Por la vida con Séneca. Antonio Herrero Serrano

Читать онлайн.
Название Por la vida con Séneca
Автор произведения Antonio Herrero Serrano
Жанр Документальная литература
Серия Diálogos
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788418360244



Скачать книгу

el de la fortuna como situación en la vida o condicio.

      En cierto sentido, esa condicio es la versión de la fortuna o del destino para cada uno. Una versión personalizada de ella. Por eso, hay buena o mala fortuna en la vida personal. Y esa condicio abarca también los que llamamos bienes de fortuna.

      Es en este terreno donde la fortuna se muestra más variable y versátil —versabilis, escribe el filósofo—. En el mundo latino, más frecuentemente se la designa como anceps o ambigua. Y su ambigüedad salta sobre todo en las batallas: nunca se sabe de qué lado puede estar, quién puede ganar o gozar de la anceps fortuna. Tal incertidumbre la concreta Séneca con ejemplos de famosos: Lucio Elio Sejano, el prepotente valido de Tiberio; Creso, Yugurta, y otros que, de ricos y poderosos, tuvieron un triste final. Por eso, antes de acudir a esos casos particulares (cf. Sobre la tranquilidad del espíritu, XI, 11-12), el de Córdoba pone en guardia a Anneo Sereno, el destinatario del mencionado diálogo: «Ten presente que toda condición es variable y que todo lo que arremete contra alguien puede arremeter contra ti» (Sobre la tranquilidad del espíritu, XI, 8). Esto lo escribe Séneca cuando estrenaba la década de los cincuenta. Aproximadamente diez años antes, tal vez en los del destierro de Córcega, había escrito la tragedia Agamenón, representación de la caída de este rey de Micenas. Es otro testimonio de lo quebradiza que es la fortuna. En el mundo griego, también a Agamenón le engañó la fortuna, y mucho antes que a los citados arriba. Lo evidencia el coro, que traza este retrato de la Fortuna: «Oh falaz Fortuna para los grandes bienes de los reinos. Pones en la incertidumbre del despeñadero a los demasiado encumbrados» (vv. 57-59). El filósofo y dramaturgo hace que el coro concluya epigramáticamente con la enseñanza: los que están en el poder no tienen ni un día de sosiego: «Nunca los cetros han tenido plácido descanso o un día seguro de sí mismos» (vv. 60-61). Los reinos y los reyes parecen más expuestos en su condicio a los vaivenes de la fortuna.

      A golpe de ejemplos que están en la mente de todos —particularmente la reciente caída de Sejano— o en la cultura general, salta a la vista que la fortuna puede trastornarlo todo, y a todos ponerlos patas arriba, sin consideración alguna o temor de parte de ella. Con razón se la representa como una rueda la rueda de la fortuna—. «Fortuna rotat» (v. 86), y así lo que hoy está arriba quedará abajo en cuanto la fortuna se mueva; y al revés (cf. vv. 101-107).

      No difiere mucho de la repasada para el destino. Solo que aquí las reflexiones son más perceptibles, sobre todo en lo que toca a la condicio.

      La primera reacción espontánea casi inevitable será casi siempre el lamento; tal vez, la queja; no sé si incluso la protesta.

      Es el desahogo inicial. Ni siquiera Séneca lo suprime. Más aún, invita a Polibio a que no lo refrene. Y el mismo Séneca le cede las palabras: «¿A qué esperas? Quejémonos o, mejor, yo mismo haré mía esta reclamación: “Oh suerte injustísima a juicio de todos, hasta aquí parecías haber preservado a este hombre, que por merced tuya había alcanzado tanta consideración que su prosperidad había escapado a la envidia, cosa que raras veces ha sucedido a alguien”» (Consolación a Polibio, II, 2). Séneca le dirige un apóstrofe elegíaco sentidísimo, aunque algo retórico y, por cierto, muy largo: abarca casi dos capítulos (II, 2 y III íntegro) de esa consolatio. Esos dicterios son frecuentes en las letras latinas. Uno de los más vehementes se lo lanza Horacio: «¡Ay, Fortuna!, ¿qué otro dios hay más cruel que tú para con nosotros?».27 Pero en las líneas del texto es el corazón de Polibio el que habla, cuyos latidos de dolor por la muerte de su hermano interpreta Séneca. Y hay que acoger las razones de ese corazón destrozado. Ahora bien, como esas respuestas quejumbrosas son inservibles ya ante el dictamen de la fortuna, conviene dejar el paso a reacciones que ayuden.

      Así, en segundo lugar, conviene acostumbrarse a lo que cada uno ha recibido de la fortuna. Todos estamos ligados con la fortuna: quien esposa a otro y le condiciona su existencia, está él mismo encadenado antes por la fortuna; y no importa el material de la cadena, como describe con viveza Séneca: «Todos estamos amarrados a la suerte. La cadena de unos es de oro y floja; la de otros, tirante y herrumbrosa, pero ¿qué más da? La misma prisión nos encierra a todos juntos, y están maniatados incluso los que han maniatado» (Sobre la tranquilidad del espíritu, X, 3). En consecuencia, cada quien tiene que acostumbrarse a su propia condición y situación. Si le agrada, se habituará sin dificultad. Si no le agrada, como sucederá las más veces, tendrá que amoldarse e ir poco a poco ahogando las quejas: «Hay que habituarse a la condición de uno y quejarse de ella lo menos posible y atrapar todas las oportunidades que uno tenga a su alrededor: nada hay tan amargo como para que un espíritu equilibrado no encuentre en ello algún consuelo» (Sobre la tranquilidad del espíritu, X, 4).

      La costumbre termina por apaciguar los lamentos y las quejas, características de la primera y espontánea reacción ante la fortuna adversa.

      Ese aceptar lo que uno vive es el primer paso para la felicidad, como se analizará más adelante. Se trata de dar la vuelta a la constatación de aquel poema de Horacio: del no estar nadie contento con la propia suerte de fortuna pasar a estarlo.28 Séneca aduce un ejemplo: muchos pueblos que están bajo la Pax Romana —cita a los germanos (cf. Sobre la providencia, IV, 14 y 15)— se acostumbran a las duras condiciones de vida exigidas por la necesidad del medio: invierno largo, tierras poco fértiles... Y concluye con la frecuente y epifonémica frase de corte sapiencial a que tan dado es el estilo del filósofo: «No es infeliz nada que la costumbre ha introducido en el orden natural, pues poco a poco acaba causando placer lo que empezó por necesidad» (Sobre la providencia, IV, 15).

      Después se debe seguir avanzando. Aun en el caso de que la fortuna nos azote y zarandee, tenemos que aguantar y sufrir —de nuevo el sustine o la patientia— esos desgarrones, para curtirnos en la vida. Si nos entregamos a la fortuna tal como viene, ella misma nos moldeará y asemejará a sí: «Debemos ofrecernos a la suerte, para que ella nos endurezca contra ella misma. Poco a poco nos hará iguales a sí misma. La frecuencia de los riesgos nos dará el desprecio de los peligros» (Sobre la providencia, IV, 12). Y a continuación, para plasmar la idea, pinta un cuadro costumbrista de gentes curtidas por la costumbre: los cuerpos de los marineros endurecidos en las fatigas de la mar, las manos callosas de los labradores, los músculos vigorosos de los soldados y los miembros ágiles de los atletas. Cada uno de ellos es firme en lo que más ha ejercitado. El constante ejercicio desemboca en la costumbre, en el hábito, y hace natural —y hasta agradable— la adversidad. Ya escribía Cicerón que con la costumbre casi se configura otra naturaleza o forma de ser.29

      Por lo demás, se recomienda mucha prudencia en el trato de la fortuna. Al ser ella tan tornadiza —versabilis—, no conviene apoyarse mucho en sus hombros cuando nos encarama, ni envidiar tampoco a los que están encumbrados. A veces la posición en una gran altura es víspera de un despeñamiento ruidoso, como lo muestran los nombres anteriores que Séneca reseñaba: «No tengamos envidia de los que están más arriba. Lo que parecía encumbrado se desplomó» (Sobre la tranquilidad del espíritu, X, 5).

      Incluso cuando se está en la cumbre, lo peor es no ser previsor para saber poner un freno a las propias ambiciones. Porque cuando se tiene que estar en la cima, sea del poder, sea de la riqueza, lo más desagradable es no poder bajar de ella sino por una caída, no por libre determinación (cf. Sobre la tranquilidad del espíritu, X, 6).

      Y esa prudencia debe nacer del interior del afortunado: tiene que ser dueño de su interior, y, por ende, no estar esclavizado a sus posesiones: «Todos los bienes en los que se fija la fortuna resultan fructíferos y agradables, si quien los posee se posee también a sí mismo y no está esclavizado a sus cosas» (Epístolas, lib. XVI, 98, 2). Será el sapiens quien cumpla con ese ideal del compos sui antes —o a la par— que del compos fortunae. El cuadro del sabio se analizará más adelante.

      Queda indicado arriba que la fortuna es una diosa del panteón romano, además con culto ancestral, como lo atestigua uno de los templos más antiguos del