La caracterización de la censura como un tipo de interacción de tres participantes limita en nuestro estudio sobre la censura algunos usos que se han hecho de este término, en concreto el de «censura estructural» del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Bourdieu (2001: 100) explica la comunicación como un mercado en el que los signos lingüísticos son bienes simbólicos por los que se obtienen beneficios. Esto hace que el hablante se esfuerce en obtener un máximo de beneficios. Considera, asimismo, que la coerción del mercado reviste una forma de censura –de autocensura, en concreto– porque determina como un pago tanto la manera de hablar entre dos personas como aquello que podrían decirse. Con el tiempo, este comportamiento configura el habitus del hablante, es decir, el conjunto de disposiciones que conducen a las personas a actuar y reaccionar de una cierta manera.3 Esta interpretación de la comunicación identifica al interlocutor con un censor, puesto que se iguala la autocensura (§ 5.1) con las habituales actividades de imagen y de acomodación del hablante al interlocutor.
Me explico. Los estudios pragmáticos sobre la cortesía verbal conciben las relaciones en la interacción verbal de un modo distinto al de Bourdieu. Parten de las propuestas del sociólogo canadiense Erving Goffman (1972), quien defendió que, al comunicarnos, los seres humanos presentamos una imagen (face) de nosotros mismos que esperamos que respete nuestro interlocutor. Para conseguirlo, en la interacción se produce una serie de actividades de imagen (facework). Supongamos que un hablante de un pueblo de la provincia de Sevilla varía por elección propia su ceceo habitual por el seseo de la capital cuando se afinca en ella o que una profesora pasa del tuteo al uso del usted ante un estudiante demasiado insistente en sus reclamaciones. No hay autocensura de acuerdo con la definición que se adopta en estas páginas, sino las actividades de imagen inevitables en quienes interactúan con los demás. Se trata de actividades que son propias de toda interacción: cómo nos presentamos a nosotros mismos y cómo esperamos que los demás nos acepten. El hablante del pueblo sevillano intenta que se le admita como a un capitalino más y la profesora procura mantener una prudente distancia con el estudiante.
Dentro de la psicología social y la sociolingüística, un concepto cercano al de actividad de imagen de la pragmática es el de acomodación. Howard Giles propuso la teoría de la acomodación en el habla –posteriormente, teoría de la acomodación en la comunicación (Communication Accommodation Theory)–en la década de 1970. La acomodación consiste en el ajuste verbal o no verbal de los comportamientos comunicativos entre los participantes en una interacción. Por otro lado, del mismo modo que puede existir una acomodación entre interlocutores, puede darse una falta intencional de acomodación. Así, un policía puede acomodar su modo de comunicación con ciertos ciudadanos –convergencia–, pero no acomodarse a los que considera delincuentes –divergencia–.4
No tener en cuenta lo consustancial con el ser humano de estas actividades de imagen y de acomodación encamina a Bourdieu a hallar una generalización de formulaciones de compromiso –«eufemismos», en sus términos– en la mayor parte de los discursos debida a una transacción entre el interés expresivo (lo que hay que decir) y lo que sería una censura inherente a las particulares relaciones de producción lingüística.5
Sin embargo, este planteamiento parte de una simplificación de la comunicación. No hay que confundir lo que se quiere comunicar y una expresión en concreto fuera de todo contexto, una expresión que, forzados por las circunstancias, casi siempre se traicionaría. Si a un pasajero del autobús, siguiendo la norma española le decimos: «Perdón» o «¿Va usted a salir?»,6 le estamos pidiendo que se aparte para dejarnos bajar. Esta no es una forma censurada frente a: «Apártate», sino la que transmite lo que se tiene intención de comunicar sin añadir una ofensa. No existen expresiones naturales en una lengua que se correspondan a un buen salvaje absolutamente desinhibido en un mundo sin circunstancias; todas son estímulos que pretenden comunicar de un modo ostensivo lo que se desea en un contexto determinado. Los franceses que saludan con un «bonjour, madame» no se censuran frente a los españoles que se dirigen a una señora con un simple «buenos días» –esto es, sin la forma apelativa de tratamiento– se limitan tan solo a saber hablar en francés.
De acuerdo con este punto de partida, no se ha de identificar la exigencia de formas de cortesía o de acomodación –«eufemización», en términos de Bourdieu– con censura. Existen, incluso, culturas que se caracterizan por la elusión del verbalismo y no por ello hemos de apreciar que sean culturas intrínsecamente censuristas; así, por ejemplo, la cultura japonesa no comparte con la occidental la preocupación por comunicar todo con palabras. Los japoneses educados limitan la expresión de sus deseos y opiniones personales, porque se podrían considerar ofensivos; y se valoran como inmaduras las personas que no saben comportarse de este modo.7
Asimismo, no se podría considerar autocensura la limitación en la formulación de un discurso por la que el propio emisor evita expresar ciertas ideas no por temor a un tercero, sino por los límites de actuación que él mismo se ha impuesto. No sería, pues, censura –de nuevo, tal como se entiende en este estudio–, sino un caso de actividad de imagen lo que la escritora Elvira Lindo (en El País Domingo, 31-10-2010: 15) denomina «autocensura» en el siguiente texto:
Cuando los estudiantes de periodismo me preguntan si me someto a autocensura en estos artículos respondo aquello que en principio no esperan oír: ¡claro que sí! Pienso dos veces lo que escribo, me arrepiento si he herido sin fundamento a alguien y no me fío de las personas que presumen de soltar lo primero que se les viene a la boca.
Como sucede con el resto de los hablantes, Lindo sabe que sus palabras afectan a otras personas y actúa en consecuencia. Elige la mejor formulación de su discurso para comunicar lo que desea y, de acuerdo con sus principios morales –no los de un censor–, evita ofender. Una primera elección comunicativa de cualquier hablante es la de callar, la de permanecer en silencio. Dejamos de decir cosas que pudieran herir a otros y no por eso, de acuerdo con la definición que aquí se adopta, nos autocensuramos.
Pese a esta ubicación de la censura dentro de la interacción triádica, existen casos en los que en interacciones verbales de dos personas –interacciones diádicas– sí puede tener lugar una verdadera autocensura: cuando se teme la delación (§ 5.2.2). En estas ocasiones, el censor –sea una institución o un grupo– no accede directamente a aquello que se dice en una interacción verbal determinada, pero el receptor del mensaje puede llevar a cabo una delación y comunicárselo. Hay que tener muy presente que en muchas situaciones históricas la delación se extiende y, por ende, trae consigo una autocensura generalizada. No es difícil documentar, por poner un ejemplo extremo, el hecho de denuncias de hijos contra sus propios padres.8 El franciscano fray Bernardino de Sahagún (1988 [1577], libro X, capítulo 27: II, 633) recoge en su Historia general de las cosas de Nueva España que algunos de los muchachos que se educaban en su colegio de Tlatelolco delataban a sus padres si «hacían idolatría siendo bautizados». Y, más recientemente, el régimen soviético convirtió en héroe y mártir al niño Pávlik Morózov, que, de acuerdo con la propaganda, había denunciado a su padre por un comportamiento «contrarrevolucionario». Su delación se enseñaba como ejemplo de conducta en las escuelas de la