Él parecía como si acabase de salir de una revista del corazón y ella estaba empapada, con un chaquetón impermeable verde y viejo encima de unos vaqueros que le quedaban fatal y una camiseta que seguramente estaría tan mojada que sería transparente e indecente. Sin embargo, sus ojos… Eran como guijarros de obsidiana y conocidos, los había visto todos y cada uno de los días desde que le dejaron a su hija en los brazos, pero nunca habían reflejado ese desprecio.
–Tienes cinco minutos.
Ella no había oído nunca una voz tan áspera y ronca. Se maldijo a sí misma y obligó a su cerebro a ponerse en marcha mientras pensaba que era una forma muy rara de empezar la conversación que llevaba años esperando con anhelo.
–¿Para qué? –preguntó Anna.
–Para despedirte.
–Para despedirme… ¿de quién?
–De nuestra hija.
Capítulo 2
Querido Dimitri,
Yo no había querido que pasara así.
Anna, instintivamente, estrechó a Amalia con más fuerza contra el pecho.
–¡No voy a despedirme de mi hija!
–Ahora no te hagas la madre agraviada.
Dimitri se acercó un paso y ella retrocedió otro.
–Tú –siguió Dimitri–, que hace solo dos días me chantajeaste con la noticia de su existencia. Se ha hecho la transferencia, pero he venido a… por lo que me corresponde. No pienso dejar a mi hija con una mentirosa alcohólica y endeudada.
La cabeza empezó a darle vueltas hasta que comprendió que alguien la había confundido con su madre.
–Espera…
–Ya he esperado bastante.
Anna, aterrada, vio que otro hombre aparecía en la puerta. Un hombre que llevaba la palabra «abogado» escrita en la frente y que no hizo que Dimitri se calmara.
–Mary Moore de Dublín, Irlanda. Hipotecada hasta el cuello y detenida dos veces por ebriedad y desórdenes, y con una hija sin padre en la partida de nacimiento. Debes de ser muy buena actriz –le espetó Dimitri en un tono de indignación ofendida–. Evidentemente, la mujer que conocí hace tres años solo fue una aparición ebria con… consecuencias. Esa consecuencia…
–Ni se te ocurra llamar «consecuencia» a mi hija.
Anna intentó no levantar la voz para no agitar más a Amalia.
–Esa consecuencia es lo que me ha traído aquí –insistió él–. Ahora que conozco su existencia, voy a llevármela. Si es una cuestión de dinero, mi abogado, aquí presente, preparará la documentación para que me cedas la custodia. Nunca pago dos veces por algo, pero, en este caso, haré una excepción.
–¿No pagas dos veces por algo? ¿Estás llamando «algo» a mi hija? –le preguntó Anna con furia.
Sus palabras eran una provocación desmesurada, le palpitaban los oídos, la sangre le bullía por lo injusto de sus acusaciones, su arrogancia le enfurecía y la rabia que le producía el hecho de que él creyera que haría lo que él le pedía era como una llamarada que le crepitaba por dentro.
–Señor Kyriakou, estoy segura de que sería posible, incluso fácil, que su abogado preparara la documentación y de que entregara cantidades desorbitadas de dinero, dinero que sería suyo, que no habría defraudado a los clientes del banco Kyriakou… –Anna hizo una pausa para tomar aire y no hizo caso de la mirada sombría, con los ojos entrecerrados, de Dimitri–, si yo fuera Mary Moore.
Él echó la cabeza hacia atrás como si le hubiesen dado una bofetada.
–Mary Moore es culpable de todas las acusaciones que ha vertido contra ella y ha sido quien se ha puesto en contacto con usted para pedirle dinero, pero yo no soy Mary Moore, soy Anna Moore. Además, si vuelve a levantarme la voz delante de mi hija, ¡lo echaré yo misma!
En su cabeza, le había gritado, había arrojado esas palabras contra la coraza invisible que él parecía llevar puesta, pero, en realidad, había tenido en cuenta a su hija, había sido una madre que no haría nada que pudiera alterar a su hija. Sin embargo, lo había pillado con el pie cambiado, podía notarlo por su expresión de pasmo, como si intentara asimilar lo que había oído, y estaba dispuesta a aprovechar la ventaja.
–Llamaré a la policía si hace falta –siguió Anna–. Con sus antecedentes, aunque lo hayan exculpado, se pondrán de mi lado, al menos, esta noche.
Le enfureció la sonrisa burlona que esbozaron sus despiadados labios.
–Mi abogado me sacaría al cabo de una hora.
–¿El mismo abogado que me dijo que ya me había… «liquidado como a la última» cuando intenté decirle a usted que teníamos una hija?
Dimitri se dio media vuelta para mirar a David con perplejidad. David, sin embargo, pareció tan perplejo como él.
–Yo no fui –su amigo sacudió la cabeza–. No sé nada de ese asunto.
–¿Cuándo ocurrió eso? –preguntó Dimitri con incomodidad por las arenas movedizas que estaba pisando.
–Hace diecinueve meses, cuando te soltaron –volvió a tutearlo–, llamé a tu oficina. Es posible que creas que te oculté intencionadamente a nuestra hija, pero intenté ponerme en contacto contigo –él, a regañadientes, se dio la vuelta para mirarla a los ojos y ver la verdad que había en lo que decía–. Según él, era el señor Tsoutsakis, no creo que vaya a olvidarme fácilmente.
–Dios mío, es mi exayudante y te aseguro que no volverá a trabajar…
Dimitri seguía intentando asimilar la idea de que Anna había intentado hablar con él para algo que no era chantajearlo o pedirle dinero.
–Me da igual quién fuera. Me dijeron, inequívocamente, que me pagarían como habían hecho con los centenares de mujeres que, según él, estaban esperando al heredero del banco Kyriakou. Yo no tenía, ni tengo, la más mínima intención de recibir dinero tuyo, o de privar de la manutención a ninguno de tus hijos ilegítimos.
–No tengo más hijos –gruñó él entre dientes–. Cuando… Cuando me detuvieron, algunas… mujeres declararon que yo era el padre de toda una serie de hijos…
Esos intentos sórdidos de extorsionarlo habían apagado la última y leve esperanza que había tenido en la integridad de las personas. Le pareció una atrocidad utilizar a los hijos de esa manera. En total, cuatro mujeres se habían subido al carro equivocado y habían dado por supuesto que pagaría a cambio de su silencio. Sin embargo, ninguna de ellas, ni sus dos exnovias ni las dos desconocidas que afirmaban haber tenido una aventura con él, habían sabido que él no dejaría, nunca jamás, que un hijo desapareciera de su vida. Tuvo que hacer un esfuerzo para no extender la mano hacia Anna.
–Te juro que no ha habido ni más mujeres ni más hijos –añadió Dimitri.
–¿Y tengo que creerte sin más? –le preguntó ella sin disimular el desdén–. Entonces, ¿este es tu abogado? Dígame, señor abogado, ¿qué diría un tribunal sobre un hombre que se presenta inesperadamente a las diez y media, que me acusa de ebriedad y de conducta desordenada, que me espanta tres clientes y ocasiona un daño irreparable a mi reputación profesional, que me amenaza con arrebatarme a mi hija y que intenta extorsionarme?
Entonces, por fin, su hija empezó a llorar.
–Estás alterándola