Название | Las Grandes Novelas de Joseph Conrad |
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Автор произведения | Джозеф Конрад |
Жанр | Исторические приключения |
Серия | biblioteca iberica |
Издательство | Исторические приключения |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789176377406 |
En cuanto mi mirada se posó en él, algo cayó sobre mí, y lo supe, señor. Se me aflojaron las piernas.
Fue como si lo hubiese visto saltar. Y, además, supe cuán atrás había quedado. La corredera de coronamiento marcaba dieciocho millas y tres cuartos, y en torno del palo mayor faltaban cuatro cabillas de hierro. Se las puso en los bolsillos para ayudarse a bajar, supongo. Pero ¡señor!, ¿qué son cuatro cabillas para un hombre poderoso como el capitán Brierly? Es posible que su confianza en sí mismo se debilitara un tanto al final. Esa fue la única señal de confusión que dio en toda su vida, pienso. Pero estoy dispuesto a responder por él, afirmo que una vez que saltó no trató de dar ni una brazada, tal como habría tenido la suficiente valentía como para mantenerse todo el día a flote si hubiera caído por la borda accidentalmente. Sí, señor. No era inferior a nadie… aunque lo dijese él mismo, como lo oí decirlo en una ocasión. Durante la segunda guardia escribió dos cartas. Una a la Compañía, y otra a mí.
Me daba una cantidad de instrucciones en cuanto al pasaje —yo estaba en el oficio desde mucho antes que él—, y un sinfín de insinuaciones en cuanto a mi conducta con nuestra gente de Shanghai, de modo que pudiese conservar el comando del Ossa . Escribía como un padre a su hijo favorito, capitán Marlow, y yo era veinticinco años mayor que él y había probado el agua salada antes que él se pusiera los primeros pantalones largos. En su carta a los dueños —la dejó abierta para que yo la leyera— decía que siempre había cumplido con su deber hacia ellos —hasta ese momento—, y que ni siquiera entonces traicionaba su confianza, pues dejaba el barco en manos de un marino tan competente como pudiera encontrarse… ¡Y se refería a mí, señor, se refería a mí! Me decía que si ese último acto de su vida no disminuía el respeto que sentían por él, otorgarían todo su peso a mis fieles servicios y a su cálida recomendación, cuando llenaran la vacante dejada por su muerte. Y muchas otras cosas por el estilo, señor.
Yo no podía creer lo que veía. Me hizo sentir muy extraño —continuó el anciano, muy perturbado, mientras aplastaba algo en la comisura de su ojo derecho con el extremo de un pulgar ancho como una espátula—. Cualquiera habría creído, señor, que saltó por la borda nada más que para dar a un hombre infortunado una última oportunidad de progresar.
Pero con el golpe que significó para mí que él muriese de ese modo tan espantoso y precipitado, y con considerarme un hombre beneficiado por esa acción, estuve casi enloquecido durante una semana.
Pero sin motivos. El capitán del Pelion fue trasladado al Ossa ; subió a bordo en Shanghai, pequeño petimetre, señor, de traje gris a cuadros, con el cabello peinado al medio.
—… Este… soy… este… su nuevo capitán, Mr… Mr… este… Jones.
—Estaba bañado en perfume… casi hedía, capitán Marlow. Apuesto a que lo que lo hizo tartamudear fue la mirada que le lancé. Masculló algo acerca de mi natural desilusión —era mejor que supiese enseguida que su primer oficial había logrado el ascenso al mando del Pelion , él nada tenía que ver con eso, claro… Suponía que la oficina sabía lo que hacía… Perdón… Le digo yo:
—No se preocupe por el viejo Jones, señor; maldita sea su alma, ya está acostumbrado a eso. —Enseguida comprendí que había lastimado sus delicados oídos; luego, mientras compartíamos nuestra primera merienda juntos, comenzó a encontrar defectos, en forma desagradable, en tal y cual cosa del barco. Jamás escuché semejante voz, ni en una función de títeres. Apreté los dientes, clavé la vista en mi plato, y mantuve la calma mientras me fue posible; pero al cabo tuve que decir algo. Y él se pone de pie de un salto de puntillas esponja todas sus hermosas plumas, como un gallito de riña.
—Ya verá que tiene que tratar con una persona distinta que el desaparecido capitán Brierly.
—Ya lo he visto —respondo, muy lúgubre, pero fingiendo que estoy muy atareado con mi bistec.
—Usted es un viejo, rufián, Mr… este… Jones; y lo que es más, se lo conoce como un viejo rufián en el empleo —me chilla. Los malditos lava copas estaban allí, escuchando con la boca abierta de oreja a oreja.
—Puede que yo sea un caso difícil —le contesté—, pero no tanto como para tener que aguantar el espectáculo que da usted sentado en la silla del capitán Brierly. —Y con eso dejo el cuchillo y el tenedor.
—A usted le gustaría sentarse en ella… Ahí es donde le aprieta el zapato —dice, burlón. Salí del comedor, reuní mis trapos y estaba en el muelle, con todas mis pertenencias a mis pies, antes que los estibadores regresaran. A la deriva— en tierra —después de diez años de servicios… y con una pobre mujer y cuatro hijos, a diez mil kilómetros de distancia, dependientes de mi media paga por cada bocado que comían. ¡Sí, señor! Lo abandoné antes de permitir que se insultara al capitán Brierly. Me dejó sus prismáticos nocturnos, aquí están. Y quiso que me ocupase del cuidado de su perro; y aquí está. Hola Rover, pobrecito. ¿Dónde está el capitán, Rover?
El perro levantó la mirada, nos contempló con melancólicos ojos amarillos lanzó un ladrido desolado y reptó debajo de la mesa.
Todo esto ocurría, más de dos años después, a bordo de esa ruina náutica que es el Fire-Queen que este Jones tenía a su mando —y por un raro accidente—, recibido de Matherson —el loco Matherson, lo llaman en general, el mismo que solía rondar por Haifong, ¿saben?, antes de los días de la ocupación.
El viejo siguió hablando…
—Sí, señor, el capitán Brierly será recordado aquí, aunque no quede ningún otro lugar en la tierra. Le escribí en detalle a su padre, y no recibí ni una palabra de respuesta… ¡Ni gracias, ni váyase al demonio! ¡Nada! Quizá no querían saber.
La visión de este anciano Jones de ojos acuosos, que se enjugaba la calva con pañuelo de algodón rojo, y el angustiado gañido del perro, la suciedad del tumbadillo con marcas de moscas que era el único altar de su recuerdo, arrojaba un velo de inexpresable y mísero patetismo sobre la figura recordada de Brierly, venganza póstuma del destino por esa creencia en su propio esplendor, que casi había despojado a su vida, con engaños, de sus legítimos terrores. ¡Casi! Y tal vez por completo. ¿Quién puede decir qué halagadora visión se indujo a ver en el momento de su suicidio?
—¿Por qué cometió ese acto precipitado, capitán Marlow? ¿Se le ocurre? —preguntó Jones, uniendo las palmas—. ¿Por qué? ¡No lo entiendo! ¿Por qué? —Se palmeó la frente baja y arrugada—. Si hubiese sido pobre y viejo, y estuviese endeudado o loco. Pero no era de los que se vuelven locos. Puede creerme.
Lo que un primer oficial no sabe acerca de su capitán, no vale la pena de saberse. Era joven sano, acomodado, sin preocupaciones… A veces me quedo sentado aquí, pensando, pensando, hasta que la cabeza casi comienza a zumbarme. Tiene que haber habido algún motivo.
—Puede estar seguro, capitán Jones —le respondí—, no fue nada que nos hubiese molestado mucho a cualquiera de los dos —le dije. Y entonces, como si una luz se hubiese encendido en la maraña de sus pensamientos, el pobre y viejo Jones encontró una última palabra de sorprendente profundidad. Se sonó la nariz, me miró, asintiendo, lastimero:
—¡Ay, ay! Ni usted, señor, ni yo, tuvimos nunca tan alta opinión de nosotros.
Es claro que el recuerdo de mi última conversación con Brierly está teñido por el conocimiento de su fin, que siguió tan pronto. Hablé con él por última vez durante el desarrollo de la investigación. Fue después del primer receso, y se acercó a mí en la calle. Estaba irritado, cosa que advertí con sorpresa, pues su conducta habitual, cuando condescendía a conversar, era serena, con un rastro de divertida tolerancia, como si la existencia de su interlocutor hubiese sido un buen chiste.
—Me pescaron para esta investigación,