Название | Transmisión |
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Автор произведения | Морган Райс |
Жанр | Героическая фантастика |
Серия | Las Crónicas de la Invasión |
Издательство | Героическая фантастика |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9781640294608 |
Volvió a llorar durante un ratito. A pesar de sus intentos por mantenerse fuerte, Kevin también lo hizo. Pareció que pasó mucho rato antes de que su madre estuviera lo suficientemente tranquila para decir algo más.
—¿Dijeron que viste… planetas, Kevin? —preguntó.
—Los vi —dijo Kevin. ¿Cómo podía explicar cómo era? ¿Lo real que era?
Su madre lo recorrió con la mirada y ahora Kevin tenía la sensación de que estaba luchando para decir las palabras adecuadas. Luchando para ser reconfortante, firme y tranquila, todo a la vez—. Tu ves que esto no es real, ¿verdad, cariño? Es solo… es solo la enfermedad.
Kevin sabía que debía comprenderlo, pero…
—Esta no es la sensación que tengo —dijo Kevin.
—Ya lo sé —dijo su madre—. Y lo odio, pues me recuerda que mi hijito se está apagando. Me gustaría hacer que todo esto desapareciera.
Kevin no sabía qué decir a eso. Él también deseaba que desapareciera.
—Pero parece real —dijo Kevin, aún así.
Su madre se quedó callada durante un buen rato. Cuando por fin habló, su voz tenía el tono frágil e íntegro que llegó justo con el diagnóstico, pero que ahora ya era de sobra conocido.
—Tal vez… tal vez haya llegado el momento de que te vea esa psicóloga.
CAPÍTULO TRES
El despacho de la Dra. Linda Yalestrom no tenía ni de cerca el aspecto clínico de todos los demás en los que Kevin había estado últimamente. En primer lugar, era su casa, en Berkeley, tan cerca de la universidad que esta parecía confirmar sus credenciales con tanta certeza como los certificados que estaban cuidadosamente enmarcados en la pared.
El resto tenía el aspecto del tipo de despacho en casa que Kevin imaginaba por la televisión, con accesorios indefinidos que evidentemente habían sido desterrados aquí después de alguna mudanza anterior, un escritorio donde se habían amontonado trastos del resto de la casa y unas cuantas plantas en macetas que parecían aguardar su momento, preparadas para tomar el testigo.
A Kevin le gustaba la Dra. Yalestrom. Era una mujer de unos cincuenta años, bajita y con el pelo oscuro, cuya ropa alegremente estampada no podía estar más lejos de las batas médicas. Kevin pensó que podría hacerlo a propósito, si pasaba mucho tiempo trabajando con personas que ya habían recibido las peores noticias posibles de los médicos.
—Ven a sentarte, Kevin —dijo con una sonrisa, señalando hacia un amplio diván rojo que estaba muy gastado tras años de gente sentándose en él—. Sra. McKenzie, ¿por qué no nos deja un rato? Quiero que Kevin sienta que puede decir todo lo que necesita decir. Mi ayudante le traerá café.
Su madre asintió.
—Estaré aquí fuera.
Kevin fue a sentarse al sofá, que resultó ser tan cómodo como parecía. Miró las fotografías de excursiones para ir a pescar y vacaciones que había por toda la habitación. Le llevó un rato darse cuenta de algo importante.
—Usted no sale en ninguna de las fotos que hay aquí —dijo.
La Dra. Yalestrom sonrió al oírlo.
—La mayoría de mis clientes nunca se fijan. La verdad es que muchos de ellos son lugares a los que siempre quise ir, o lugares que oí que eran interesantes. Las puse porque los jovencitos como tú pasan mucho tiempo mirando la habitación, sin hacer otra cosa que hablar conmigo e imagino que al menos deberíais tener algo a lo que mirar.
A Kevin le pareció que era hacer un poco de trampa.
—Si trabaja mucho con gente que se está muriendo —dijo—, ¿por qué tiene fotos de lugares a los que siempre quiso ir? ¿Por qué dejarlo para más adelante, cuando usted ha visto que…?
—¿Cuando he visto lo rápido que todo puede acabar? —preguntó la Dra. Yalestrom, dulcemente.
Kevin asintió.
—Tal vez a causa de la maravillosa habilidad humana de saberlo y, aun así, procrastinar. O tal vez sí que he estado en algunos de estos lugares, y la razón por la que no estoy en las fotos solo es que creo que con una en la que yo mire fijamente a la gente hay más que suficiente.
Kevin no estaba seguro de si esas eran buenas razones o no. De algún modo, no parecían suficientes.
—¿Tú dónde irías, Kevin? —preguntó la Dra. Yalestrom—. ¿Dónde irías si pudieses ir a cualquier lugar?
—No lo sé —respondió él.
—Bueno, piénsalo. No tienes que decírmelo ahora mismo.
Kevin negó con la cabeza. Era raro hablar así con un adulto. Normalmente, cuando tienes trece años, las conversaciones se reducen a preguntas y órdenes. Con la posible excepción de su mamá, que igualmente estaba en el trabajo buena parte del tiempo, a los adultos realmente no les interesaba lo que alguien de su edad tenía que decir.
—No lo sé —repitió—. O sea, realmente nunca pensé que podría ir a algún sitio. —Intentaba pensar en lugares a los que le gustaría ir, pero era difícil que se le ocurriera algún lugar, especialmente ahora que solo le quedaban unos cuantos meses para hacerlo—. Siento que, piense en el lugar que piense, ¿qué sentido tiene? Muy pronto estaré muerto.
—¿Cuál crees que es el sentido? —preguntó la Dra. Yalestrom.
Kevin hizo todo lo posible por pensar en una razón.
—Creo que… ¿por qué muy pronto no es lo mismo que ahora?
La psicóloga asintió.
—Creo que esta es una buena manera de decirlo. Entonces, ¿hay algo que te gustaría hacer muy pronto, Kevin?
Kevin lo pensó.
—Supongo… supongo que debería decirle a Luna lo que está pasando.
—¿Y quién es Luna?
—Es mi amiga —dijo Kevin—. Ya no vamos al mismo colegio, o sea que no me ha visto desmayarme ni nada, y hace días que no la llamo, pero…
—Pero deberías decírselo —dijo la Dra. Yalestrom—. No es sano rechazar a tus amigos cuando las cosas no van bien, Kevin. Ni tan solo para protegerlos.
Kevin se tragó una negación, pues eso era más o menos lo que él estaba haciendo. No quería causar dolor a Luna con esto, no quería hacerle daño con las noticias de lo que iba a suceder. Esta era en parte la razón por la que no la había llamado en tanto tiempo.
—¿Qué más? —dijo la Dra. Yalestrom—. Vamos a probar otra vez con los lugares. Si pudieras ir a cualquier lugar, ¿adónde irías?
Kevin intentó escoger entre todos los lugares que había en la habitación, pero lo cierto era que solo había un paisaje que continuaba apareciendo en su cabeza, con unos colores que una cámara normal no podía capturar.
—Sonaría estúpido.
—No hay nada malo en sonar estúpido —le aseguró la Dra. Yalestrom—. Te contaré un secreto. La gente a menudo piensa que todo el mundo menos ellos son especiales. Piensan que las otras personas deben ser más inteligentes, o más valientes, o mejores, porque solo ellos pueden ver las partes de ellos mismos que no son esas cosas. Les preocupa que todos los demás digan lo correcto y que ellos parezcan estúpidos. Pero no es cierto.
Aun así, Kevin se quedó allí sentado durante unos segundos, examinando el tapizado del diván en detalle.
—Yo… yo veo lugares. Un lugar. Creo que esta es la razón por la que tuve que venir aquí.
La Dra. Yalestrom