la ropa es para mí, y no yo para la ropa. Después, cuando Dios me llamó a su Obra, al recordar aquel suceso, comprendí que la ropa, que las cosas de que me sirvo, no son para mí; o mejor, que son para mí, por Dios: que me permiten vivir la pobreza, usándolas con cuidado, haciéndolas rendir.
Mortificación en lo ordinario. El verdadero espíritu de penitencia
15
Nos ha llamado el Señor a su Obra, para que seamos santos; y no seremos santos, si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin cruz, sin mortificación. Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día; en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia.
En cambio, hijos míos, no es espíritu de penitencia el de aquél que hace unos días grandes sacrificios, y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ese es el amor sacrificado, que espera Dios de nosotros.
16
Sabemos también que las tentaciones que hay que temer no son tanto grandes batallas, sino más bien las pequeñas raposas que destruyen la viña[15], porque el que no presta atención a lo poco, caerá en la miseria[16]. Sólo así lograremos que este cuerpo corruptible sea revestido de incorruptibilidad, y que este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad [17].
Y os he enseñado que nuestro modo sobrenatural de proceder debe llevarnos a colocar la lucha en detalles pequeños −el orden en el trabajo, la puntualidad en el plan de vida, la fidelidad a los deberes de estado o del oficio, que se presentan en cada instante−, de tal modo que ahí, en nuestras batallas de niño, se canse y se desgaste el enemigo.
Contemplativos en medio del mundo
17
Si en las cosas pequeñas está nuestra lucha, de ellas hemos de tomar ocasión para nuestro diálogo con Dios. Es posible que haya quienes, como hombres fuertes, a los que basta hacer sólo una gran comida al día, mantengan la tensión interior gracias a un largo rato de oración; nosotros somos niños que necesitan, para mantenerse, de muchas pequeñas comidas: tenemos siempre necesidad de nuevo alimento.
Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor. Estamos obligados a hacer de nuestra vida ordinaria una continuada oración, porque somos almas contemplativas en medio de todos los caminos del mundo.
18
He querido, hijos queridísimos, describiros algunos rasgos de nuestro modo de santificar la vida ordinaria, convirtiéndola en medio y ocasión de santidad propia y ajena. Lograremos ese fin, si tenemos presente esta condición: que cuidemos la importancia de las cosas pequeñas.
Viene bien recordar la historia de aquel personaje[*c] imaginado por un escritor francés, que pretendía cazar leones en los pasillos de su casa y, naturalmente, no los encontraba. Nuestra vida es común y corriente: pretender servir al Señor con cosas