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abrió la boca para responder, pero Georgina se volvió hacia Harrison antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.

      —¿Por qué no vamos a sentarnos en la zona del comedor?

      Era evidente que no perdía el tiempo para intentar quedarse con Harrison, pensó Blaire, aunque esperaba que él tuviera la sensatez de no mantener una relación sentimental con ella. La primera vez que Blaire fue a casa de Selby, era un caluroso día de junio a finales del octavo curso, cuando Kate insistió en llevarla consigo para sentarse junto a la piscina. Nunca antes había visto una piscina de tamaño olímpico en una casa. Parecía algo propio de un hotel, con palmeras, cataratas, un enorme jacuzzi y una casa de la piscina con cuatro habitaciones decoradas con más despilfarro que la casa de Blaire en Nuevo Hampshire. Blaire llevaba un bikini de color verde lima que acababa de comprarse en el centro comercial y que le sentaba de maravilla. Era agradable sentir el sol en la piel, e introdujo un dedo del pie en el agua azul y cristalina de la piscina.

      Después de nadar durante casi toda la mañana, el ama de llaves les había servido la comida en el jardín. Se sentaron en torno a una mesa de cristal, aún mojadas de la piscina, dejando que el sol las secara mientras se servían sándwiches de una bandeja a rebosar. Blaire se decantó por un sándwich de rosbif y pan suizo, y acababa de extender el brazo para alcanzar las patatas fritas del cuenco que tenía delante cuando oyó la voz de Georgina.

      —Chicas, aseguraos de comer también verduritas crudas, no solo patatas —les dijo mientras se acercaba, tan elegante con aquel bañador azul marino de una pieza y el pareo.

      Selby le presentó sin mucho entusiasmo a Georgina, quien le dirigió una sonrisa sin interés antes de quedarse mirándola durante unos segundos. Ladeó la cabeza.

      —Blaire, querida. Ese traje de baño enseña demasiado, ¿no te parece? Está bien dejar algo a la imaginación.

      Blaire dejó caer la patata que tenía entre los dedos y miró al suelo, con la cara roja de vergüenza. Kate se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada. Hasta Selby guardó silencio, para variar.

      —Está bien, disfrutad de la comida. —Y, sin más, Georgina se dio la vuelta y volvió a entrar en casa. Ya entonces era una zorra, y Blaire apostaba a que seguía siéndolo.

      Apartó ese desagradable recuerdo de su memoria al ver que Simon volvía a entrar en la habitación.

      Se quedó mirándolo unos instantes antes de acercarse. Seguía tan guapo como hacía quince años, apoyado con disimulo en el marco de la puerta, con ese mechón de pelo rebelde acariciando su frente. Probablemente, las mujeres siguieran cayendo a sus pies. Y se fijó en que ahora todo en él sugería riqueza, desde el traje negro hecho a medida hasta los zapatos italianos de cuero. La primera vez que Kate llevó a Simon a casa en las vacaciones de Semana Santa, le confesó a Blaire que se sentía fuera de lugar. Él había crecido en la costa este de Maryland, en una familia modesta. La muerte de su padre por un ataque al corazón cuando Simon tenía doce años había destrozado a la familia, tanto emocional como económicamente. Su madre nunca llegó a recuperarse y, de no haber sido por las becas que conseguía Simon, le habría resultado imposible estudiar en Yale. Cuando Kate y él se casaron, por fin tuvo la oportunidad de darle a su madre una vida algo más acomodada, hasta que esta murió poco después de nacer Annabelle. Y era evidente que él también disfrutaba ahora de una vida más acomodada, consideró Blaire.

      Una mujer joven y morena estaba a su lado. Era guapa, pero lo que llamó la atención de Blaire era el modo en que miraba a Simon, con una mezcla de adoración y expectativa. Simon sonrió por algo que dijo ella mientras le tocaba el brazo. Su lenguaje corporal dejaba claro que se conocían muy bien el uno al otro. Se preguntó hasta qué punto. Pasados unos segundos, Simon pareció poner fin a su conversación, aunque Blaire no oía sus palabras. La mujer lo siguió con la mirada cuando se acercó a Kate. Después se dio la vuelta y se marchó, aunque se detuvo durante largo rato frente a un aparador de caoba. Después de que abandonara la estancia, Blaire se acercó para ver qué habría llamado la atención de la mujer. Era un marco plateado con una foto de boda de Kate y Simon, ambos sonrientes, como si no tuvieran nada de lo que preocuparse.

      Sonó una campana y un hombre uniformado anunció que era el momento de la comida. Simon estaba de pie al otro extremo de la habitación, solo, y Blaire aprovechó la oportunidad. Al acercarse, él la miró con desconfianza.

      —Simon, hola. Siento mucho tu pérdida —le dijo con toda la sinceridad que pudo.

      —Qué sorpresa verte a ti aquí, Blaire —respondió él, rígido.

      Sintió la rabia por dentro como si fuera ácido, empezando en el estómago para subirle después por la garganta. El recuerdo de lo que había sucedido la última vez que lo vio la golpeó con la fuerza de un maremoto, pero se mantuvo en pie. Tenía que estar tranquila, mantener la compostura.

      —La muerte de Lily ha sido una tragedia terrible —comentó—. No es momento para mezquindades.

      Él la miró con frialdad.

      —Qué amable por tu parte volver corriendo —le dijo.

      Se inclinó entonces hacia ella y le puso un brazo en el hombro, un gesto que cualquiera habría interpretado como amistoso, y le susurró con rabia:

      —Ni se te ocurra volver a intentar meterte entre nosotros.

      Blaire retrocedió, irritada porque hubiera tenido el descaro de hablarle de ese modo, y sobre todo aquel día. Estiró los hombros y le dedicó su mejor sonrisa de escritora.

      —¿No deberías preocuparte más por cómo lleva tu esposa el asesinato de su madre que por mi relación con ella? —le preguntó, y borró la sonrisa de su cara—. Pero no te preocupes, no volveré a cometer el mismo error. –«Esta vez me aseguraré de que tú no te interpongas entre nosotras», pensó mientras se alejaba.

      Se dirigía hacia el cuarto de baño del primer piso para lavarse antes de la comida cuando algo de fuera llamó su atención. Se acercó a la ventana y vio a un hombre uniformado de pie en la sombra, junto al camino de la entrada. Tardó un minuto en reconocerlo: era el chófer de Georgina. ¿Cómo se llamaba? Algo que empezaba por R… Randolph, eso era. Él las llevaba en coche cada vez que a Georgina le tocaba encargarse del transporte de las niñas. Le sorprendió un poco que siguiera vivo. Ya le parecía anciano tantos años atrás, pero viéndolo ahora se daba cuenta de que por entonces debía de tener cuarenta y pocos años. Entonces vio a Simon acercarse y estrecharle la mano antes de sacar un sobre del bolsillo del abrigo. Randolph miró nervioso a su alrededor, después aceptó el sobre con un gesto de cabeza y se metió en su coche.

      Simon ya se dirigía hacia la entrada, de modo que Blaire se apresuró a entrar en el tocador antes de que pudiera verla. No imaginaba qué asuntos podría tener Simon con el chófer de Georgina, pero pensaba averiguarlo.

      3

      —El asesino estaba hoy en el cementerio, quizá incluso en nuestra casa. —A Kate se le quebró la voz al entregarle su móvil al detective Frank Anderson, del Departamento de Policía del condado de Baltimore. Su presencia la tranquilizaba, su actitud decidida y segura de sí misma, y de nuevo volvió a sorprenderle lo a salvo que se sentía con aquella apariencia de fuerza física.

      Sentado frente a Simon y a ella en su salón, leyó el mensaje de texto con el ceño fruncido.

      —No saquemos conclusiones precipitadas. Podría tratarse de un bicho raro que ha leído sobre la muerte de su madre y el funeral; se le ha dado mucha cobertura informativa.

      Simon se quedó con la boca abierta.

      —¿Qué clase de perturbado hace algo así?

      —Pero se trata de mi móvil personal —objetó Kate—. ¿Cómo podría haber conseguido el número un desconocido?

      —Por desgracia, en la actualidad es bastante sencillo conseguir un número de teléfono. La gente puede usar muchos servicios de terceras personas. Y había