Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Название Rumbo a Tartaria
Автор произведения Robert D. Kaplan
Жанр Документальная литература
Серия Ensayo Político
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788494596902



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eso me acuerdo tan vivamente del día que paseaba solo en Australia, el día en que cumplí veintiún años —continuó diciendo Fischer—. Porque ese recuerdo fue preservado por lo que, como descubrí después, había ocurrido aquel mismo día en Sărmaşu. Ve usted, Robert, nacionalismo húngaro, nacionalismo rumano: todos son malos. La frontera formada por los Cárpatos era buena comparada con las modernas fronteras nacionalistas, al menos los Cárpatos dividían imperios dentro de los cuales convivían pueblos y religiones. Yo soy cosmopolita. ¡Toda persona civilizada debería procurar serlo!

      Le dije que el cosmopolitismo debe estar unido siempre a la memoria. Sin memoria no hay posibilidad de que aflore la ironía, verdadera sustancia de la historia, pues, como decía Fischer, los judíos, los gitanos, los kurdos y otras minorías estuvieron relativamente seguros en el seno de regímenes autocráticos como la Austria de los Habsburgo y la Turquía de los otomanos, pero fueron asesinados u oprimidos cuando estas autocracias empezaron a alumbrar estados independientes dominados por mayorías étnicas, como, por ejemplo, Austria, Hungría, Rumania, Grecia y Turquía.

      Fischer tomó su bastón y me dijo que me pusiera el abrigo.

      —Vamos a dar un paseo. Tengo que mostrarle algo antes de que inicie su viaje.

      Durante treinta minutos me llevó con paso presuroso por bulevares lúgubres de escaso tráfico, por túneles y un parque vacío, después por la vía de un ferrocarril que atravesaba los sucios patios traseros de viejos bloques de pisos. Nos cruzamos con personas vestidas con ropas raídas y guardapolvos sucios, personas que llevaban carteras de mano deterioradas por el largo uso.

      —Ahora estamos en lo que Heimito von Doderer, escritor austríaco de principios del siglo XX, llamó «las partes pudibundas de una ciudad», donde ésta muestra los repugnantes órganos que se ocultan debajo de su preciosa piel —subrayó Fischer.

      Entonces pensé en el collar de luces que bordeaba las calles próximas al Danubio, con sus tiendas elegantes y sus grupos de turistas occidentales, a varias paradas de tranvía en dirección oeste: el centro de Budapest estaba ya en Europa occidental y en el siglo XXI, pero la parte de la ciudad donde nos encontrábamos continuaba en la Europa oriental y, como pronto supe, vivía en los tiempos anteriores a la caída del muro de Berlín.

      Cerca de la plaza Orczy, en el extremo suroriental de Budapest, llegamos a un inmenso poblado de cobertizos de estructura metálica y cantinas mugrientas montadas en vagones de tren rusos abandonados. Vi zapatillas de deporte, fabricadas en China, que se vendían por el equivalente de diez dólares, jerséis a cuatro dólares, calcetines, relojes, chaquetas, teléfonos móviles, champú, juguetes y otros muchos artículos, todo ello barato y fabricado en Asia o en países de la antigua Europa comunista. Muchos de los artículos eran rusos. La comida de las cantinas era turca. Los comerciantes eran chinos, kazakos, uzbekos y de otras zonas de Asia central, pero mayoritariamente chinos. Observé que había autobuses que se dirigían a Rumania y otros países del este, pero no al oeste. Por todas partes se veían policías, pues recientemente se habían cometido allí varios crímenes. Nadie iba bien vestido.

      —En Budapest, la gente llama a este lugar «mercado chino» —me dijo Fischer—. Surgió a principios de la década de 1990, cuando desapareció la Unión Soviética y China redujo las restricciones para viajar que pesaban sobre sus ciudadanos. Es un auténtico caravasar.

      Varias familias chinas controlaban una vasta red comercial clandestina que suministraba artículos baratos para la inmensa mayoría de las personas de Europa oriental, que no podían comprar en las tiendas nuevas de estilo occidental. Allí valía cualquier idioma. El comercio era el gran elemento integrador.

      —Sí, este lugar es un poco violento, hay muertes por ajuste de cuentas —dijo Fischer—. Pero ¿hay alguna diferencia con las calles de los barrios bajos de Odesa hace cien o doscientos años, donde mis antepasados judíos y los suyos vivieron en buena medida como estas gentes viven ahora?

      »Esto es todo lo que tengo que mostrarle, Robert —concluyó Fischer—. Recuerde que el telón de acero aún delimita una comunidad. Simplemente mire el mercado. Más de cuatro décadas de represión absoluta no pueden ser barridas en unos pocos años. —Fischer me condujo hasta un tranvía. Subió y me acompañó durante una parte del recorrido—. Es bueno que quiera pasar por Transilvania. Allí hay mucho que ver —dijo con voz nostálgica. Luego se apeó y se despidió levantando su bastón.

      Dejé el tranvía cerca de Nyugati Pályaudvar, la ambiciosa Estación Occidental, con columnas de acero, de Budapest, construida por Alexandre-Gustave Eiffel en la década de 1870, antes de que levantara en París la torre que lleva su nombre. En la Estación Occidental inicié mi viaje hacia Oriente. Ahora explicaré adónde me dirigí y por qué.

      2.

      RUMBO A ORIENTE

      Mi plan era cruzar lo que llamaré Nuevo Oriente Próximo, esa parte de Eurasia que se extiende desde el este de la Unión Europea y de los límites, recientemente ampliados, de la OTAN, hasta el oeste de China y el sur de Rusia. Se trata de una región imprecisa, en la que se superponen los legados culturales de los Imperios bizantino, persa y turco. Contiene el 70 por ciento de las reservas conocidas de petróleo y más del 40 por ciento de las reservas de gas natural.[11] Del mismo modo que el Imperio austríaco fue «el sismógrafo de Europa» en el siglo XIX, el Nuevo Oriente Próximo, que se extiende desde los Balcanes en dirección este hasta «Tartaria», puede constituir el sismógrafo de la política mundial y el escenario de una despiadada lucha por los recursos naturales en el siglo XXI.[12] El mando central del ejército de Estados Unidos, responsable de Oriente Próximo y lo más parecido que tiene Estados Unidos a una fuerza expedicionaria de estilo colonial, recientemente añadió al ámbito de su responsabilidad el Cáucaso, otrora soviético, y Asia central.

      Concretamente, decidí viajar hacia el sureste, desde Hungría hasta Turquía pasando por Rumania y Bulgaria; después a través de Siria, Líbano, Jordania e Israel. Tras volver a Turquía desde Israel, me dirigiría al Cáucaso y Asia central cruzando Anatolia. Como se ha escrito mucho acerca de la antigua Yugoslavia, decidí eludirla. La destrucción causada allí por la guerra étnica era evidente; constituía el resultado de la historia, de los perversos líderes que manipularon su memoria, de la ruina de la economía yugoslava en la década de 1980, que yo había presenciado personalmente, de la desaparición de la estructura de seguridad de la guerra fría y del fracaso de Occidente para intervenir en el momento oportuno. Pero lo que estaba ocurriendo en otros puntos de los Balcanes no era tan obvio.

      Yo quería ver personalmente las futuras fronteras de Europa, las razones de la progresiva desintegración de las dictaduras árabes y los efectos sociales y políticos de los nuevos oleoductos del mar Caspio. (Aunque en un principio se exageraron los recientes hallazgos de petróleo en el Caspio, en la próxima década la región constituirá el equivalente del mar del Norte en términos de producción de petróleo, además de ser un centro de transporte para algunas de las mayores reservas de gas natural del mundo.)

      Pero también me preocupaba la suerte de determinados sistemas políticos de la región, pues sabía que las instituciones gubernamentales de casi todos los países por los que tendría que pasar eran muy débiles. Es cierto que muchos regímenes se llamaban a sí mismos democracias, pero las relaciones de poder existentes en numerosos países ponían de manifiesto que los militares, los servicios de seguridad y las oligarquías financieras desempeñaban un papel importante, aunque no se quisiera admitir.

      Me preguntaba también cómo se veían a sí mismos los habitantes de la región. ¿Acaso las lealtades nacionales o étnicas estaban dando paso a nuevas formas de cosmopolitismo a través de la globalización? Si era así, ¿qué significaba eso para el futuro de los regímenes autoritarios? Si las dictaduras daban paso a formas de gobierno más democráticas, ¿supondría esto más estabilidad o menos —más civismo o menos— en los países por los que yo iba a pasar? Incluso en Israel, único país de mi ruta en el que hace ya tiempo que se ha institucionalizado un régimen democrático, es posible que éste no siga siendo necesariamente ilustrado, o civil, en las décadas futuras.