Un don para amar. Ricardo Enrique Facci

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Название Un don para amar
Автор произведения Ricardo Enrique Facci
Жанр Документальная литература
Серия Cristo Vive en mí
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789878438085



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era el hijo del carpintero, hoy es médico o enfermero, abogado o profesor, obrero o sacerdote, enfermo o preso...

      ¿Qué significa ser cristiano cristocéntrico?

      Es alguien que, a la luz de la voluntad de Dios, concretizada en la vida, acción y palabras de Cristo irá renovando la mente y el corazón (cfr. Rom 12,2; Flp 2,5; Ef 4,23), de tal modo que llega a pensar como Cristo piensa y amar lo que Él ama (cfr. Flp 3,5), despojándose así, del hombre viejo revistiéndose del hombre nuevo (cfr. Ef 4,22ss).

      De este modo, nuestra vida está fundamentada en una espiritualidad cristocéntrica. Cristo Vivo tiene espacio en cada comunidad, familia, persona, permitiendo que Él sea, en definitiva, quien toma las decisiones. En este contexto surge aquella pregunta que, en su repuesta, decide ante cada una de nuestras opciones: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?

      Una vida cristocéntrica conduce a constituir la vida sobre la piedra angular que es Cristo. Significa que cada uno trabaja y fortifica su espiritualidad desde Cristo como centro y eje de su vida, actuando en cada circunstancia y frente a las diversas opciones que la vida le va exigiendo, como Cristo lo haría en su lugar.

      Estamos llamados a tallar en nuestro corazón lo de san Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál 2,20). Cristo en la vida del sacerdote es Señor de toda ella. Es de Cristo y con Él servidor de los hombres.

      Al decir que Él es el Señor, tenemos que darle la oportunidad de que sea guía, conductor, maestro, eje y centro de la vida. Por más que tengamos grandes proyectos en nuestro corazón, Jesús ya habló bien claro: “...separados de Mí, nada pueden hacer” (Jn 15,5). Por eso, es fundamental descubrir la presencia de Cristo como centro de nuestras vidas y actuar según el Salmo: “En vano trabaja el albañil, si el Señor no construye la casa” (Sal 126,1). O como leemos en Juan (15,5) “...el que permanece en mí y yo en él da muchos frutos”. Produciremos muchos frutos, no tanto por tener algunas actitudes cristianas o porque participamos de la Misa los domingos o porque hacemos oración, sino fundamentalmente porque todo esto nos ayuda y nos lleva a una unión vital con Él, a vivir insertos en Él, que está en medio nuestro. Por Cristo, con Él y en Él.

      Cristo Vivo, centro y eje de nuestras vidas se presenta de un modo singular, como dice San Pedro en su primera carta: “Coloco una piedra de base, coloco una piedra angular” (1Pe 2,4-6). Vamos a perseverar y brillará nuestra vida porque Él es la piedra base de nuestra vida. Colocamos a Cristo como base de nuestra vida.

      Por esto, nuestra fe debe estar centrada en Cristo, para que podamos construir de verdad sobre roca, sobre piedra y así, aunque vengan las tormentas, los obstáculos, las situaciones difíciles estaremos de pie (cfr. Mt 7,24ss). Pero cuando nuestra vida y el camino de seguimiento de Jesucristo se están desarrollando sobre arena corremos todos los riesgos, porque sólo tendremos meras motivaciones humanas y ellas no son sólidas para nuestra perseverancia y al primer obstáculo, a la primera tormenta, al primer problema, claudicaremos en nuestros buenos propósitos, en los grandes ideales de nuestra vida.

      Un hombre nuevo no sigue un Cristo “bonito”, de “lindas palabras”, sino a Cristo con el que ha crucificado el ‘yo’, porque si no es capaz de la cruz, no sé es capaz del Cristo Vivo.

      El Cristo Vivo es consecuencia de Cristo Crucificado, y ambas realidades son nuestro Cristo Pascual. Hablar de Pascua es hablar de un paso y todo paso tiene un principio y un final. La Pascua nace el Viernes Santo y termina el Domingo de Pascua, nace en la cruz de Cristo y termina en Cristo Resucitado. A este Cristo que fue capaz de crucificarse por amor al Padre, es a quien debemos seguir. Al Cristo de la Pascua, es a quien debemos darle espacio en nuestra vida. Esto significa que Cristo será centro y eje de nuestras vidas.

      Para que Él logre captar nuestro corazón profundamente y penetrar en él, es necesario que se haya despertado en nosotros un sentimiento, que en el ser humano es muy fuerte: el enamoramiento.

      Cuando un varón y una mujer comienzan a vivir la experiencia fuerte del enamoramiento descubren que el otro se transformó en alguien muy importante; atrapó toda la atención, se fueron movilizando permanentemente las miradas, las energías; todos los pensamientos giran en función a esta experiencia.

      Cuando nos enamoramos fuertemente de Jesucristo, seguramente vamos a darle este espacio para que Él intervenga y decida en nuestras vidas, para que sea centro de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos.

      El estar enamorado de Cristo, así como en el ámbito humano, nos lleva a dos cuestiones fundamentales: primero, el deseo profundo de complacerlo en todo, y segundo, dejarnos conocer por Él y conocerlo a Él.

      Complacerlo en todo conduce a pensar en la hora de cruz. El evangelista recoge la oración externa de Jesús: “Padre aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26,39). Pero, ¿qué hubiera pasado si el evangelista hubiese captado la oración en otro sentido, no solo tomando la palabra externa de Jesús, sino penetrando en el corazón de Jesús y encontrándose con su sentimiento, frente a tamaño pedido que le hacía aquel de quien Jesús tenía conciencia de que los amaba, y a quien quería agradarle en todo? ¿Cuál era el sentimiento de Jesús? ¿Simplemente un sentimiento de sacarse de encima el calvario o habrá habido una lucha donde se sobrepuso el amor y el deseo de agradar al Padre antes que despojarse de algo que costaba y dolía?

      El dejarnos conocer por Él y conocerlo a Él. Es como la experiencia de cada pareja de novios, de cada matrimonio, donde la necesidad de diálogo, viene del deseo de conocerse más en profundidad. Cada uno escarba en el otro hasta lo más íntimo tratando de llegar hasta la última célula del corazón y del pensamiento del otro.

      Esto también nos debe ocurrir con Jesús. Si estamos verdaderamente enamorados de Él, queremos conocerlo cada vez más y debemos disponernos. ¿De qué modo? Buscando saber qué piensa Cristo, qué es lo que ama, qué criterios tiene para la vida, cómo actuaría en nuestro lugar.

      Hay dos medios a nuestro alcance para conocer los criterios de Jesucristo: la Palabra de Dios y la oración.

      Si nos acercamos a la Palabra de Dios, si cada día la Palabra está en nuestras manos, transformará nuestra mente y corazón, cada día podremos descubrir lo que piensa y ama Jesús. Antes que Cristo nos escuche debemos que escucharlo a Él

      Es algo sumamente edificante reunirse semanalmente, sea en familia, en comunidad, con amigos, con los vecinos, sean dos, tres, cuatro, pero reunidos en torno a la Palabra de Dios para realizar la “Lectio Divina”. Es un santo deseo que todos tengan el espíritu de acercarse a la Palabra como hábito, para conocer mejor a Cristo, para saber cómo piensa, lo que ama, qué criterios tiene y cómo actuaría en nuestro lugar. La Biblia no es para tapar agujeros en la biblioteca, sino para gastarla de tanto uso, porque la abrimos cada día. Si nosotros tomamos distancia con la Palabra de Dios tomamos distancia con Jesús. Muchas veces la excusa es “no tengo tiempo”. Pero Dios nos regaló 24 horas por día. A algunos no les “alcanza” (cuestión de opciones), otros no saben qué hacer con ellas y las desperdician en superficialidades.

      Hay que llevar a Cristo a lo concreto, sino no sirve seguir a Cristo. Él no es un relato para una realidad del cielo, Él es el Hijo de Dios que se encarna, que muere en la cruz por nosotros, que Dios exalta por la entrega, que vive en nuestras vidas. Este es el Cristo que quiere estar en lo concreto, en lo de todos los días: caminar, vivir, decidir con nosotros. Y para esto, es fundamental que nos acerquemos a Él y que le dejemos penetrar nuestro corazón con su palabra y retenerla.

      Atendamos a la parábola del sembrador (cfr. Mt 13,3ss). La semilla cae al borde del camino, entre piedras o espinos. En esos casos no hay un ámbito que pueda retener la semilla queda a la intemperie, por lo tanto, no será fecunda. Pero, cuando el sembrador clava el arado en el campo, abre el surco, pone la semilla y la cubre de tierra. El seno mismo de la tierra la retiene. Esa semilla dará muchos frutos, con la paciencia del campesino, que no puede ir instantáneamente a otro rincón del campo y encontrarse ya con los frutos. Existe todo un proceso posterior de abonar, regar, desmalezar. Lo importante es tener claro que exigió un primer paso: que la semilla fuera retenida.

      Esto ocurre con la Palabra de Dios, hay