Los papiros de la madre Teresa de Jesús. José Vicente Rodríguez Rodríguez

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Название Los papiros de la madre Teresa de Jesús
Автор произведения José Vicente Rodríguez Rodríguez
Жанр Философия
Серия Caminos
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788428565226



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Vos, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos, os me escondáis? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis. Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufriríais. No se sufre esto, Señor mío, suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama». [...] Algunas veces desatina tanto el amor, que no me siento, sino que en todo mi seso doy estas quejas y todo me lo sufre el Señor. ¡Alabado sea tan gran Rey! ¡Llegáramos a los de la tierra con estos atrevimientos! (V 37, 8-9).

      Cuando se encontraba con la oposición más dura a su primera fundación en San José de Ávila y le mandaron que lo dejase todo, se enfrenta con el Señor y le dice: «¡Señor!, esta casa no es mía; por Vos se ha hecho; ahora que no hay nadie que negocie, hágalo vuestra Majestad» (V 36, 17). Que en lenguaje casero significa: ahí queda eso. También cuando el traslado a la nueva casa de Salamanca, le pasó algo parecido: «Dije a nuestro Señor, casi quejándome, que: o no me mandase entender en estas obras, o remediase aquella necesidad» (F 19, 9).

      Además de pedir cuentas a Dios de esta manera y de otras parecidas, abunda en clamores a Cristo Jesús, del que dice que «veía que aunque era Dios que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura. ¡Oh Rey mío!, en todo se puede tratar y hablar con Vos, como quisiéremos» (V 37, 5).

      En ninguno de sus arrebatos oracionales, llenos de la más alta parresia, se trata de oraciones aprendidas o prefabricadas. Son agua viva, fuentes de agua viva alumbrada por el Espíritu Santo, maestro y mantenedor de la oración. Desde sus arrebatos parresiásticos defiende también a Cristo ante el Padre. Su parresia alcanza una cumbre altísima cuando se atreve ella a ser intercesora, la medianera, la «tercera» (CV 3, 9), como dice, entre Cristo y el Padre Celestial. Cuando se encuentra con que Cristo Jesús es tan vilipendiado, olvidado, perseguido, menospreciado en el mundo, se levanta Teresa y presiona al Padre Celestial:

      Mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominables y sucias; por su hermosura y limpieza no merece estar en casa adonde hay cosas semejantes. No lo hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos: hacedlo por vuestro Hijo (CV 35, 4).

      Pero su parresia que es tan fuerte tiene un freno. No se atreve a pedir al Padre que quite la Eucaristía del mundo, que el Hijo nos abandone. No quiere ni puede pedir ese traslado, pues «ya que una vez nos le dio para que muriese por nosotros, ya “nuestro es”. No nos le puede quitar, pues no se ha quedado sino “para ayudarnos y animarnos y sustentarnos”». ¡Y necesitamos tanto estas tres cosas: ayuda, ánimo y sustento! El texto oracional teresiano suena así: «Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir. ¿Qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale vuestra Majestad» (CV 35, 4).

      También se pronuncia santa Teresa en favor del Padre Eterno. Hace la Santa su semblanza del Padre Celestial e insiste ante el Hijo a favor del Padre, y entre otras cosas le dice:

      Mirad, Señor mío, que estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo, Vos lo decís, es razón que miréis por su honra. Ya que estáis Vos ofrecido a ser deshonrado por nosotros, dejad a vuestro Padre libre. No le obliguéis a tanto por gente tan ruin como yo, que le ha de dar tan malas gracias (CV 37, 3).

      La parresia oracional en santa Teresa es significativa cien por cien. Ya en las oraciones parresiásticas que hemos repasado había una valentía y audacia singulares. Términos usados por ella como «osar», «atreverse», «osadía», «atrevimiento» están apuntando a ese factor de intrepidez.

      La parresia no se desata solo en la oración sino en la audacia en decir y en denunciar verdades. Y así podemos ver cómo y hasta dónde santa Teresa es valiente frente a los hombres.

      Su parresia brota de su vida teologal, es aliento del Espíritu que la enseñaba a orar y la inspiraba fuerte y dulcemente; pero también en mil casos presupone lo animoso del temperamento de la Santa, de su condición: «Era menester –confiesa– ayudarme de todo mi ánimo, que dicen no le tengo pequeño, y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer» (V 8, 7).

      En esta tribuna teresiana se pueden apuntar no pocas gestas de su ánimo, tales como su audacia contra Satanás, audacia contra el mundo, audacia contra los luteranos; dejando por el momento estos puntos, se puede ver su audacia, su parresia en decir verdades. Una de las experiencias místicas más altas que tuvo se refiere a la que iguala a la Verdad con Dios. La verdad que se le dio a entender «es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza» (V 40, 4). Así se expresa en el último capítulo del libro de su Vida. Y con anterioridad en esa misma obra ha formulado: «¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades!» (V 21, 1).

      Verdades para el Rey y la corte

      Inmediatamente después de esta bienaventuranza, grita: «¡Oh, qué estado este para los reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué rectitud habría en el reino! ¡Qué de males se excusarían y habrían excusado! Aquí (en el último grado de oración) no se teme perder vida ni honra por amor de Dios. ¡Qué gran bien este para quien está obligado a mirar la honra del Señor que todos los que son menos, pues han de ser los reyes a quien sigan» (V 21, 1). Parece clara y directa la alusión a la corte y a la persona de Felipe II, a quien, por otra parte, tanto veneraba y quería que se le encomendase mucho en sus monasterios.

      Como, según ella, para decir y proclamar ciertas verdades hay que tener el mundo bajo los pies, no temía hablar este lenguaje. Y se desfoga con Dios con la fuerza y el ímpetu de su parresia:

      ¡Oh Señor!, si me dierais estado para decir a voces esto, no me creyeran, como hacen a muchos que lo saben decir de otras suertes que yo; mas al menos satisficiérame yo [...]. Paréceme que tuviera en poco la vida por dar a entender una sola verdad de estas; no sé después lo que hiciera, que no hay que fiar de mí. Con ser la que soy, me dan grandes ímpetus por decir esto a los que mandan, que me deshacen. De que no puedo más, tórnome a Vos, Señor mío, a pediros remedio para todo (V 21, 2).

      Y se le ocurre un remedio originalísimo y entrañable: «Bien sabéis Vos –atención al gesto de generosidad– que muy de buena gana me desposeería yo de las mercedes que me habéis hecho, con quedar en estado que no os ofendiese –esta es la única condición que pone– y que se las daría a los reyes; porque sé que sería imposible consentir cosas que ahora se consienten, ni dejar de haber grandísimos bienes» (ib).

      Este «bien sabéis Vos» con que inicia la confidencia hace ver que no se trata de una oración repentina en la que se le ocurrió esta renuncia, sino que es algo que lo tiene madurado en el alma y lo ha tratado más de una vez con Dios, con Jesucristo, «Rey de la gloria». Su último grito parresiástico por los reyes suena así: «¡Oh Dios mío! Dadles a entender a lo que están obligados» (V 21, 3). En la corte viene a decir, en otra parte, que no hay gente, no hay personas (que sean los privados de los reyes) que «tengan el mundo debajo de los pies, porque estos hablan verdades que no temen ni deben; no son para palacio, que allí no se deben usar, sino callar lo que mal les parece, que aun pensarlo no deben osar, por no ser desfavorecidos» (V 37, 5).

      Teresa no solo pensó tantas verdades, sino que se las dijo a su confesor y a Dios y le envió un mensaje al Rey. Habiendo entendido en la oración que le dijese al rey Felipe II que se acordase de Saúl (a quien Dios quitó el reino para dárselo a David), la Santa se resistía a decírselo. Sus confesores le mandaron que lo hiciese, cumpliendo esta voluntad divina. Obedeció y, desde entonces, el Rey la estimó en mucho y le enviaba a decir que le encomendase mucho a Dios, y se escribieron muchas veces el uno a la otra, con mucha llaneza y ella le llamaba «mi amigo el Rey». De las cuatro cartas teresianas que se conservan dirigidas a Felipe II, dos de ellas son otros tantos recursos apremiantes al Rey para que se sepa la verdad en el caso del padre Jerónimo Gracián, y para que triunfen la verdad y la justicia