Los niños escondidos. Diana Wang

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Название Los niños escondidos
Автор произведения Diana Wang
Жанр Документальная литература
Серия Historia Urgente
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789873783944



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se hablara habitualmente en casa.

      Mis padres querían que estudiáramos, tenían muchas ambiciones para nosotros. Nos mandaban a colegios judíos privados que les debían resultar caros, pero la educación estaba en primer lugar. Vivíamos en un departamento chico, teníamos una empleada que dormía en la cocina. Todos los veranos íbamos al campo, cerca de Lodz, donde alquilábamos una casita. Yo estaba bien vestida, mi mamá tomaba una vez al año una modista que hacía ropa para todos. Nunca me faltó nada, estaba muy cuidada. Éramos pobres pero muy dignos, muy orgullosos y siempre pensando en mejorar.

      El verano anterior a que todo pasara habíamos ido a un campo a veranear. Me reunía con un grupo enorme de chicas y chicos y me enamoré de uno que se llamaba Mietek, como se llamó, casualmente, el que después fue mi marido. Cerca de la casa en la que estaba, había un café donde íbamos a bailar. Yo tenía el pelo largo, lindísimo, y les gustaba a los muchachos, no planchaba nunca en los bailes. Después vino un primo mío que estudiaba Medicina, el hijo del socio de papá, y se quedó en casa. Me gustaba mucho porque era mayor. Yo me sentía grande, ya tenía menstruación. Cuando estaba en primer año de la secundaria, el último año que fui al colegio, hicimos un viaje a Varsovia y antes de salir de casa me indispuse.

      Lo que más me gustaba era tener amigos, bailar y patinar en el hielo. No sabía en ese momento lo feliz que era. Cómo me gustaría volver por un instante y decírmelo a mí misma para disfrutar cada minuto de esa vida.

      Liza Zajac / Lea (1926, POLONIA)

      Nací en un pueblo chico, cerca de Bialystok. Cuando era chica nos fuimos a vivir a Jalowka, el pueblo de mis abuelos maternos. De allí son los primeros recuerdos de mis años felices con mis padres, mi hermana y mi hermanito.

      Pertenecí a una familia muy numerosa, mis abuelos habían tenido cinco hijas mujeres y varios varones. Cuando mi abuela hablaba de alguna rama de sus parientes, resultaban ser siempre más de ochenta entre hermanos y primos. Pienso en ese mundo, en toda esa gente que pobló mis primeros años, la mayoría masacrada por los nazis. Yo tenía una hermana un año y cuatro meses menor. Mi hermanito nació diez años después. Ninguno quedó vivo.

      Jalowka era un pueblito de veraneo. Mi abuelo tenía una gran zapatería y una casa enorme con cinco o seis habitaciones frente a la plaza. En la zapatería trabajaban varios obreros que no eran judíos pero que hablaban idish porque era el idioma que se hablaba en casa. Siempre íbamos al bosque, que era el lugar de veraneo, por eso no me gustan las ciudades. A mis abuelos paternos nunca los conocí, porque mi padre era el último de doce hermanos y ya era huérfano cuando se casó. Nunca conocí tampoco a los muchos hermanos de mi papá, pero tengo a su familia en mi nombre. Yo me llamo Lea, porque todos los de la familia de mi papá a una de sus hijas la llamaban así, dado que era el nombre de mi abuela paterna.

      En casa se hablaba solo idish porque en los pueblos chicos se empezaba a hablar polaco recién cuando se entraba al colegio. En ese pueblo había muchos bielorrusos, por eso mi abuelo hablaba más bielorruso que polaco, pero mi abuela hablaba solo polaco. La mayoría de la gente del pueblo era judía, había dos sinagogas.

      Cuando empecé primer grado nos mudamos a Hajnowka, donde mamá puso un almacén. El colegio era del Estado y mixto. Yo era muy buena alumna. Aunque era común que se denigrara a los chicos judíos que no sabían polaco, a mí no me pasó porque yo ya lo hablaba bien. Tomábamos como natural que los vecinos insultaran a los judíos.

      Siempre me pregunté en qué era distinta a las demás chicas. Me gustaba estudiar, era muy soñadora y sensible; lloraba, por ejemplo, cuando en la primavera se derretía la nieve y aparecían, en una ceremonia mágica, los primeros brotes. En la escuela sufrí un antisemitismo unas veces sutil y otras, bien abierto. Cuando fui, por ejemplo, con mi amiga Matilde Singer a rendir el examen de ingreso al secundario, aparecieron cuatro muchachos y uno de ellos dijo con cara de asco: “Huele a cebolla”, queriendo decir que éramos judías despreciables. Amarga revancha la nuestra: nuestras notas fueron las mejores. Me gustaba estudiar, pero sabía que nunca podría cursar estudios superiores porque era muy difícil para un judío llegar hasta allí, había restricciones, numerus clausus. Los más ricos podían permitirse ir a estudiar al extranjero.

      Nos arreglábamos como podíamos. No tenía un dormitorio propio pero tenía mi cama y en el cuarto había un mueble esquinero que era solo para mí. Guardaba ahí un pequeño barquito, mis libros y arriba la foto de alguna actriz. Al cine había ido una sola vez antes de la guerra y me había encantado.

      Me gustaba mucho patinar, era una gran patinadora. En invierno íbamos al colegio en patines para no caernos en las veredas que estaban congeladas.

      En mi casa, la política era un tema de conversación habitual. Los domingos a la mañana venían muchachos y chicas amigos de mis padres y mis tíos. Entre arenques y papas, se hablaba de política y se armaban grandes discusiones. Hablaban sobre Alemania, sobre Hitler, pero yo era chica y no entendía nada. Me acurrucaba entre ellos, soñando con participar alguna vez de esas conversaciones, con tener los conocimientos que me permitieran opinar y ser escuchada. Me acuerdo que uno de mis tíos contó que una hermana suya le había escrito desde la Argentina diciendo: “Ustedes están sentados en un barril de pólvora”, y que le aconsejaba que llevara a su familia para allá. Después, en el gueto le mostraba a todo el mundo esa carta lamentándose de no haberle hecho caso cuando todavía estaba a tiempo. También me quedó muy grabado lo de la Guerra Civil Española, tenía una amiga que su tío se había ido a España a luchar en esa guerra. Muchos judíos polacos formaron parte de las Brigadas Internacionales y se hablaba de ellos como de héroes.

      Los judíos en Europa

      En Europa rige la jus sanguinis, ley de la sangre, a diferencia del continente americano donde rige la jus soli, ley del territorio. En consecuencia, los nacidos en los países europeos no adquieren la nacionalidad correspondiente al lugar de su nacimiento, sino que heredan la de sus padres. Es español, italiano o polaco, todo aquel que sea hijo de padres españoles, italianos o polacos, sea donde fuere que hubiera nacido. Los judíos europeos habían adquirido, a mediados del siglo XIX, la ciudadanía de pleno derecho en países como Francia y Alemania, y los per tenecientes al Imperio Austrohúngaro. No fue así en Polonia, Ucrania, Lituania, Rumania y los demás países del Este. En Polonia, los judíos eran considerados “minoría nacional” al igual que otras minorías étnicas. En diferentes épocas tuvieron representación en el parlamento nacional, pero no eran considerados polacos. Cuando los sobrevivientes