Un Trono para Las Hermanas . Морган Райс

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Название Un Trono para Las Hermanas
Автор произведения Морган Райс
Жанр Героическая фантастика
Серия Un Trono para Las Hermanas
Издательство Героическая фантастика
Год выпуска 0
isbn 9781640293557



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quería dar tiempo a los chicos para que se recuperaran. Había estado en muchas peleas durante sus años en el orfanato y sabía que no podía fiarse ni del tamaño ni de la fuerza. La rabia era lo único que la podía ayudar a superarlo. Y, afortunadamente, eso le sobraba.

      Golpeó y golpeó hasta que los chicos se retiraron. Puede que los hubieran preparado para unirse al ejército, pero los Hermanos Enmascarados de su bando no les enseñaban a luchar. Eso hubiera hecho que fueran muy difíciles de controlar. Catalina golpeó a uno de los chicos en la cara y, a continuación, se giró para golpear a otro en el hombro con un chasquido de hierro sobre hueso.

      —Levántate —le dijo a su hermana, tendiéndole la mano—. ¡Levántate ya!

      Su hermana se levantó aturdida, tomando la mano de Catalina como si, por una vez, fuera ella la hermana pequeña.

      Catalina salió corriendo y su hermana corrió con ella. Sofía parecía volver en sí mientras corrían, algo de su antigua seguridad parecía volver mientras corrían por los pasillos del orfanato.

      Catalina escuchaba gritos tras ellas, de los chicos o de las monjas o de ambos. No le preocupaba. Sabía que no había otra salida para escapar.

      —No podemos volver —dijo Sofía—. Tenemos que dejar el orfanato.

      Catalina asintió. Algo así no les supondría solo una paliza como castigo. Pero entonces Catalina recordó.

      —Entonces, vayámonos —respondió Catalina corriendo—. Pero primero tengo que…

      —No —dijo Sofía—. No hay tiempo. Déjalo todo. Lo que debemos hacer es irnos.

      Catalina negó con la cabeza. Había algunas cosas que no se podían dejar atrás.

      Así que, fue corriendo en dirección al dormitorio, sin soltar el brazo de Sofía para que esta la siguiera.

      El dormitorio era un lugar deprimente, con unas camas que eran poco más que unos listones de madera que sobresalían de la pared como estanterías. Catalina no era tan estúpida como para poner nada importante en el pequeño baúl que estaba a los pies de su cama, donde cualquiera podía robarlo. En su lugar, se dirigió hacia una grieta que había entre dos tablas del suelo, agitándolas con los dedos hasta que una se levantó.

      —Catalina —Sofía resopló y jadeó, mientras cogía aire—, no hay tiempo.

      Catalina negó con la cabeza.

      —No lo dejaré aquí.

      Sofía tenía que saber lo que había venido a buscar; el único recuerdo que tenía de aquella noche, de su antigua vida.

      Finalmente, el dedo de Catalina se agarró al metal y levantó el medallón limpiándolo para que brillara en la tenue luz.

      Cuando era niña, estaba segura de que era oro de verdad; una fortuna esperando a ser gastada Cuando se hizo más mayor, había entendido que era una aleación más barata, pero para entonces, ya tenía mucho más valor que el oro para ella de todos modos. La miniatura de dentro, de una mujer que sonreía mientras un hombre tenía la mano encima de su hombro, era lo más cercano que tenía a un recuerdo de sus padres.

      Catalina normalmente no lo llevaba puesto por miedo a que una de las otras niñas, o las monjas, se lo quitaran. Ahora, se lo metió dentro del vestido.

      —Vámonos —dijo.

      Corrieron hacia la puerta del orfanato, que supuestamente siempre estaba abierta porque la Diosa Enmascarada se había encontrado las puertas cerradas cuando visitó el mundo y había condenado a los que estaban dentro. Catalina y Sofía corrieron por los giros y vueltas de los pasillos, hasta salir al vestíbulo, mirando alrededor por si las perseguían.

      Catalina los escuchaba, pero ahora mismo solo había la hermana que normalmente estaba al lado de la puerta: una mujer voluminosa que se movió para bloquearles el camino incluso mientras las dos se acercaban. Catalina se puso colorada al recordar inmediatamente todos los años de palizas que había recibido de sus manos.

      —Aquí estáis —dijo en un tono severo—. Vosotras dos habéis sido muy desobedientes y…

      Catalina no se detuvo; le golpeó en el estómago con el atizador, lo suficientemente fuerte como para que se doblara de dolor. Ahora mismo, deseaba que fuera una de las elegantes espadas que llevaban los cortesanos, o quizás un hacha. Tal y como estaban las cosas, tuvo que conformarse con aturdir a la mujer el tiempo suficiente para que ella y Sofía pasaran corriendo por delante de ella.

      Pero entonces, justo cuando Catalina estaba atravesando las puertas, se detuvo.

      —¡Catalina! —chilló Sofía, con pánico en la voz—. ¡Vámonos! ¡¿Qué estás haciendo?!

      Pero Catalina no pudo controlarlo. Incluso con los gritos de aquellos que las perseguían de forma implacable. Incluso sabiendo que ponía en peligro la libertad de las dos.

      Dio dos pasos hacia delante, levantó el atizador en alto y golpeó a la monja una y otra vez en la espalda.

      La monja gruñía y gritaba a cada golpe y cada ruido era música para el oído de Catalina.

      —¡Catalina! —suplicó Sofía, al borde de las lágrimas.

      Catalina miró fijamente a la monja durante un buen rato, demasiado rato, pues necesitaba grabar esa imagen de venganza, de justicia, en su mente. Sabía que la sustentaría durante las horribles palizas que podrían venir a continuación.

      Entonces dio la vuelta y escapó con su hermana de la Casa de los Abandonados, como dos fugitivas de un barco que se está hundiendo. El hedor, el ruido y el bullicio de la ciudad golpearon a Catalina, pero esta vez no redujo la velocidad.

      Cogió la mano de su hermana y corrieron.

      Y corrieron.

      Y corrieron.

      Y, a pesar de todo, respiró profundamente y sonrió ampliamente.

      Aunque fuera por poco tiempo, habían encontrado la libertad.

      CAPÍTULO DOS

      Sofía nunca había tenido tanto tiempo, pero a la vez, nunca se había sentido tan viva, o tan libre. Mientras corría por la ciudad con su hermana, escuchó que Catalina gritaba de alegría por la emoción y esto la aliviaba igual que la aterrorizaba. Esto lo hacía demasiado real. Su vida nunca volvería a ser la misma.

      —Silencio —insistió Sofía—. Los atraerás hacia nosotras.

      —Van a venir de todas formas —respondió su hermana—. También podríamos divertirnos.

      Como para dejarlo más claro, esquivó un caballo, cogió una manzana de una carreta y y corrió por los adoquines de Ashton.

      La ciudad estaba animada con el mercado que venía cada Sexto Día y Sofía miró a su alrededor, sobresaltada por todo lo que veía, oía y olía. De no ser por el mercado, no tendría ni idea de qué día era. En la casa de los Abandonados, estas cosas no importaban, solo los interminables ciclos de oración y trabajo, castigo y aprendizaje por repetición.

      «Corre más deprisa» —le envió su hermana.

      El ruido de silbidos y gritos de algún lugar por allá atrás la incitó a coger más velocidad. Sofía siguió por un callejón y después siguió con dificultad a Catalina mientras esta subía por un muro. Su hermana, a pesar de su impetuosidad, era demasiado rápida, como un músculo fuerte y sólido esperando a saltar.

      Sofía apenas conseguía trepar mientras se oían más silbidos y, cuando ya estaba casi arriba del todo, la fuerte mano de Catalina la estaba esperando, como siempre. Se dio cuenta de que, incluso en esto, eran muy diferentes: la mano de Catalina era áspera, dura y musculosa, mientras que los dedos de Sofía eran largos, finos y delicados.

      «Dos lados de la misma moneda», solía decir su madre.

      —Han