Название | Verdad tropical |
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Автор произведения | Caetano Veloso |
Жанр | Документальная литература |
Серия | Historia Urgente |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878303239 |
La rebelión contra esa vida “tacaña” no parecía ser un rasgo del comportamiento de mis colegas que imitaban a los cantantes de rock americanos. Por el contrario, sus actitudes, que sugerían un intento torpe por ganar estatus dentro de una escala de valores establecidos y mal interpretados, eran, a mis ojos, una nítida muestra de conformismo. Personalmente, yo sabía que lo verdaderamente importante para mí no los sensibilizaba.
Santo Amaro, donde nací en 1942, era una pequeña ciudad bastante homogénea desde el punto de vista urbanístico y arquitectónico –incluso hoy, algunas construcciones todavía en pie datan del siglo xviii y, muchas, del siglo xix– y, ya a mediados del siglo xx, no abrigaba heterogeneidades sociales estridentes la clase media baja que poblaba los grandes sobrados y las casitas pegadas unas a otras frente a caminos arbolados con Ficus Benjamina y calles con adoquines de granito (nuestra familia pertenecía a esa clase media: mi papá era funcionario de Correos y Telégrafos) estaba siempre muy cerca de la pobreza semirrural que rodeaba el centro del municipio (y proveía de mano de obra para trabajos domésticos), pero no tenía ningún contacto directo con la riqueza: el fausto que muchas familias locales conocieron desde el período colonial hasta fines del siglo xix dejó una herencia arquitectónica para funcionarios públicos, curas, médicos, dentistas, jueces, abogados y pequeños comerciantes, pero la tradicional fuente de ingresos de la región –el azúcar, con sus ingenios y usinas rodeados por vastos cañaverales– pasó poco a poco a integrar patrimonios mucho mayores, centrados en otras regiones del país, de modo que nada de lo que se ganaba con el producto de la tierra del municipio era gastado en Santo Amaro, y ninguno de los nuevos grandes terratenientes vivía o había nacido allí.
Yo llevaba una vida pacífica, en medio de una familia grande y amorosa, en esa ciudad pequeña y bonita en su urbanismo acogedor.
Aun así, la pobreza vista siempre tan de cerca no era lo único que me llevaba a querer cuestionar el mundo: los valores y hábitos consagrados estaban lejos de parecerme aceptables. Era impensable, por ejemplo, tener sexo con las muchachas que respetábamos y nos gustaban; las chicas negras de las familias que estaban en el límite de la clase media tenían que tener el pelo estirado para poder sentirse presentables; las mujeres y jóvenes “rectas” no debían fumar; un tipo con aspecto de canalla que se “comía” chicos (a pesar de que se repetía siempre en el colegio que “el que empieza poniéndola acaba entregando” y ese mismo tipo ya era considerado como en una especie de “fase de transición”) encontraba un ambiente de complicidad masculina en el bar en el que se insultaba a los maricones (o a cualquiera que le pareciese levemente afeminado al grupo de parroquianos; los hombres casados eran alentados a tener por lo menos una amante, mientras que las mujeres (amantes o esposas) tenían que ostentar una fidelidad inquebrantable, etcétera. Por supuesto que los principios que estaban detrás de esos hábitos no eran exclusividad de Santo Amaro, ni siquiera de las pequeñas ciudades del interior: en los años 50, con variaciones según la región, clase y cultura, sucedía más o menos lo mismo en todos lados. Y, si bien hoy aquellas costumbres parecen revolucionadas a tal punto que mucha gente alardea con la amenaza del caos, los presupuestos que las sustentaban y que existían desde hacía mucho tiempo permanecen, aunque muchas veces solo como tema de discusión.
Para mí era muy claro que estaba en desacuerdo con esas realidades. Pero todas ellas vividas en conjunto, y sumadas a tantas otras de las que yo no tenía conciencia, me producían un malestar difuso que intentaba conjurar con pequeñas excentricidades y grandes reflexiones. Al imponerse a cada uno de nosotros como un mundo cerrado en sí mismo, el ambiente de nuestra casa era un tanto opresivo. Un mundo pacífico y tierno pero tal vez demasiado introspectivo. El hecho de que mi papá trabajase en casa (entonces la agencia postal-telegráfica tenía que ser en la casa del jefe) contribuía mucho a crear esa sensación. Las dimensiones gigantescas de la casa y el número elevado de miembros de la familia también eran factores agravantes. Muchos amigos nos frecuentaban. Todos traíamos a nuestros compañeros a jugar. Además de las visitas que venían a ver a nuestros padres, aparecían para conversar colegas de trabajo y estudio de nuestras primas y hermanas mayores. Muchos eran indefectibles visitantes cotidianos. Así, el caserón era un mundo también para toda esa gente que venía del mundo. Nosotros mismos salíamos poco, ninguno tuvo nunca la costumbre de ir a jugar “a casa de los otros”. Pero la vida alegre y sensual del refugio estaba representada por la comida (su famosa alta calidad cerraba todavía más nuestro mundo), por la dulzura en el trato, por las ruedas de samba que se repetían en cada fiesta. Esto no debía desentonar con las costumbres sombrías y solemnes que nos daban al mismo tiempo seguridad y miedo. Recibíamos la bendición de nuestros padres todas las mañanas al despertar y a la noche antes de ir a la cama. Oíamos en respuesta: “Que Dios lo bendiga” o “Que Dios lo haga feliz” o “Que Dios le dé suerte”. Tratábamos a nuestros padres de o senhor y a senhora, no usábamos nunca el você, íntimo en Brasil, aunque fuese una forma abreviada de vosmecê, un tratamiento reverencial obligatorio hasta que fue sustituido por o senhor y a senhora, cosa que representó un gran alivio.3 No podíamos dormir sin rezar. Más de una vez oí que podríamos morirnos durante el sueño e ir al infierno si éramos sorprendidos sin haber orado. Veíamos familias enteras llevando el luto por algún pariente muerto y, aunque nuestros mayores repitiesen que eran más importantes los verdaderos sentimientos que las convenciones, cuando murió Mãe Mina, hermana de mi padre, queridísima tía nuestra (cuya agonía adiviné en medio de la noche al oír desde mi cama su respiración ahogada, en el cuarto en el cual Roberto y yo dormíamos con ella), se nos prohibió durante meses tocar el piano, ir al cine, bailar, usar ropa de colores, cantar, silbar o reír dentro de la casa (o incluso en la calle, “delante de los otros”). Había un “cuarto del santo”, que tenía un nicho con el Crucificado e imágenes de la Virgen, de San Antonio, de San José, la paloma del Espíritu Santo y el niño Jesús. Minha Ju –la hermana de mi padre que dedicó su vida a ayudarlo en nuestra crianza, trabajando con él en el telégrafo y dándole la totalidad de su salario– dirigía las oraciones: trece noches para San Antonio, un mes para San José, el mes de María, etcétera. Todo eso rezado a capela, sin música, al revés de lo que se hacía en otras casas, a pesar de que en la iglesia Minha Ju era una cantante (buena) del coro. Yo me acomodaba en esos rituales, pero, poco a poco, me fui rebelando contra las formalidades. Tenía intuiciones filosóficas complicadas. Sentí con fuerza la evidencia solipsista de la imposibilidad de probar para mí la existencia del mundo –incluso la de mi cuerpo. Con angustia y orgullo, a los siete u ocho años (sé que no pudo haber sido más tarde porque tuve ese pensamiento en la casa de los Correos, antes de que nos mudáramos a la Rua do Amparo, lo que sucedió cuando cumplí ocho años), me prometía crecer para hacer un escándalo entre los hombres respecto de la certeza de que, si no puedo salir de mí –y no puedo–, no existe mundo ni cosas ni nada, solo mi pensamiento. Y me reprimía frente al contrasentido de querer gritarle a los otros hombres que sabía que no existían. En ese entonces yo llegaba a pensar que denunciar su inexistencia sería un modo de forzar algún acontecimiento en el mundo. Poco tiempo después de nuestra mudanza a la Rua do Amparo, cuando acababa de tomar la primera comunión y tenía la obligación de asistir a la misa dominical, decidí comunicar a mis padres que no creía ni en Dios ni en los curas. No lo hice en tono oficial –ni siquiera con tanta claridad– porque había oído de mis hermanos que representaría un disgusto terrible para Minha Ju. Era curioso que no fuese necesariamente así también para mis padres. De hecho, eran los únicos que no iban a misa los domingos, aprovechaban que todos saliésemos para quedarse a solas el único día de la semana en que mi padre no trabajaba.
En esa casa de la Rua do Amparo, donde mi madre vive aún hoy,4 sucedieron las cosas más significativas de mi formación. Allí descubrí el sexo genital, vi La strada, me enamoré por primera vez (y por segunda, la más impresionante), leí Clarice Lispector y –lo más importante– escuché a João Gilberto.
Era tímido y extravagante. Introspectivo, me entregaba a muchas horas solitarias en la rama del guayabo púrpura del jardín y al piano de la sala, en el que sacaba de oído canciones simples aprendidas de la radio y cuyas melodías eran masacradas