Название | Pedro Casciaro |
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Автор произведения | Rafael Fiol Mateos |
Жанр | Документальная литература |
Серия | Libros sobre el Opus Dei |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788432152313 |
Lo encontré más nervioso e inquieto de lo que ya habitualmente era y, como nos teníamos mucha confianza, no dudé en indagar qué le pasaba. Se explayó conmigo y a lo largo de su conversación fui entendiendo que, en el corazón de la labor apostólica que había conocido y [en la que había] participado en la residencia de Ferraz, había un pequeño grupo de hombres, profesionales y estudiantes, que vivían tal entregamiento [a Dios] que incluía, entre otras cosas, la renuncia al matrimonio. Mi amigo estaba en plena crisis: no sabía si “aquello” era lo que el Señor le pedía.
Lo curioso fue que, mientras trataba de tranquilizarle, yo me iba progresivamente intranquilizando: aquel planteamiento fue totalmente nuevo para mí. Jamás había recibido del Padre la más mínima sugerencia en ese sentido, consejo o indicación, señalándome ese camino. Ciertamente había sembrado en mi alma la búsqueda de la santidad personal, el deseo de conocer la voluntad de Dios a través del trato con Jesucristo y la disposición de no ser cicatero con el Señor; pero nada más.
La vez siguiente que vi al Padre le expuse las inquietudes que habían nacido en mí, después de la conversación con aquel amigo. Me oyó con gran serenidad y se limitó a aconsejarme que procurara recuperar la vida de piedad, enfriada durante el verano, y que procurara también comenzar el curso escolar con mucho afán de estudiar; que dejara esas inquietudes en manos del Señor, que era Dios de paz[2].
El fundador del Opus Dei templaba sus miras y sus afanes, y elevaba su entusiasmo humano al plano sobrenatural. Seguir la vocación y entregarse a Dios implica un acto de fe, lanzarse, confiado en Dios, pero después de madurar la decisión, con plena libertad: «En la libertad y gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Pedro nos cuenta lo que pasó después:
En aquellas semanas procuré portarme bien pero, quizá para huir de tales inquietudes, me divertí más de la cuenta. Por el mismo “escapismo”, tuve la iniciativa de organizar, con cuatro o cinco compañeros de la Escuela, tres días de excursión a Toledo, aprovechando la fiesta de todos los santos (...). Fui a despedirme del Padre, que me aconsejó que procurara aprovechar esos días para hacer el mayor bien que pudiera a aquellos amigos y que procurara no dejar la Santa Misa.
En Toledo y a la vuelta de Toledo siguió la inquietud espiritual, por lo que decidí no faltar al retiro mensual[3] que el Padre predicaba en la residencia al domingo siguiente. La predicación del Padre era muy directa, basada siempre en el Evangelio y muy familiar: muy lejos de todo lo que pudiera ser áulico o retórico: era un estilo completamente diferente de lo que yo había oído antes. Además, se veía que hablaba de lo que llevaba dentro del alma.
Ya en la primera meditación vi claro que no podía hacer lo del joven [rico] del Evangelio: apegarme a lo que tenía o podría tener y huir triste[4]. Después vino la Santa Misa, celebrada por el Padre con tanta devoción que fue como una sacudida interior: otra sacudida más.
Al acabar el día de retiro busqué afanosamente al Padre y le pedí que me dejara ser socio numerario[5] del Opus Dei. (...) Me aconsejó nuevamente calma; me dijo que era preferible que esperara. Yo llevaba varios días sin poderme concentrar para estudiar o atender a lo que se decía en las clases de la Escuela o de la Universidad. Así se lo dije y fue un verdadero forcejeo.
Al principio me puso un plazo que me pareció excesivamente prudente; pero tanto le insistí que logré finalmente un plazo más breve. «Antes de tomar una determinación —me dijo— haz un triduo encomendándote al Espíritu Santo. Luego, obra en libertad, porque donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad (2 Cor 3,17)». Siguió hablándome de libertad, de la libertad con que hay que afrontar la vocación: in libertate vocati estis; habéis sido llamados a la libertad (Gal 5,13)[6].
Pedro comenzó aquel triduo al Espíritu Santo el lunes 18 de noviembre de 1935. Al terminar, el miércoles 20, se había reafirmado en su decisión de entregarse a Dios en el Opus Dei. Por consiguiente, ni corto ni perezoso escribió una carta a don Josemaría en la que le pedía la admisión en el Opus Dei y la echó al correo[7]. Cinco días después volvió a ver al Padre, que le confirmó su admisión y le regaló un pequeño crucifijo. Pedro lo conservó hasta su muerte. Con el pasar de los años recordará: «La determinación más decisiva de mi vida, responder a la llamada de Dios, la tomé dejándome el Padre en completa libertad, respetando con gran delicadeza la libertad de mi conciencia»[8]. San Josemaría no le habló de vocación, ni tampoco de una posible llamada al Opus Dei.
Si interesa mi testimonio personal —afirmaba el fundador de la Obra—, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas, como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura[9].
Mons. Escrivá buscaba situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios le pide. Conducía a las almas a descubrir el amor infinito y misericordioso de Dios, y la oportunidad de responder generosamente a ese amor. Casciaro recuerda que san Josemaría explicaba:
Nuestro Señor, que es Todopoderoso, modela a cada alma primorosamente, no la trabaja en serie y, aunque sea Padre de numerosos hijos, se comporta con cada uno como si no lo tuviera más que a él: tal es el inmenso amor y la omnipotencia de Dios. En correspondencia, cada hombre ha de tener con su Padre Dios una relación personal, y no refugiarse en el anonimato de la masa[10].
APRENDER A OBEDECER
Pedro conoció la Obra en enero de 1935. En ese momento de su vida se daban unas circunstancias que le hubieran presagiado una especial dificultad para aprender a obedecer. Algunos de los obstáculos procedían de su ambiente familiar, según él mismo escribió[11]. Era el hijo mayor, con una diferencia de casi nueve años sobre su hermano menor. También fue el nieto mayor por parte de padre y de madre. Su abuelo paterno —como nos contó Pedro muchas veces— ejercía una autoridad patriarcal sobre toda la familia y tenía una fuerte personalidad. Pero Pedro también tenía un temperamento fuerte; es probable que heredara el de su abuelo, reforzado por el de doña Emilia, su madre. El hecho es que, seguramente por esta afinidad entre ambos, Pedro, en lugar de adquirir una actitud de sumisión y encogimiento ante la autoridad familiar, nunca tuvo el menor temor o inhibición ante su abuelo, rayando en ocasiones la insolencia[12].
Se comprende, con estos antecedentes, que afirmara con convicción que «la primera persona que me enseñó a obedecer, con obediencia interna y externa, fue nuestro fundador», san Josemaría. «Y supo hacerlo con tal dulzura y talante humano que ni me di cuenta entonces»[13].
Hubo una expresión que oímos muchas veces de los labios de san Josemaría. A pesar de la sencillez de su formulación, contiene una profunda sabiduría. Solía decir que la razón más sobrenatural para cumplir la voluntad de Dios es «porque me da la gana», forma gráfica y asequible a todos para expresar la plena libertad de la obediencia cristiana. «Soy muy amigo de la libertad —afirmaba— y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»[14].
Pedro decía que el fundador poseía una excepcional capacidad pedagógica, que empleaba para formarles. Por aquel entonces captó tres principios fundamentales con los que alimentar esa “buena gana”. Primero: el Opus Dei no es simplemente una cosa buena, sino Obra de Dios. En segundo lugar: es Dios mismo quien escogió al fundador para realizar el Opus Dei en la tierra. Finalmente: yo había recibido la vocación al Opus Dei, ese era mi camino[15].
De la primera de esas ideas —el Opus Dei es un querer de Dios— se fue convenciendo a medida que el Padre fue leyéndole «sus escritos sobre el carácter sobrenatural de la Obra». Por otro lado, «el ejemplo de