Claudio Arrau. Marisol García

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pudieran colaborar en aprobarle una beca de instrucción. Además, la madre del escritor le comentó de tan precoz talento a su amiga Sara del Campo, esposa del Presidente Pedro Montt, quien entonces les extendió a Claudio Arrau y a su madre una invitación a La Moneda.

      El 30 de septiembre de 1909, ese niño de 6 años recién llegado de Chillán y sin clases formales de música hasta entonces tocó piano en la casa de gobierno, frente a parlamentarios, ministros, cuerpo diplomático y artistas. El compositor Enrique Soro iba a escribir después que esa noche había escuchado «a un genio». El ministro Agustín Edwards Mac-Clure, no menos conmovido, le dejó extendida una invitación a su casa. Aquella precoz velada en La Moneda fue crucial para comenzar a activarle a Arrau la anhelada beca de formación.

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      Los boletines de sesiones en el Senado de la República del 22 de febrero de 1910 dan cuenta de esta consulta específica en la partida 14 del proyecto de Presupuesto de Instrucción Primaria. En los documentos de archivo figura el ítem «Para la educación musical de Claudio Arrau León $1.200», con la firma de más de treinta diputados.

      Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 1909.

      «Es un Mozart en ciernes que honrará a la República —defiende uno de los fir- mantes—, de modo que es necesario que hagamos lo posible porque no se pierda un talento tan precoz».

      La indicación fue aprobada con la unanimidad de los veintiséis votos requeridos. Se acordó unos días después aumentar la pensión requerida a 1.500 pesos. El monto les permitió a Arrau y a su madre continuar unos meses más en Santiago y pagar las clases particulares del italiano Bindo Paoli.

      La idea de viajar al extranjero no vino sino hasta unos meses más tarde; primero en noviembre, gracias a una nueva indicación presentada por el Senado, y luego con un ítem discutido en la Cámara de Diputados «para que el joven Claudio Arrau León perfeccione sus estudios musicales en Europa».

      Aunque no de modo unánime esta vez, la ayuda fue aprobada en ambas cámaras y formalizada por un decreto del Ministerio de Instrucción Pública del 29 de marzo de 1911. Un mes antes el niño había celebrado su octavo cumpleaños.

      «Chico limpísimo, elegante (niño de casa rica, al parecer), trepa gravemente, mirándolo todo», lo describe una nota del semanario Sucesos que recibió ese año la visita del niño, su hermana y su madre a su redacción en Valparaíso.

      La disposición espontánea de un menor de edad no tendría por qué ser motivo de asombro, pero al «niño genio» se le aplaudía su naturalidad como la excepción de quien ya parecía destinado al aplauso internacional. Quienes lo conocieron en su adultez aseguran que a Arrau nunca lo abandonó un espíritu infantil. Había sencillez y transparencia en su trato, contenido siempre por una evidente timidez pero a la vez impulsado por una firme autonomía y cautivadora frescura. Era como si, más que una etapa formativa, esa condición de prodigio hubiese sido esencia de su personalidad.

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      Antes de la partida de Claudio Arrau, sus dos hermanos y su madre a Europa —a mediados de 1911, en el carguero Titania, de la compañía alemana Kosmos—, hubo un recital de despedida en su ciudad natal, con piezas de Chopin, Schumann, Mozart, Beethoven y otros compositores.

      Si este niño (lo que el destino jamás permita) no se atrasa en su carrera y no lo abandona el numen que ilumina su cabecita, tendrá que abismar al mundo con sus audiciones, y traerá a Chillán un nuevo timbre de lustre que deberá ­agregarse a lo que ya tiene como cuna de héroes y grandes patriotas (El Comercio, Chillán, 1910).

      Por las exigencias familiares que supuso, la salida de Arrau al extranjero fue como entrar a un corredor sin retorno. Doña Lucrecia tenía para entonces 52 años, nunca había viajado fuera de Chile, y la formación profesional de su hijo pasaba desde entonces a ser para ella una ocupación a tiempo completo. Debía, sin embargo, sumar a esa ambición a sus otros dos hijos, Carlos y Quecha. Los cuatro a Berlín sin saber hablar alemán ni inglés, aún sin maestro escogido para las lecciones de Claudio, y con una pensión calculada solo para dos personas.

      Mucho a favor, pero no todo. El arribo a Hamburgo y la llegada a la capital alemana —tras una parada en Buenos Aires, donde el niño volvió a deslumbrar con un recital en la Embajada de Chile— era una pisada en la incertidumbre. Una amiga suya en la ciudad le ayudó a Lucrecia a ubicar una casa para arriendo y a un posible profesor de piano. La opción primera por Waldemar Lütschg fue por completo equivocada. Arrau lo recordaría en su adultez como «el profesor más aburrido que se pudiera imaginar; incluso se dormía durante las lecciones». Lo visitó no más de un año.

      Fue reemplazado por Paul Schramm, «un hombre amable, muy inteligente y lleno de ideas, pero algo loco», cuyo influjo resultó todavía más nefasto. Junto a él, el niño fue perdiendo motivación, e incluso llegó a comentarle a su madre sus deseos de renunciar a la beca y regresar a Chillán.

      La impronta de Lucrecia León adquiere en esta etapa un nuevo relieve. De la ilusión, su guía pasó al compromiso, aun sin pruebas de que este de verdad justificase el sacrificio familiar.

      «Tenemos que preguntarnos: ¿si el niño de Chillán no hubiese tenido la madre que tuvo, la música chilena habría podido gozar del Arrau que todo el mundo aplaudió y que hoy recuerda?», pregunta Juan Orrego Salas.[4]

      Arrau iba a reconocer más tarde a una mujer «muy inteligente», entregada a la formación de su hijo menor, pero hábil para saber cuándo no presionar su avance: «Ella en realidad comenzó a vivir únicamente desde el momento en que se descubrió mi talento».

      Madre e hijo desarrollaron una relación cariñosa, alterada solo en parte por atisbos de rebeldía adolescente alrededor de los 15 años del pianista. Incluso entre los con- tinuos viajes del músico en su adultez, su cercanía se mantuvo como una nutrición importante para ambos por un tiempo extenso: ella iba a morir cuatro semanas antes de cumplir los 100 años.

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      Fue Rosita Renard quien le sugirió a doña Lucrecia probar con el profesor que ella ­tenía en el Conservatorio Stern. La pianista de Santiago había llegado a Berlín también gracias a una pensión del gobierno chileno, que sin embargo no había conseguido renovar. Martin Krause perseveró como su maestro e hizo las gestiones para que la joven pudiera conseguir beca completa en la prestigiosa institución alemana fundada en 1850.

      Krause tenía entonces 60 años. Vivía ya establecido en Berlín, tras décadas de clases en Leipzig y Múnich. Tenía fama de severo, y es probable que a esas alturas la dinámica de la docencia le resultase cansadora. Los malos alumnos colmaban su paciencia. A las mujeres jóvenes sin talento les gritaba solo una palabra:

      «¡Cásate! ¡Cásate!».

      Claudio Arrau había cumplido ya los 10, y extrañaba Chillán desde una ciudad eu- ropea en la que su capacidad no avanzaba como él quería. Sus clases junto a Lütschg y Schramm lo habían desmotivado.

      El inicio de las lecciones con Krause, sin embargo, les mostró a los Arrau León que nadie se había dedicado jamás con tanta convicción al niño y que, por lo tanto, podía esperarse una transformación profunda de su entusiasmo por la música, así como de los resultados en su técnica y ejecución. En clases diarias de al menos noventa minutos (sumadas a prácticas de otras siete u ocho horas a solas cada día y en su casa), el menor fue fortaleciendo una interpretación atenta a la melodía, el tono distintivo de cada compositor y el significado amplio que una pieza podía tener por fuera de la partitura.

      Claudio con Martin Krause, su maestro mentor, en Berlín. Circa 1914. Fotografía cortesía de ArrauHouse.

      Aunque Krause era para entonces uno