Название | La Biblia en la era audiovisual |
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Автор произведения | Pablo López Raso |
Жанр | Документальная литература |
Серия | Digital |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418360183 |
Por una herida mataré a un hombre
y a un joven por un rasguño.
Si Caín sería vengado siete veces,
Lámek lo será setenta y siete (Gn 4:17-24).4
Dios se encargará de hacer justicia. Parte de ella es que el hombre no pueda andar a gusto y satisfecho después de cometer un crimen. Por eso, esa historia es la antesala de lo que anuncia la necesidad de reconciliación que ilustra Jacob. Tal vez incluso sea este pasaje el que inspire a Jesús a proponer una mímesis contraria a la que desencadena la violencia vengativa cuando propone la perfección eminente de la venganza siete veces, significada en el perdón ya neotestamentario (setenta veces siete), que anuncia una reconciliación infinita: 7777777… hasta setenta.
Es también de destacar que el sustituto de Abel se llame Set, de Sath ‘ha puesto’, ‘ha dado’. Y de Set nace Enós, que significa ‘el hombre, varón’, nombre que va ligado a la erección de un altar solemne para realizar sacrificios rituales.5 Un signo de que el efecto de la muerte de Abel quiere ser ritualizado por la repetición del sacrificio en un altar para obtener los mismos efectos que el crimen fraticida: fundar el orden social nuevo, la ciudad, aunque sea de un modo espurio y efímero.
Los dos órdenes alimentarios neolíticos, las dos ciudades eternas rivales, los dos hermanos gemelos no son un dato simplemente literario; el hagiógrafo yavista quiere decir algo con su insistencia.
Isaac también es preferido a Ismael (Gn 21:9); Raquel a Lía (Gn 29:16-30). Raquel-Lía: la primera significa en hebreo ‘oveja’, que se calla; Lía la de ojos llorosos, la cansada, la agobiada, la triste. A Raquel le toca morir antológicamente (sacrificarse) para que su hermana sea la primera en casarse (tal vez porque, como primogénita de la familia de Labán, le tocaría casarse con Esaú, Jacob paga su pecado teniendo que arrostrar el destino). También en los hijos de estas y en toda la Escritura6 se aprecia el mismo esquema.
El problema, desde Caín, no es la envidia, o la propia primogenitura, ni siquiera la irreflexión. Si lo que Dios quiere son corderos, podía haber cambiado cientos de lechugas por uno de ellos y haber hecho así un sacrificio agradable. El texto encierra un tema algo menos simple de lo que a primera vista la mente cómoda o mítica quisiera ver, o lo que a los antropólogos materialistas les gusta ver: está anticipando el sacrifico manso de Isaac y todos los sacrificios y su sentido hasta que sean revelados de la méconnaissance7 de una vez por todas en el único cordero manso definitivo, el Abel definitivo, el Isaac ejemplar, el Enos —el hombre—, en el último sacrificio que todavía podía estar regido por esa ignorancia nada inocente. Caín, como Barrabás, está ejemplificando el amor a la violencia, al egoísmo, al amor a sí mismo, a la necesidad de conservar su patrimonio conseguido con el duro esfuerzo de labrar la tierra; se deja llevar por el contagio mimético, por la exigente justicia humana retributiva. No ha entrado en la dinámica del don gratuito. Como Barrabás, cree en el poder equilibrador de la violencia.
Jacob se disfraza con una piel de cordero para engañar a Isaac y aparecer como el velloso de su hermano. Pero no es un simple gesto lírico: Jacob será ese cordero manso cuando vuelva de Jarán y se prosterne ante su hermano, lo mismo que había experimentado su padre en el monte Moria, con las manos atadas —como dice el Talmud—, entonando un aquedah ‘átame’ (Tárgum Neofiti de Gn 22) que le impidiera resistirse al sacrificio.
Desde los hijos de las mujeres que se disputan al niño vivo ante Salomón (Girard, 1978), que tienen todas las características de la gemelitud sin ser gemelos, hasta la rivalidad de los hijos de Zebedeo con los demás discípulos, pasando por los hermanos que reclaman a Jesús la herencia, convirtiéndolo en juez de una justicia distributiva, o la parábola del hijo pródigo, nos encontramos con una idea de lo paradigmático que quiere ser este pasaje escriturario, en el que se busca un final distinto del común en la mitología: frente al asesinato fraticida, la reconciliación; frente al sacrificio violento como única salida, vengativo, reivindicador, justiciero, la mansedumbre, el sacrificio que inaugura Isaac alegóricamente y que realiza el Mesías voluntariamente. Como dice el cardenal Scola en su análisis de la era poscristiana que estamos inaugurando, solo el «evento pascual puede detener el ciclo interminable de la violencia». Solo seguir las huellas, el testimonio supremo de un martirio aceptado que, aunque no esté en nuestra voluntad, sino en la gracia, la posibilidad de hacerlo es la única posibilidad de escapar de este ciclo infernal. «El abandono definitivo de la lógica de la violencia que el evento pascual trae consigo también es la principal contribución que podemos ofrecer hoy, como cristianos» (Scola, 2018, p. 83).
No existe reconciliación en Caín. Abel no puede perdonar desde la muerte. Es YHWH el que lo representa y ejerce el perdón en nombre de la sangre de Abel concediéndole la protección, en lugar de la venganza, pero el género humano queda marcado para siempre por la violencia fraticida: «La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo» (Gn 4:10). Hay una esperanza, señala el cardenal Angelo Scola (2018, p. 82): «En este pasaje la palabra “sangre” está en plural (literalmente habría que traducir “la voz de las sangres de tu hermano grita a mi desde el suelo”), este detalle ofrecerá a la tradición exegética judía el punto de partida para afirmar que “cualquiera que destruye una vida humana es como si destruyes el mundo y, viceversa, quien salva una vida es como si salvase un mundo entero”». En este sentido, la tradición rabínica comenta que el final de la historia de los hijos de Adán es algo que compete a Dios, que parece reservarse la solución del drama humano iniciado en el pecado original y continuado en la interminable rivalidad entre hermanos de la que Caín y Abel son el paradigma.
JACOB Y ESAÚ
La historia de estos dos hermanos es calcada a la de Eteocles y Polinice y a la de tantos otros, pero, por encima de los matices diferenciadores dentro de la semejanza, la narración va pasando a primer plano una serie de diferencias fundamentales que convierten al relato en algo único y singular en la historia de las relaciones entre hermanos. En este relato veremos que la reconciliación es fundamental.
En Génesis 32:23-ss., nos hallamos ante un texto intrigante, cuando no misterioso, en el que un hombre tiene un encuentro místico con lo absolutamente Otro.
Jacob se llamaba el personaje que da protagonismo a esta historia. Hijo de Isaac y padre de José, patriarca de cuyo nombre procede Israel, nos habla de la importancia de este personaje enigmático.
Desde el primer momento, la historia se centra en la rivalidad entre dos hermanos, que además son gemelos. Tal como se relata en el pasaje de Génesis 25:19-27, la vida de Jacob cuelga inseparable de la de su hermano Esaú:
Isaac suplicó a Yahveh a favor de su mujer, pues era estéril, y Yahveh le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: «Siendo así, ¿para qué vivir?» y se fue a consultar a Yahveh. Yahveh le dijo:
«Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el hermano mayor servirá al pequeño». Cumpliéronse los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob» (Gn 25:21-26a).
El primer dato que llama la atención es que los dos son fruto de una matriz estéril —punto de partida que está datado abundantemente en las mujeres importantes en la Biblia—8 que experimenta una acción sobrenatural: de ella brotan dos gemelos-mellizos que, desde ese seno, están abocados al conflicto. Lo que en un principio se presenta como un regalo, don divino, cuyo énfasis remarca que la vida es un regalo gratuito, inapropiable por parte del hombre, es inmediatamente fuente de un conflicto mimético: la envidia, la búsqueda de la propia identidad, irreconciliable con la presencia del otro. Ya en el vientre de su madre entran en competencia, pelean y se incordian mutuamente, recíprocamente,