Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Название Discursos sobre la fe
Автор произведения Cardenal John Henry Newman
Жанр Документальная литература
Серия Neblí
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788432153495



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y dificultades. Los hombres viejos son a veces libertinos, pero en general se comportan religiosamente; lo normal es que sean gente devota; quizás usan mala lengua, juran, dicen mentiras e incurren en parecidas minucias, pero están limpios de pecado grave, y si de repente mueren tienen resuelto el destino eterno».

      Cuando les sorprende alguna tentación razonan del siguiente modo: «Es un solo pecado; nunca lo cometí anteriormente ni lo cometeré de nuevo mientras viva»; o bien: «He obrado igualmente mal otras veces antes de ahora; es solamente un pecado más; al fin y al cabo habré de arrepentirme en algún momento y, decidido a ello, es tan fácil arrepentirse de un pecado más como de un pecado menos, dado que tendré que repudiar todo pecado»; o bien: «Si perezco no me faltará compañía, pues lo mismo le ocurrirá a este y a aquel; además, soy casi un santo en comparación con algunos, y conozco hombres arrepentidos que habían obrado antes mucho peor que yo».

      LA VÍA DEL PECADO

      Los que se dicen estas excusas, hermanos míos, no conocen el pecado en su verdadera naturaleza, ni sus propios pecados en particular. No entienden la repulsión ni la multitud de sus faltas. Es conveniente, por tanto, recordar uno o dos puntos de doctrina católica que ayuden a situar el tema bajo una luz más clara de la usual. Estas verdades resultan sencillas y obvias, pero han sido olvidadas por las personas a que me refiero. De otro modo no conseguirían aquietar su razón y su conciencia mediante argumentos tan frívolos.

      En primer lugar, debéis advertir que cuando un cristiano dice: «He pecado ya antes tan gravemente como ahora» o «este es solamente un pecado más» o «en último término tendré que arrepentirme y entonces me arrepentiré de todo a la vez», olvida que todos sus pecados se encuentran a la vista de Dios, en el libro de la vida, acumulados contra él uno tras otro, a medida que los ha cometido. Olvida que la ofensa que ahora comete no es un mero pecado singular, aislado de los demás, sino que forma parte de una serie, de una larga cadena, y que aunque sea solamente uno no es el pecado uno, dos o tres, sino el milésimo, diezmilésimo o cienmilésimo de un prolongado camino pecaminoso. No es el primero de sus pecados, sino el último, quizás el verdaderamente último y terminal pecado. La persona olvida, consigue olvidar, trata de olvidar, desea olvidar todos los pecados anteriores, o bien los recuerda solo como ejemplos de su mala conducta pasada e impune, y pruebas de que puede pecar todavía con impunidad. Pero cada pecado tiene su historia. No es un accidente. Es el fruto de anteriores pecados de pensamiento u obra; es la manifestación de viejos hábitos profundamente asentados y ampliamente extendidos; es la agravación de una enfermedad virulenta. E igual que se afirma que la última brizna hunde el espinazo del caballo, así nuestro último pecado, sea el que sea, es el que destruye nuestra esperanza y nos hace perder el cielo.

      Por tanto, hermanos míos, es una artimaña del enemigo de vuestra alma lo que os hace contemplar vuestras faltas una a una, cuando la verdad es que Dios las ve como un todo único. Signasti quasi in sacculo delicta mea, dice Job, «has sellado mis pecados como dentro de un saco» (cfr. XIV, 17), y un día serán contados. Por separado, los pecados son como las pinceladas que un pintor añade, una tras otra, al cuadro que pinta; o como las piedras que el albañil apila y une con cemento en la pared que levanta. Forman unidad, son aspectos de un todo, apuntan a un fin y aceleran su consecución.

      EL DESENLACE DE LAS FALTAS ACUMULADAS

      Cometed ese pecado que os empeñáis en considerar una acción aislada, miradlo como Eva contempló la fruta prohibida, fijaos solo en su aparente insignificancia, y quizás descubráis al final que era el remate de una torre de rebelión, que sube ante la mirada de Dios y colma la medida de vuestras maldades.

      «Llenad la medida de vuestros padres», dice el Señor a los fariseos hipócritas. La ira que vino sobre Jerusalén no fue causada únicamente por los pecados del día en que Cristo llegó, aunque ese día presenció la más terrible de las faltas: su repudio por el pueblo judío. Esta conducta, sin embargo, no fue otra cosa que el coronamiento de un largo camino de rebelión. También en un tiempo anterior, el de Abraham, antes de que los hebreos poseyeran la tierra prometida, tuvo lugar un gran pecado entre los paganos que la habitaban, y a pesar de todo no fueron destruidos inmediatamente, porque la misericordia divina hacia ellos no se había agotado aún. El Señor concedió todavía la gracia al pueblo extraviado y esperó su arrepentimiento. Pero adivinó que la espera sería vana, y lo dio a entender cuando anunció que no entregaría la tierra de inmediato al pueblo elegido «porque las iniquidades de los Amonitas no habían llegado a su colmo». Llegaron cien años después, y los israelitas fueron introducidos entonces en el territorio con el mandato de destruir con la espada a los ocupantes.

      Conocéis asimismo la historia de Baltasar. En medio de su fastuoso banquete, hizo traer —ebrio de vino— los ricos vasos del templo de Jerusalén, para que bebieran sus nobles, mujeres y concubinas. Y en aquella hora se vieron unos dedos como de hombre que escribían la ruina del rey y de su reino sobre el muro de la festiva sala. Las palabras decían: «Dios ha medido tu reinado y le ha puesto fin; has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso» (cfr. Dan V, 26-27). Aquel pobre príncipe no había llevado la cuenta de sus faltas. A la manera de un pródigo que no repara en sus deudas, continuó día tras día, año tras año, sumido en su orgullo, su crueldad y sus satisfacciones sensuales, insultando a su Creador, hasta agotar la divina misericordia y desbordar el cáliz de la ira. Llegó su hora. Cometió un pecado más y la copa rebosó, el juicio le alcanzó en su instante y desapareció de la tierra.

      No es necesario que el último pecado sea un gran pecado. Puede ser menor que los precedentes. Había un hombre rico, mencionado por el Señor, que, recogidas sus abundantes cosechas, se dijo a sí mismo: «¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?». Y dijo: «Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, y edificaré otros mayores y juntaré allí todo mi trigo, y diré a mi alma: tienes muchos bienes, descansa, come, bebe, diviértete» (cfr. Lc XII, 17-19). Fue llevado aquella misma noche. No era una falta muy llamativa, y seguramente no fue su primer gran pecado. Fue el último episodio en una larga cadena de actos de egoísmo y olvido de Dios, no mayor en intensidad que los anteriores, pero completando un número. Así también, cuando Nabucodonosor, padre del rey aludido más arriba, después de despreciar por un año entero las advertencias de Daniel, que le invitaba al arrepentimiento, exclamó un día a la vista de su ciudad: «¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como mi residencia real, con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?» (cfr. Dan IV, 27). De repente, cuando aún estaban estas palabras en su boca, el juicio vino sobre él, contrajo una extraña enfermedad, fue separado de los hombres y se alimentaba de hierba como los bueyes. Su final acto de soberbia no fue mayor, quizás, de los que cometió en los doce meses anteriores.

      LA IMPORTANCIA DE UN SOLO PECADO

      No, hermanos míos, no debéis pensar que domináis a la misericordia divina, simplemente porque la falta que ahora cometéis parece pequeña. El último pecado no es siempre el pecado mayor. Además, no podéis calcular cuál va a ser vuestro último pecado en base al número de los que han tenido lugar antes: ni siquiera aunque pudierais contarlos, pues el número varía según la persona. Esta es otra grave consideración. Podéis haber cometido uno o dos pecados, y descubrir después que estáis perdidos irremisiblemente, mientras que otros que han faltado más veces no lo están. La causa solo es conocida por Dios, que muestra misericordia y concede su gracia a todos, y que muestra mayor misericordia y concede más gracia a un hombre que a otro.