La música de la República. Eva Brann T.H.

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Название La música de la República
Автор произведения Eva Brann T.H.
Жанр Документальная литература
Серия Estètica&Crítica
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788437099590



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todos los relatos anteriores al discurso, como punto de partida. Ese tono debe parecer, dice, «absurdo» a menos que pueda mostrarse que Sócrates estaba invitando deliberadamente a la muerte como escapatoria a la decadencia de la vejez (6). Esa es el enunciado clásico de la tradición que propone la auto-eutanasia para explicar la extraña conducta de Sócrates ante el tribunal. Es evidente que la defensa de Sócrates fracasa deliberadamente.

      Sin embargo, Platón intenta anticiparse a esa explicación de ese hecho sorprendente en el diálogo del último día de Sócrates, el Fedón. Allí el propio Sócrates argumenta que el suicidio es inadmisible, por deseable que pueda parecer la muerte (62 a). Juzgar que Sócrates manipuló a los atenienses para que lo mataran y confundir su acogedora aceptación de la muerte con el suicidio es trivializar los acontecimientos de aquel día en el tribunal. Solo queda el hecho de que Sócrates sugirió la condena.

      VIII Presentaré a continuación una repetición crítica del discurso de Sócrates en los términos menos favorables.

      Sócrates empieza acusando a los que le acusan de mentir cuando advierten al tribunal que es un hábil y formidable orador. Desacostumbrado a hablar en público, no es formidable, «a menos que consideren formidable a quien dice la verdad» (17 b). Presentará la verdad y, de hecho, en el siguiente discurso, por muy «ajeno» que sea «a la dicción» de la multitud, dominará por completo la situación. Conseguirá incluso alargarlo para introducir su modo dialéctico en el proceso cuando interrogue a Meleto, uno de los acusadores, que está obligado por ley a someterse a examen. Sabiamente, omite llamar a su mayor oponente, Ánito.

      Ataca a ese joven inadecuado, que se apresura a acusarlo «ante la ciudad que es como su madre», como lo expone Sócrates (Eutifrón 2 c), con un argumento ad hominem: a Meleto no le importa la sustancia de la acusación. Pero ¿qué peso puede tener eso en la ley, suponiendo que fuera así? En cualquier caso, Sócrates no deja que Meleto responda a su pregunta –¿quién, entonces, mejora a los jóvenes?– del único modo que Meleto y los que lo respaldan saben, es decir, afirmando que las leyes, pero sobre todo los ciudadanos, perfeccionan a los jóvenes (24-25). En el Menón (92 e) ya había desaprobado la respuesta de Ánito, según la cual son los ciudadanos respetables de la ciudad, sus caballeros, los que transmiten la excelencia de generación en generación. Ahora Sócrates quiere que Meleto diga al tribunal qué profesión en particular, como el entrenador de caballos, ejercita a los jóvenes de Atenas en la excelencia. Por supuesto, eso es precisamente a lo que se resisten los partidarios de Meleto: la noción de que la formación moral de sus hijos deba estar en manos de tales expertos.

      Como parte del amplio ataque de Sócrates a la buena fe de sus acusadores, sustituye la acusación formal con un cargo que él mismo aporta. Al presentar su cargo, afirma Sócrates, Meleto confió en una «antigua calumnia» (19 a, 28 b), un odio sostenido contra él en la ciudad, que Sócrates asocia a la comedia de Aristófanes Las nubes. Pero hay dificultades. No solo se refiere luego a la alta estima en la que se le tiene en la ciudad, donde «prevalece la opinión de que Sócrates es más que la mayoría de los hombres» (35 a), sino que la relación entre Sócrates y Aristófanes en el Banquete y la veneración de Platón por el dramaturgo hacen que sea difícil mantener que los amigos de Sócrates considerasen por lo común que la vieja comedia llevase casi un cuarto de siglo buscando su perdición.

      IX Entonces, Sócrates se inventa una supuesta acusación basada en Las nubes (112, 117) que dice así: «Sócrates obra mal y se entromete, investigando lo que hay bajo la tierra y las cosas celestes y haciendo del peor razonamiento el más fuerte y enseñando a otros esas cosas» (19 b).

      Por medio de esa reformulación simula que el verdadero cargo de irreverencia –que él mismo reconoce en el Eutifrón (5 c)– se dirige a su supuesta investigación de la naturaleza de los cuerpos celestes y asuntos parecidos. Dejó todo eso hace tiempo, en su juventud, por razones que se exponen en el Fedón (96 b). De esas cuestiones, argumenta de forma bastante creíble, ya no sabe nada ni le conciernen. Sin embargo, en ese mismo diálogo da una vívida topología de las cosas que están por encima y por debajo de la tierra (198 e ss.), como hace en la República y en otras conversaciones. ¿De verdad puede argumentar de buena fe que ya no tiene ningún interés en la cosmología y la escatología cuando inventa historias novedosas y mitos privados sobre los reinos superior e inferior, precisamente la empresa que trastorna a los atenienses?

      Sin embargo, su principal defensa contra la «antigua calumnia» –que no es, en el fondo, más que la imputación de sofistería– descansa en un cuento que cuenta (20 e). Querefonte, su compinche en Las nubes, había perpetrado un golpe en Delfos: había hecho que el oráculo de Apolo declarara que nadie era más sabio que Sócrates. Después de eso, Sócrates se propuso modestamente probar que el dios se equivocaba, pero, a su pesar, ¡falló! Llama a esa tarea «dar la máxima prioridad al servicio del dios» (21 e) y considera que mencionarlo es suficiente defensa contra el cargo (24 b).

      X La acusación correcta, como Sócrates la cita, es: «Que Sócrates obra mal corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras semidivinidades nuevas» (24 b).

      Así es como afronta el verdadero cargo de irreverencia cuando le llega. La redacción del primer punto, si se traduce cuidadosamente el significado del verbo nomizein, dice que Sócrates «no considera a los dioses de la manera acostumbrada». Contra esto, Sócrates no tiene defensa. Él mismo admite que es cierto ante Eutifrón. Le cuenta que él, Sócrates, no puede aceptar las historias tradicionales de los dioses, es decir, los mitos comunes de los griegos; esa, añade, es la razón de su procesamiento (Eutifrón 6 a). Sin embargo, al interrogar a Meleto, hace que caiga en la trampa de una formulación alterada, a saber, que Sócrates «no cree que los dioses existan» (nomizein einai, 26 c, d). Ahora puede defenderse y presenta un argumento tan lógico como ridículo. Usando el sumario, alega que al imputado de introducir nuevas semidivinidades no se le puede acusar de no creer en los dioses plenos, que han de ser sus padres, más de lo que puede suponerse que quien reconozca la existencia de las mulas no crea en la de sus padres, esto es, caballos y asnos (27 c). Hasta ahí llega la irreverencia.

      Queda el cargo de la introducción de nuevas divinidades. Sócrates aclara en el Eutifrón (3 b) y de nuevo en la Apología (31 d) que entiende que los acusadores estén pensando en su célebre daimónion,«lo semi-divino» que hay en él, y que lo consideren un «hacedor de dioses» por ello. Sin embargo, no solo no se esfuerza por mitigar sus aprensiones, sino que incluso insiste en su «signo divino» de forma más agresiva ante el tribunal que en ninguna otra parte.

      XI ¿Cómo se defiende Sócrates a continuación del cargo de corrupción? Su versión en términos de la «antigua calumnia» es que Sócrates es «inteligente», el único sofista y pensador nativo que imparte una peligrosa sabiduría a una camarilla en un pensatorio. Desde luego, como todo el mundo sabe dentro y fuera del diálogo, Sócrates no tiene un establecimiento propio, así que el argumento cómico no necesita refutación. Su contrapartida seria en la acusación real, por otra parte, es que ofrece enseñanzas esotéricas. Sócrates denuncia que ese cargo es falso y mantiene que nadie le ha oído decir nada en privado que no fuera bien recibido por todos (33 b). Si yo hubiera estado en ese tribunal, me habría negado a creerle. No hay nada más claro que el hecho de que Sócrates no le diga todo a cualquiera.

      Además, Sócrates sabe perfectamente que sus acusadores no tienen un conocimiento preciso de los sofistas, esa intrusa tribu viajera de profesionales. En el Menón, Ánito pasa por la conversación expresando horror por esa gente, pero confiesa con facilidad que nunca ha conocido a ninguno. Sócrates no está en condiciones de ridiculizarlo por esa falta de experiencia, pues en la República sostiene que sería útil que un médico probara la enfermedad en su propio cuerpo, pero que de ningún modo es bueno que alguien con la intención de gobernar el alma por sí misma experimente la corrupción (409 a). Un magistrado como Ánito podría afirmar que como precaución no intenta conocer a los que desprecia por puro sentido común.

      Por tanto, puesto que la descripción de la competencia de los sofistas se deja a Sócrates, escoge presentarlos como personas que «podrían tener una sabiduría