Название | La guerra de Catón |
---|---|
Автор произведения | F. Xavier Hernàndez Cardona |
Жанр | Документальная литература |
Серия | Emporion |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788415930181 |
Los concurrentes no replicaron, todos tenían clara la estrategia: entorpecer a Roma era vencer. A continuación, pasaron revista a la política macedónica, pero la cosa era difícil. Tampoco estaba claro que los pusilánimes griegos fueran capaces de levantar cabeza. Los movimientos de Antíoco III en Tracia eran esperanzadores, pero aún no suponían una amenaza contra Roma. Creonte siguió atentamente el discurso del estratega, pidió instrucciones concretas en el conflicto emporitano y Aníbal estableció entonces las directrices.
─ Que nadie se engañe. Esta primavera los romanos enviarán a Emporion un ejército consular, eso es lo que haría yo, y eso es lo que harán ellos. En ningún caso debe presentarse batalla en campo abierto. El ejército íbero sería inmediatamente derrotado. Himilcón ha de hacerse fuerte en el campamento y propiciar que los romanos se dejen los dientes en la conquista. Y si ésta se hace inevitable se debe retirar y retrasar la marcha romana, a partir de la defensa de los poblados del territorio, y disputando casa por casa. Un estancamiento de la guerra en la Tierra Libre debilitará a los romanos de la Beturia y de la costa Malacitana, con los consiguientes problemas de obtención de plata. De nada les servirá controlar las minas de Cástulo.
─ Y mientras… ¿Qué debe hacer tu ojo occidental, estratega? ─inquirió Creonte.
─ Mi buen siracusano debe hacer lo que sabe. Tomas La Gracia de Siracusa y vas a Etruria, no es necesario que llegues a Ostia, sería demasiado arriesgado. Muévete entre Liburna y Masalia. Los ecos de cualquier movimiento romano llegarán a estos puertos. Avisa si los romanos embarcan legiones, utiliza nuestros comerciantes y marinos. Intenta retrasar al máximo la marcha del enemigo, sabotea a los suministradores, destruye los almacenes, mata a los oficiales, envenena a los soldados. Carga plata suficiente para sobornar lo que haga falta. Y si no tienes suficiente pide a los cambistas griegos de la Liguria, todos te aceptaran pagarés a nombre del banco de Antígono. Llévate matones, envenenadoras y aventureros. Intenta frenar a este ejército, y recuerda: cada día de retraso romano es un día de victoria. Confío en ti y en La Mano Negra de Tanit...
La Gracia de Siracusa fue acondicionada discretamente en el arsenal. Cargó exquisitos productos excelentes para el comercio, mucha plata, una singular tripulación complementaria y zarpó, prácticamente de incógnito, una madrugada del noveno mes. Tocó puertos en la Sicilia occidental, Cerdeña y Córcega, pasó a Elvia y siguió la costa de Etruria hasta Liburna, donde recaló esperando a que la primavera suministrara noticias. El Ojo de Aníbal estaba en el lugar oportuno al acecho de los movimientos romanos.
El furioso tranquilo
Roma, oficinas del Consulado en la Curia Hostilia. Nonas de maius. Año 558 (del 2 al 3 de mayo del año 195 a. C.).
La primera noche de las nonas de maius, Lucio salió a contemplar la Luna romana. La primavera se intuía. Desde la terraza del apartamento se podían ver miles de lucecitas en las colinas del Capitolio y el Palatino. La algazara de la calle llegaba amortiguada al balcón de su palomar. Valentina todavía roncaba, expandida plácidamente en el jergón, como era habitual, después de una tarde desenfrenada de pasión y sudor. En el encuentro se habían consumido los lamentables versos de Cneo Nevio. Lucio, escaso de carbón, había utilizado los papiros para encender el fuego, calentar vino y asar unas morcillas. Los pesados versos de la Guerra Púnica chisporrotearon con alegría contribuyendo a la preparación de una comida de campaña. Al llegar la hora nona, Valentina se despidió bostezando.
─ Me voy, Lucio. No sé, cada día me gustas más. Deberíamos casarnos o quizás vivir juntos... ¡mhhh, mi delicioso amante!, y con esta bravura que pones. Seguro que en Hispania hiciste muchas fechorías... Lo único que no soporto es que no tengas una buena bañera... siempre salgo pegajosa y con este hedor a sudor y sexo. Sin embargo, si quisieras vivir conmigo... tendríamos una gran bañera...
─ Recuerda que soy pobre, Valentina. Deberías ir a pie y prescindir de este delicioso perfume... no creo que fuera buena idea. Seguro que te cansarías pronto de mí y entonces... mala cosa...
Valentina se colgó del cuello de Lucio y le mordió el labio con una pasión excesiva. Finalmente, dulzona como siempre, se marchó. Lucio, desde la terraza, vio como en el cruce cuatro esclavos la recogían discretamente, en una silla de manos. Desaparecieron rápidamente entre las increpaciones obscenas de los trabajadores de la fullónica de la viuda Antonia que holgazaneaban en la entrada del establecimiento. Pasada la medianoche intentó dormir, pero el estado de excitación se lo impedía. Valentina le provocaba una sobreexcitación que pagaba con insomnio. Como en otras ocasiones, volvió la pesadilla recurrente: la última visión del padre y del hermano partiendo a la batalla, la masacre de Cannas... Los cartagineses arrancando anillos y cortando los dedos de los muertos, y la risa sardónica de Aníbal bailando sobre los cadáveres. De repente, unos terribles golpes en la puerta resonaron fuertes e impacientes. La pesadilla se desvaneció de inmediato. Lucio se levantó vacilante y pensó lo más lógico.
─ Algún cretino habrá confundido mi puerta con la de la viuda Antonia. Ya se sabe, esta mujer escasa de recursos vende su cuerpo a vecinos ociosos, viciosos o deseosos... ¡Qué pesadez de mujer... a ver...!
Lucio abrió la puerta con la lucerna en la mano, al pronto se iluminó una especie de armario humano con cota de malla y casco, acompañado de un segundo soldado. Eran hombres de Antonino Varrón, miembros de la milicia urbana, la cual, teóricamente, ponía orden en la ciudad y a menudo era una fuente de problemas, dado que ella misma actuaba como delincuencia organizada. Tras unos segundos de perplejidad, empezó a atar cabos.
─ Por todos los dioses, hoy si que han descubierto mi relación con Valentina. Antonino la ha atrapado y ahora vienen a detenerme. Su denso perfume todavía impregna la habitación... demasiado tiempo jugando con fuego...
Olió mecánicamente para constatar, con terror, que toda la cámara olía a sexo, sudor y perfume, el maldito y pegajoso perfume cartaginés. Calculó rápidamente sus posibilidades, la espada estaba bajo el jergón, podía intentar cogerla y abrirse paso. Veía dos soldados pero ignoraba si había más en la escalera. No, no podía presentar resistencia en el apartamento, aquello era una ratonera sin escapatoria. Pero, aun así, decidió que lucharía allí mismo si intentaban atarlo, en caso contrario, lo mejor sería huir cuando bajaran al portal, cargaría contra los guardias e intentaría perderse en las callejuelas del barrio. Pasado el momento de pánico, Lucio se serenó. Cuanta más tranquilidad más posibilidades tendría. El gigante estaba visiblemente enfadado ya que había tenido que subir las escaleras de cinco pisos, pero no parecía especialmente precavido ni agresivo. En una segunda ojeada pudo constatar que ni siquiera llevaba la espada desenvainada, y su acompañante aguantaba la lanza como si de una escoba se tratara. Entonces, el gigante avanzó el hocico y empezó a oler ruidosamente... sniff, sniff, sniff.
─ Chico, si tu eres Lucio Emilio vístete y sígueme, los jefes quieren hablar contigo, y se están impacientando. ¡Puaf! ¡Qué tufo! ¿Guardas animales muertos? ¿No sabes que está prohibido?
─ No, no es el olor de ningún animal, es un olor de mujer... ─precisó Lucio cada vez más intrigado.
─ ¡¿De mujer!? Pues vigila tu méntula, igual se te cae a pedazos, y dile que se limpie... qué repugnancia. Cada vez vemos cosas más extrañas en esta profesión.
─ Mira optio, esto son problemas míos, además ya pasa de la hora duodécima. ¿Quién dices que quiere ver? ¿Antonino Varrón?
─ Peor aún muchacho, tengo que llevarte a la oficina del cónsul Marco Porcio Catón, así que, espabila, que no estoy para bromas.
Lucio respiró profundamente, y aliviado. A lo que parecía aquella noche no terminaría en el fondo del Tíber, y la blanca Valentina podría continuar coqueteando desde su nube de perfume. El panorama imaginado unos segundos antes cambiaba. Ahora cualquier opción parecía buena, incluso si venía del maldito cónsul. Lucio intentó escabullirse dando largas.
─ Dile a ese Catón que éstas no son horas, además estoy medio borracho. Mañana iré a la Curia