La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa

Читать онлайн.
Название La vacuna
Автор произведения Alberto Vazquez-Figueroa
Жанр Языкознание
Серия Novelas
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418263408



Скачать книгу

      

      La vacuna

      Alberto Vázquez-Figueroa

      Categoría: Novelas Colección: Grandes acontecimientos mundiales

      Título original: La vacuna

      Primera edición: Septiembre 2020

      © 2020 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa

      Imágenes: @Shutterstock

      Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

      Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

      ISBN: 978-84-18263-40-8

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

       NOTA DEL AUTOR

      La vacuna es la continuación de Cien años después, una novela corta que escribí en unos momentos en que los científicos creían –o hacían creer– que la pandemia desaparecería en poco tiempo.

      Pero no ha sido así; el «Coronavirus» se ha convertido en nuestro peor enemigo, y por lo tanto he considerado lógico retomar la historia y acompañar a sus personajes a través del mundo absurdo, caótico y cruel en que nos está tocando morir.

      Capítulo I

      Los meses que siguieron fueron tranquilos, como si el mero hecho de deponer las armas negándose a continuar defendiendo la granja a tiros hubiera propiciado que el virus decidiera tomarse un descanso, o tal vez –y eso era lo más probable–, que estuviera aprovechando el alto al fuego para mutar hacia una nueva estructura aún más dañina.

      Retirado momentáneamente a sus cuarteles de invierno, el infernal ejército invisible recuperaba fuerzas, decidido a lanzar un definitivo asalto destinado a liberar para siempre al planeta de su más enconado enemigo.

      Ya había conseguido que incontables fábricas cerraran, miríadas de vehículos se detuvieran, bandadas de rugientes aviones se posaran definitivamente e incluso que algunas centrales nucleares dejasen de proporcionar energía porque los que sabían manejarlas estaban muertos o faltaba el material de mantenimiento apropiado.

      Los seres humanos habían construido un mundo exclusivo para seres humanos, a imagen y semejanza de los seres humanos y dirigido por seres humanos, por lo que cuando esos seres humanos fallaban todo se desmoronaba.

      El golpe había sido tan duro que ni siquiera el corto período de supuesto armisticio les había servido para tomar aliento y disponerse a reanudar la lucha o buscar nuevas armas.

      Se limitaban a rezar y confiar en que todo hubiera acabado.

      A veces rezar es bueno.

      Y confiar también.

      Pero solo a veces.

      Una tibia mañana, cuando en la atribulada familia nadie estaba aún muy seguro de qué podría ocurrir de allí en adelante, un muchacho que casi parecía un cadáver viviente hizo su aparición por el sendero.

      Se le advertía agotado, con aire ausente, como drogado, borracho o inmerso en un universo propio.

      No prestaba atención a las flores, ni a los árboles, ni a los pájaros, y apenas reaccionó en el momento de cruzar un charco que le empapó los zapatos.

      Corrieron hacia él.

      –¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo?

      –Solo agotado.

      –¿Tienes hambre?

      –Mucha.

      Le ayudaron a entrar en la casa.

      –¿Qué te apetece?

      –Cualquier cosa.

      –¿Patatas con chorizo o perdiz escabechada? También podemos prepararte un conejo a la brasa, pero tardará un poco más. Hay que matarlo.

      Les observó como si le costara un inaudito esfuerzo aceptar tan absurda pregunta.

      –¿Hablan en serio?

      –Totalmente.

      Se decantó por la perdiz acompañada de pan fresco y un vaso de leche, y al terminar observó a las tres mujeres y a los dos hombres que le observaban a su vez.

      Una de las mujeres, la que le daba el pecho a un niño, inquirió:

      –¿Cómo te llamas?

      –Víctor.

      –¿Y a dónde vas?

      –Aún no lo sé. Mis padres murieron el mes pasado y todavía no lo he decidido.

      –Puedes quedarte el tiempo que quieras.

      –No tengo dinero.

      –Ni admitimos dinero, ni son estos tiempos de cobrar a quienes más lo necesitan –intervino Samuel.

      –Pero la comida…

      –Comida sobra. Las cosechas están siendo increíbles, los ríos se han llenado de peces y los campos de conejos, ciervos y perdices.

      –¿Y eso por qué?

      –Suponemos que puede deberse a que al disminuir la contaminación, la naturaleza ha reaccionado, pero no estamos seguros.

      Costaba trabajo aceptarlo, pero así era. El virus que mataba a millones de personas no se mostraba inhumano, sino más bien «anti-humano» y parecía dispuesto a conceder el control del planeta a unos animales que hasta esos momentos se habían limitado a ser víctimas de los hombres.

      Ningún gobierno había querido –o se había atrevido– a dar una cifra exacta del número de fallecidos, pero cabía suponer que la población mundial estaba siendo diezmada a marchas forzadas.

      Y a medida que los habitantes supuestamente más inteligentes del planeta tendían a desaparecer, ese planeta se fortalecía y cedía el testigo de la supremacía a quienes nunca habían deseado ser supremacistas.

      –¡De acuerdo! –admitió el muchacho, que aún se mostraba confundido–. Les sobran alimentos. ¿pero qué ocurre con la enfermedad? ¿No les asusta?

      –Naturalmente que nos asusta –admitió Saúl–. Durante un tiempo convertimos la granja en una fortaleza pero llegó un momento en que nos dimos cuenta de que vivir en un eterno estado de terror es peor que no vivir.

      –Algo sé de eso. Pasé un mes en una unidad de cuidados intensivos con temblores en todo el cuerpo. Creí que nunca más podría volver a trabajar.

      –¿A qué te dedicas?

      –Soy dibujante.

      –¿Pintor…?

      –Pintor es decir demasiado. Quizás algún día lo sea, pero de momento me limito a los cómics.

      –¿Qué clase de cómics? –se interesó Laura, a la que como siempre le interesaba todo.

      –De aventuras, pero ahora quiero empezar una serie sobre la epidemia; un reflejo del tiempo que nos ha tocado vivir, con ciudades vacías,