Es agosto de 1975 y un grupo de chicos cursa el séptimo grado de la escuela primaria. El último año, la bisagra. Uno de ellos, Alejandro, empieza a entender que lo que se posterga no se hace: hablarle a la chica que le gusta; confesar una verdad inconfesable; desafiar a la autoridad; revolucionar un estado de cosas. En esa escuela están el Chino, Julián, Fuks y Feimann, y también están el Gordo, Angelici, Fatorusso, Chivas y muchos otros. Hay unos pocos maestros admirados, como Quiroga y Ferrando, y hay vigilantes y alcahuetes que trabajan para Adelaida. En Asulunala, Daniel Escolar describe con admirable destreza los posibles modos en que esas relaciones se tiñen de lo que sucede fuera de esta institución en la que todas las mañanas hay niños que forman fila, intercambian figuritas y le cantan a la bandera del color del cielo, del color del mar.
Las ruinas, los sobrevivientes, los muertos. El polvo apretado entre los cerros, las cumbres del Tontal, los días, las noches, el aroma a menta, a tomillo, a tierra reseca, las piedras calientes, el sol. La puerta rota que brilla al fondo del palier, la noche en el mejor restaurante kosher de Praga, la casa del médano detrás de la obra abandonada, el transatlántico de Amarcord navegando sobre la arena, las luces de neón del telo de Parque Patricios, las luces de neón de todos y cada uno de los telos de la ciudad. Y la novela, la otra, la que estaba guardada en un cajón del escritorio y no tenía final. De manera deslumbrante, Mirar de lejos recrea los lugares, los momentos y las voces que rodean una historia personal llena de interrogantes: una novela inconclusa, existencias incompletas, memorias fragmentarias. Aquí se expresan, con gran inteligencia, las respuestas que surgen a lo largo de la intensa búsqueda de su protagonista, cuando las palabras que se han perdido resuenan y la propia vida cobra un sentido que estaba oculto u olvidado.
"…La fábrica era grande y caótica; ocupaba toda la manzana con galpones, piletas, reactores, chimeneas, hierros, chapas, cemento, caños, tierra, agua, bolsas, chatarra, plantas, flores y hasta un banano que a veces daba una gran flor magenta que se transformaba en un único y codiciado cacho de bananas dulcísimas. Un laberinto de vapores ácidos en el que circulaba a tientas un centenar de hombres rojos y amarillos para producir, sin parar jamás, y de una manera que siempre había que volver a inventar, un polvo muy fino y muy sucio hecho para cambiar el color de las cosas…"
Esta es la historia de Duna y de José, amigos del camino de todos los días. También es la historia del Chileno y de Roberto, del Doctor y su gente, y de muchos más que fueron y vinieron toda la vida por un país en el que no había autopistas. Es también la historia de una fábrica perdida en un acertijo de colores y de un mundo que ya no está, donde los inviernos eran más fríos y los campos, antes de llegar al mar, se volvían de arena.
Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un país muy pero muy lejano, más allá de Berazategui.