Название | Una Canción para Los Huérfanos |
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Автор произведения | Морган Райс |
Жанр | Героическая фантастика |
Серия | Un Trono para Las Hermanas |
Издательство | Героическая фантастика |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9781640298491 |
Catalina notó el cambio en los pensamientos de la joven cuando esta escuchó algo y vio que abría los ojos de golpe.
—¿Qué… qué es esto? —preguntó.
—Lo siento —dijo Catalina, e hizo presión hacia abajo con la almohada.
Gertrude peleaba, pero no era lo suficientemente fuerte para sacar a Catalina. Con la fuerza que la fuente había liberado, Catalina podía mantener la almohada inmóvil con facilidad. Podía notar a la joven luchando para encontrar un lugar por el que respirar, o gritar, o pelear, pero Catalina mantenía su peso encima de la almohada, sin dejar la más mínima abertura para que se colara el aire.
Quería asegurar a Gertrude que todo iría bien; decirle que, en un minuto, Siobhan pararía esto. Quería decirle que por muy malo que pareciera ahora, todo iría bien. Pero no podía. Si lo decía, había demasiado peligro de que Siobhan supiera que no estaba tratando esto como algo real y la obligara a llevarlo a cabo. Había demasiado peligro de que Siobhan lanzara su alma a las profundidades infernales de la fuente.
Tenía que ser fuerte. Tenía que continuar.
Catalina mantenía la almohada inmovilizada mientras Gertrude la apaleaba y la arañaba. La mantenía inmóvil incluso cuando sus esfuerzos empezaron a debilitarse. Cuando se quedó quieta, Catalina miró a su alrededor, medio esperando que Siobhan apareciera de la nada para felicitarla, reviviera a Gertrude y declarara que esto había terminado.
En su lugar, solo había silencio.
Catalina retiró la almohada del rostro de la joven y, sorprendentemente, todavía parecía en paz, a pesar de la violencia de los segundos antes de aquel momento. No había nada de vida en aquella expresión, nada de la vivacidad que había habido mientras Catalina la había estado siguiendo por la ciudad.
Notaba que no había pensamientos que percibir, pero aun así, colocó los dedos en el pulso del cuello de Gertrude Illiard. No había nada. La joven se había ido y Catalina…
—La maté —dijo Catalina. Colocó de nuevo la almohada bajo la hija del comerciante, bajo su víctima y se apartó de la cama con un tropezón, como si la hubieran empujado. Sus pies se toparon con las botas que Gertrude se había quitado y Catalina cayó, poniéndose otra vez de pie como pudo a toda prisa—. La maté.
No pensaba que esto sucedería, realmente no. En ese momento, se odiaba a sí misma. Había matado antes, pero nunca así. Nunca a alguien tan indefenso, tan inocente.
—Señora, ¿está todo bien? —gritó la voz de la sirvienta desde el otro lado de la puerta.
Catalina deseaba quedarse allí, dejar que el suelo se la tragara, dejar que la gente la encontrara y la matara por lo que había hecho. Merecía eso y mucho más. Empezaba a darse cuenta de todo el horror de lo que acababa de hacer. Se había puesto encima de una mujer inocente y la había asfixiado hasta la muerte, para nada de una forma rápida, limpia o suave.
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