Si comparamos los requisitos con los que, desde un planteamiento completamente distinto, el de la antropología del arte, formula R. L. Anderson (1989) su definición de arte, la novedad más importante recae en la importancia que este autor otorga al significado cultural del estilo en la obra de arte. Toda obra de arte deberá corresponder a un estilo que garantiza su significado social; además, tendrá un componente sensitivo, y mostrará una especial habilidad, si bien en este caso puntualiza sobre el hecho de que no se trata de un magisterio como concepto universal, sino que este dependerá del contexto cultural y del medio artístico, y en esa habilidad intervendrán tanto las capacidades manuales como las cognitivas.
Con todo, es K. Coe (2003) quien acota más los requisitos que debe cumplir una obra de arte para ser considerada como tal: que haya sido hecha por humanos, que haga uso del color, la línea o tenga un patrón o forma, y que no tenga otra función que la de atraer nuestra atención. A nadie se le escapará que esta definición tiene la virtud de dar cuenta de la importancia de la comunicación en la obra de arte, ya que cabe pensar que la focalización de la atención no se limita a la forma, sino que incluirá también el contenido, el mensaje que transmite o ayuda a transmitir. Sin embargo, tal y como Davies reflexiona al respecto de esta propuesta, la expresión taxativa «de que no tenga otra función» nos sitúa de nuevo en una posición incómoda cuando queremos valorar los objetos decorados que son funcionalmente activos, numerosos en las sociedades paleolíticas y en las sociedades simples. Esta definición nos vuelve a situar ante esa visión moderna que tiende a distinguir entre arte y artesanía, y considera al primero, en la más pura tradición kantiana, como algo desprovisto de otro valor que el puramente estético, la conocida idea de la inutilidad funcional de la obra de arte.
Aunque buena parte de los especialistas en la historia del arte y antropología estarían de acuerdo con la idea de que para hablar de arte debemos estar ante el resultado de la actividad humana, no faltan quienes cuestionan este planteamiento y consideran que limitar el arte y la apreciación estética al producto de los seres humanos constituye una visión del mundo natural marcadamente etnocéntrica. Los trabajos de R. O. Prum1 pueden ayudarnos a explicar esta forma de ver las cosas. Este ornitólogo de la Universidad de Yale considera que el arte surge a través de un proceso estético que es generalizable a una buena parte de los seres vivos, en gran medida vinculado a la selección sexual, y por tanto no es exclusivo de los seres humanos. Según este autor, el arte consiste, en lo fundamental, en una forma de comunicación que ha coevolucionado con su evaluación, es decir, en un contexto social, y el arte y la estética son consecuencias emergentes de señales de comunicación emitidas por los organismos vivos. Como Prum nos recuerda, la apreciación estética que interviene en la selección sexual fue ya planteada por Darwin cuando defendió su importancia en términos evolutivos. La propuesta, sumamente sugerente al romper con la idea de la exclusividad del comportamiento artístico humano, exige alguna discusión. En primer lugar, el mismo autor insiste en que las experiencias estéticas no pueden valorarse más que en el ámbito histórico de su producción y uso (su evaluación), y por lo mismo lo único que podemos decir es que los comportamientos estéticos del reino animal, generadores de «belleza», constituyen un valor añadido de la apreciación estética humana de estos, pero no coevolucionan con nuestra evaluación. Son nuestra cultura y nuestra experiencia las que nos inducen a la apreciación de estos fenómenos, a la proyección de nuestras preferencias estéticas, a la contemplación de la belleza del mundo, ya sea esta de carácter biótico o abiótico. Sin embargo, nuestra apreciación de esta belleza se desvincula de su evaluación en términos coevolutivos. Apreciamos estéticamente la señal, pero sin que intervengamos en su evaluación, al menos en los términos coevolutivos que resultan fundamentales en la propuesta de este autor. Es nuestra cultura la que favorece la proyección estética de unas señales que nos son ajenas. Bastará un ejemplo para explicar esta idea: el canto nupcial de los pájaros, a diferencias de las llamadas de alerta, ha coevolucionado en cada especie a partir de la evaluación, el juicio estético que de este hacen los receptores de la señal, y está sujeto a las mismas variaciones culturales que se pueden establecer en las variantes artísticas de las sociedades humanas. En esta visión, «las sensibilidades estéticas» no son el simple resultado de los componentes estáticos, biológicos, esencialistas y positivos de la experiencia sensorial, del «cableado» de nuestro cerebro, y cambian porque están «continuamente moldeadas por coevolución por las entidades estéticas de su consideración». De manera que la naturaleza estética es tan históricamente dinámica como la naturaleza del arte, y ambos conceptos, arte y estética, son interdependientes. En todo caso, no está de más insistir que en esta propuesta la apreciación estética de la belleza del mundo animal no constituye más que una dimensión añadida al componente estético del rasgo que es objeto de la apreciación humana. La valoración estética del color del plumaje y la melodía del canto de determinadas aves, o los colores y dibujos de las alas de las mariposas, los aromas, formas y colores de ciertas flores, o cualquier atributo físico o comportamental esgrimido por los seres vivos, si han de entenderse como señales vinculadas a la selección sexual o la reproducción, se restringe evolutivamente al ámbito social o natural en el que surgieron esas señales comunicativas.
En segundo lugar, el problema de la propuesta de Prum no está en la aceptación de las capacidades estéticas en el juicio de los animales no humanos, sino en considerar que los atributos físicos o fenotípicos que evolucionan de estos juicios estéticos puedan ser considerados arte. Estética, belleza y arte constituyen tres términos que se intercambian con facilidad en este discurso y su diferenciación resulta indispensable para no caer en contradicciones epistemológicas insalvables. Baste por el momento señalar que resulta muy forzado considerar como arte los colores del plumaje de las aves, la forma de las cornamentas de determinados mamíferos o el croar de las ranas en los periodos de celo. Volveremos sobre este tema al tratar específicamente la necesaria distinción entre estética y arte, por mucho que ambas estén correlacionadas; así como de la ambigüedad del concepto de belleza según lo consideremos en términos sexuales o como un atributo artístico.
¿ARTE O ARTES?
La pregunta puede parecernos artificial, pero resulta importante tanto en relación con la definición del arte paleolítico como por sus implicaciones en la valoración del origen evolutivo del arte. Como veremos en el capítulo siguiente, uno de los grandes inconvenientes para la consideración de que la capacidad artística sea el resultado de una adaptación está, precisamente, en la amplitud de manifestaciones o creaciones que abarca el término arte. Ya se ha indicado que este trabajo se limita a la valoración del arte visual, pero otros tipos de producciones artísticas han estado también presentes a lo largo de la historia y probablemente su arranque debió de ser tan temprano o más que el del arte visual. La música, la danza, la narrativa de ficción, por no citar más que las más comunes documentadas etnográficamente en las sociedades simples, son formas artísticas cuya valoración es obligado separar del arte visual, pues implican la activación de sistemas perceptivos diferentes y su capacidad comunicadora es muy diversa y distinta de la del arte visual. Por otra parte, como se ya se ha indicado, el concepto y uso del arte ha ido variando a lo largo de la historia, y resulta necesario precisar en cada etapa cuáles son sus características y su función social. Existen dos posibilidades a la hora de enfrentarse a la variación del arte visual: especificar en cada caso cuáles son las características que atribuimos a cada tipo de arte u optar por establecer una definición de arte tan amplia que en ella quepan todas las variaciones posibles en términos diacrónicos y regionales. Esta última opción se acompaña, bajo el término de «Estudios de Arte Mundial», no solo de la incorporación en su objeto de estudio de todo tipo de artes, con independencia de su cronología y situación regional, sino del enfoque globalizador y comparativo con el que se aborda su estudio (van Damme y Zijlmans, 2012). Y a diferencia de los estudios clásicos de la historia del arte, la novedad estriba en su carácter multidisciplinar, con la incorporación de la antropología, la neurociencia y la filosofía, entre otras disciplinas (Onians, 1996).