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de la comarca. Con el tiempo, este fetiche de lo fijo y la sospecha del movimiento adquirieron un sentido más amplio y metafórico. Tanto para el trabajador itinerante como para el patrono local bien establecido había inevitablemente algo temible y desconocido en el mundo que esperaba tan cerca como Elche o Crevillente, aún más temible en Barcelona o quizá incluso más lejos. El sentimiento de que uno volvía «afectado» de alguna manera empezó a extenderse. Para muchos trabajadores se trataba de verse afectado por la experiencia. Algunas veces estas experiencias eran, a corto plazo, desagradables, incluso un revés, pero, consideradas en su conjunto y con la perspectiva de los años, podían significar una educación, un movimiento hacia un tipo de madurez más cosmopolita. En cambio, para aquellos que se había dejado atrás –no solo los patronos y sus agentes, sino sus dependientes más subordinados–, el viaje implicaba ser afectado por algo desconocido y casi inevitablemente amenazador e impuro –impuro en el sentido de que perturbaba el orden conocido del mundo local, introduciendo variables nuevas en la toma de decisiones y posibilidades más amplias para un futuro.

      Si pretendiéramos preguntar cómo empezó a existir una cultura de la localidad en esta área o cómo podía ser la textura específica de su estructura de sentimiento, entonces podría valer la pena reflexionar sobre estos rasgos.

      HISTORIAS DE REGULACIÓN

      En cuanto a la política, como la Ford Motor Company, podríamos haber sido fácilmente engañados. Trabajando, como hemos hecho, durante la era posfranquista, descubrimos que la mayoría de gente tenía poco interés por la política nacional y mucho menos aún por sus ramificaciones institucionales locales en el nivel provincial o municipal, y nos inclinábamos a asumir que eso ponía en evidencia una actitud ya antigua en el mundo rural. Con todo, aunque en Valencia hubo un fuerte movimiento católico y conservador durante la República, la Vega Baja, en general, fue afín al Gobierno y los pueblos que conocíamos mejor estuvieron completamente controlados por el sindicato del partido socialista y después unieron sus esfuerzos con el sindicato anarquista. Una vez empezó la Guerra, se expropiaron muchas fincas mediante iniciativas locales, se acuñó dinero local y esas fincas fueron explotadas colectivamente. Mientras las fuerzas republicanas se retiraban al final de la Guerra hacia el puerto de Alicante y los nacionales, junto a sus apéndices políticos y sus cuerpos paramilitares, avanzaban sobre la región, se preparaba un nuevo régimen de vida cotidiana.

      Un efecto, intencionado o no, de todo esto fue que la desesperada búsqueda diaria de alimento produjera la renuncia a preocuparse o interesarse por cualquier otra cosa. Otro fue que muchos de los que habían sido afines a la República, incapaces de conseguir los documentos necesarios para llevar una vida normal, se vieron obligados a recurrir al mercado negro. A la vez, esta situación los hizo más vulnerables a ser descubiertos y castigados en cualquier momento, pero también produjo personas que conocían mejor a los funcionarios que se podía sobornar, los atajos menos vigilados y los «delitos» que en realidad no eran tan graves, y, en consecuencia, generó una vuelta de tuerca más en la soga retorcida de la selección.

      Las diferencias que resultaron directamente del poder político se vieron amplificadas también por las ventajas subyacentes a la participación de la derecha en el estraperlo (mercado negro), que ofrecía enormes oportunidades de beneficio rápido. De hecho, la propiedad cambiaba de manos en tal medida que nos podríamos referir cínicamente al estraperlo como la reforma agraria de Franco. Una vieja clase de terratenientes, la mayoría de ellos absentista y enfrentada con un sector agrícola desmontado, que percibía oportunidades en los grandes centros urbanos, vendió sus propiedades a sus grandes arrendatarios, quienes, a su vez, vendieron a menudo sus parcelas a aquellos que se enriquecían con el estraperlo. Después, con la llegada de los años cincuenta, se presentaron nuevas oportunidades, a la vez que el área se veía progresivamente implicada en el lucrativo mercado de la fibra de cáñamo.

      Así pues, las fuerzas de diferenciación económica, social y cultural cambiaron de dirección numerosas veces durante los cien años que van de 1890 a 1990, como sin duda ya lo habían hecho antes. Pero difícilmente pueden ser sobreestimadas las fuerzas que se hicieron con el poder en aquellos años letales que siguieron a la Guerra Civil, durante los cuales Franco imprimió su sello de hierro sobre la sociedad española. Es difícil discernir cómo se podría hablar de la economía informal de los años sesenta sin referencia alguna a aquel periodo previo, y es imposible hablar de la falta de inclinación «natural» de la gente local hacia la política pública sin referencia alguna a lo que hizo tan naturales tales actitudes.

      La presencia ausente de esta historia crepuscular condicionó con toda seguridad el modo en que durante los años ochenta se pedía a la gente corriente de España que diera voz a una política pública renovada y cuando durante los noventa se estaba reestructurando la Vega Baja como economía regional. Sin embargo, fue más destacable la manera como estos dos momentos fueron enmarcados, sobre todo, por el discurso político presente. Ya hemos apuntado que el lenguaje sociológico usado para evocar las economías regionales emplea descripciones de los fenómenos que las sitúan dentro de las nociones de funcionalidad y ventaja competitiva, a la vez que se minimizan las referencias a las relaciones de clase y al papel del poder en la reproducción social. Este tipo de marco, que obviamente juega un papel en la marginalización de la historia de la que hemos estado hablando antes, es asimismo contextual: el campo político-económico, institucional y discursivo del corporativismo neoliberal. Esperamos que las pruebas etnográficas contenidas en este libro nos permitan volver a una crítica más exhaustiva de la conjunción históricamente particular de las formas capitalistas con las prácticas regulatorias. Queremos demostrar aquí el valor de la etnografía histórica, explorando cómo el pasado que acabamos de describir favoreció este tipo específico de conjunción.

      Lo hemos llamado «corporativismo neoliberal». Hasta el momento, el corporativismo y el neoliberalismo se han comprendido como imágenes especulares uno del otro: uno sitúa la prioridad en la salud de todo el cuerpo social, el otro insiste en la salud del actor individual y niega la existencia de algo como la sociedad (como Margaret Thatcher señaló). Sin embargo, más recientemente, los investigadores han empezado a contradecir estas diferencias con términos tales como «el nuevo paternalismo» (Mead, 1997) y «autoritarismo liberal» (Dean, 1999, 2002), al menos en parte, para explicar el tema de las prácticas de gobierno de la Unión Europea, en general, y, más particularmente, de los estados donde se invoca algún tipo de «tercera vía». El corporativismo da una prioridad elevada al funcionamiento apropiado de la sociedad como un todo integrado y coherente. El conflicto interno al sistema es considerado una patología, como el suicidio o la delincuencia, que debe afrontarse reprogramando todo el conjunto considerado. Estos conjuntos se consideraban frecuentemente como sociedades nacionales, como en la Francia de Durkheim o en la Gran Bretaña de Marshall, pero no es necesario que lo sean.

      Aunque tanto el corporativismo como el neoliberalismo se preocupan por la productividad global de la comunidad política en un mundo competitivo internacionalmente, difieren más concretamente por el hecho de que para el neoliberalismo este objetivo se alcanza trasladando una parte