El Don de la Batalla . Морган Райс

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Название El Don de la Batalla
Автор произведения Морган Райс
Жанр Героическая фантастика
Серия El Anillo del Hechicero
Издательство Героическая фантастика
Год выпуска 0
isbn 9781632919229



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aterrorizados al ver a todos sus hermanos muertos y, cuando vieron que Erec y sus hombres llegaron a la parte superior, dieron la vuelta y empezaron a huir. Bajaron corriendo por el otro extremo del fuerte, hacia las calles de la aldea y, al hacerlo, se encontraron con una sorpresa: los aldeanos ahora se habían envalentonado. Sus expresiones se habían transformado del terror a la rabia y se alzaron a la una. Se volvieron en contra de sus captores del Imperio, les arrancaron los látigos de las manos y empezaron a azotar a los soldados que huían mientras corrían en la otra dirección.

      Los soldados del Imperio no se lo esperaban y, uno a uno, cayeron bajo los látigos de los esclavos. Los esclavos continuaron azotándolos mientras estaban tirados en el suelo, una y otra y otra vez hasta que, finalmente, dejaron de moverse. Se había hecho justicia.

      Erec estaba en lo alto del fuerte, respirando con dificultad, con sus hombres a su lado y estudió la situación en silencio. La batalla había terminado. Allá abajo, a los aturdidos aldeanos les llevó un minuto asimilar lo que había sucedido, pero no tardaron mucho en hacerlo.

      Uno a uno empezaron a vitorear y un gran grito de alegría se levantó en el cielo, más y más fuerte, mientras sus rostros se llenaban de pura alegría. Era un grito de libertad. Erec sabía que esto hacía que todo valiera la pena. Sabía que este era el significado del valor.

      CAPÍTULO SIETE

      Godfrey estaba sentado en el suelo de piedra del cuarto subterráneo del palacio de Silis, Akorth, Fulton, Ario y Merek estaban a su lado, Dray a sus pies y Silis y sus hombres delante de ellos. Todos estaban allí sentados tristes, con las cabezas bajas, cogiéndose las rodillas con las manos y sabiendo que estaban esperando la muerte. La habitación temblaba con el ruido sordo de la guerra que se libraba allá arriba, de la invasión de Volusia, el sonido de su ciudad siendo saqueada resonaba en sus oídos. Todos estaban allí sentados, esperando, mientras los Caballeros de los Siete hacían Volusia añicos por encima de sus cabezas.

      Godfrey tomó otro trago de su zurrón de vino, el último zurrón de vino que quedaba en la ciudad, para intentar anestesiar el dolor, la certeza de su muerte inminente a manos del Imperio. Se miraba fijamente los pies mientras se preguntaba cómo había podido llegar a aquello. Hace unas lunas, estaba a salvo dentro del Anillo, bebiendo todo lo que quería, sin otra preocupación que no fuera qué taberna o qué prostíbulo debía visitar una noche cualquiera. Ahora aquí estaba, al otro lado del océano, en el Imperio, atrapado bajo tierra en una ciudad que se estaba quedando en ruinas, tras haber levantado una pared en su propia tumba.

      Su cabeza daba zumbidos y él intentaba aclarar su mente, concentrarse. Percibía lo que sus amigos estaban pensando, podía sentir el desprecio en sus miradas fulminantes: nunca tendrían que haberlo escuchado; tendrían que haber escapado cuando tuvieron la ocasión. Si no hubieran vuelto a por Silis, podrían haber llegado al puerto, subido a un barco y ahora estarían lejos de Volusia.

      Godfrey intentaba consolarse con el hecho de que, por lo menos, había devuelto un favor y había salvado la vida de aquella mujer. Si no hubiera llegado a tiempo para advertirle que bajara, seguramente ahora estaría allí arriba muerta. Esto debía de valer la pena, incluso aunque fuera impropio de él.

      “¿Y ahora qué?” preguntó Akorth.

      Godfrey se dio la vuelta y vio que le estaba lanzando una mirada acusadora, expresando la pregunta que quemaba en la mente de todos ellos.

      Godfrey miró a su alrededor y examinó la pequeña y sombría habitación, con las antorchas parpadeando, casi apagadas. Lo único que tenían eran sus míseras provisiones y un zurrón de cerveza, que estaban en un rincón. Era un velatorio. Todavía escuchaba el ruido de la guerra allá arriba, incluso a través de aquellos gruesos muros, y se preguntaba cuánto tiempo durar aquella invasión. ¿Horas? ¿Días? ¿Cuánto tiempo les llevaría a los Caballeros de los Siete conquistar Volusia? ¿Se marcharían?

      “No es a nosotros a quien quieren”, observó Godfrey. “Es el Imperio luchando contra el Imperio. Tienen una venganza contra Volusia. No tienen ningún problema con nosotros”.

      Silis negó con la cabeza.

      “Ocuparán este lugar”, dijo con pesimismo, cortando el silencio con su fuerte voz. “Los Caballeros de los Siete nunca se retiran.

      Todos se quedaron en silencio.

      “Entonces ¿durante cuánto tiempo podemos vivir aquí abajo?” preguntó Merek.

      Silis negó con la cabeza mientras echaba un vistazo a sus provisiones.

      “Una semana, quizás”, respondió.

      Entonces se escuchó un tremendo retumbo proveniente de arriba y Godfrey se encogió al notar que el suelo temblaba bajo sus pies.

      Silis se puso de pie de un salto, inquieta, andando de un lado al otro, examinando el techo mientras el polvo empezaba a colarse, cayendo como la lluvia sobre todos ellos. Sonaba como si de una avalancha de piedras sobre ellos se tratara y ella lo observaba como un dueño de la casa preocupado.

      “Han violado mi castillo”, dijo, más para sí misma que para ellos.

      Godfrey vio la mirada de dolor en su rostro y la reconoció como la mirada de alguien que pierde todo lo que tenía.

      Se giró y miró a Godfrey agradecida.

      “Si no fuera por ti, ahora estaría allí arriba. Salvaste nuestras vidas”.

      Godfrey suspiró.

      “¿Y para qué?” preguntó molesto. “¿De qué ha servido? ¿Para que todos muramos aquí abajo?”

      Silis parecía abatida.

      “Si nos quedamos aquí”, preguntó Merek, “¿moriremos todos?”

      Silis se giró hacia él y asintió con tristeza.

      “Sí”, contestó rotundamente. “No hoy ni mañana, pero en unos pocos días, sí. Ellos no pueden bajar aquí, pero nosotros no podemos subir. Muy pronto nuestras provisiones se acabarán”.

      “¿Y entonces qué?” preguntó Ario, mirándola. “¿Tiene pensado morir aquí abajo? Porque yo, por mi parte, no”.

      Silis andaba de un lado al otro, con el ceño fruncido, y Godfrey veía que estaba pensando largo y tendido.

      Entonces, finalmente, se detuvo.

      “Existe una posibilidad”, dijo. “Es peligrosa. Pero podría funcionar”.

      Se dio la vuelta y los miró y Godfrey se aguantó la respiración lleno de esperanza y a la expectativa.

      “En tiempos de mi padre, había un pasaje subterráneo bajo el castillo”. dijo ella. “Lleva al otro lado de los muros del castillo. Podemos encontrarlo, si es que todavía existe, y marchar de noche, bajo el refugio de la oscuridad. Podemos intentar llegar a la ciudad, al puerto. Podemos tomar uno de mis barcos, si todavía queda alguno, y marchar de este lugar.

      Se hizo un silencio largo e incierto en la habitación.

      “Peligroso”, dijo finalmente Merek con voz grave. “La ciudad estará a rebosar con el Imperio. ¿Cómo vamos a atravesarla sin que nos maten?”

      Silis encogió los hombros.

      “Es cierto”, respondió. “Si nos cogen, nos matarán. Pero si salimos cuando sea lo suficientemente oscuro y matamos a todo aquel que se interponga en nuestro camino, quizás lleguemos al puerto”.

      “¿Y qué sucede si encontramos el pasaje y llegamos hasta el puerto y sus barcos no están allí?” preguntó Ario.

      Ella lo miró.

      “Ningún plan es seguro”, dijo. “Puede que muramos allá fuera y también puede ser que muramos aquí abajo”.

      “La muerte nos llega a todos”, interrumpió Godfrey, con una nueva sensación de propósito, mientras se levantaba y miraba a los