Medianoche absoluta. Clive Barker

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Название Medianoche absoluta
Автор произведения Clive Barker
Жанр Книги для детей: прочее
Серия Abarat
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788417525903



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de salir de él simplemente como dos.

      Capítulo 11

      Ruptura

      Candy dio cuatro pasos cautelosos entre los oscuros árboles y cada uno la introdujo en una oscuridad más profunda. Con el quinto paso, sin embargo, una criatura voladora apareció en el perímetro de su visión. Zumbaba como un insecto grande y el brillo de sus colores turquesa y escarlata salpicados de motas de oro blanco desafiaba a la oscuridad.

      Revoloteó alrededor de su cabeza durante un rato y después se marchó a toda velocidad. Candy dio un quinto paso cauteloso, luego un sexto. De repente la criatura reapareció acompañada de varios cientos de bestias idénticas, que la rodearon con tantos colores y movimiento que se sintió ligeramente mareada.

      Cerró los ojos para bloquear la vista, pero el movimiento caótico de las criaturas continuó tras sus párpados.

      —¿Qué está ocurriendo? —dijo, alzando la voz entre el ruido de aquella nube de zumbidos—. ¿Covenantis? ¿Sigues ahí?

      —¡Paciencia! —escuchó decir al muchacho.

      «Tiene miedo», dijo Boa con un deje de diversión en sus palabras. «Esta no es una tarea fácil. Si mete la pata, sacrificará tu cordura». Dejó escapar una risita; había una malicia evidente en ella. «¿No sería eso una lástima?».

      —Covenantis —dijo Candy—. Mantén la calma. Tómate tu tiempo.

      —Eso nunca se le ha dado bien, ¿verdad, hermano? —dijo Jollo B’gog.

      —¡Sal de aquí! —dijo Covenantis—. ¡Madre! ¡Madre!

      —Fue ella la que me dijo que podía venir a ayudar —respondió el Niño Malo.

      —No te creo —dijo Candy abriendo los ojos de nuevo.

      Al hacerlo vio al Niño Malo corriendo a través de un muro de criaturas de colores, que se habían ensamblado delante de ella en un intrincado puzle de alas, extremidades y cabezas. Mientras corría, gritó y dispersó a las criaturas entrelazadas, que se alzaron delante de ella y generaron con sus alas una ráfaga de viento que la golpeó en la cara e hizo que probara el sabor del metal en su lengua.

      —¡Para! —gritó Covenantis con la voz de pito colmada de ira.

      El Niño Malo simplemente se rio.

      —¡Se lo diré a mamá!

      —Mamá no me detendrá. A mamá le encanta todo lo que hago.

      —Vaya, ¡qué suerte! —dijo Covenantis, incapaz de ocultar por completo su envidia.

      —¡Mamá dice que soy un genio! —gritó el Niño Malo.

      —Lo eres, cariño, lo eres —dijo Laguna Munn mientras entraba en el espacio como apenas una sombra de sí misma—. Pero este no es el momento ni el lugar de hacer el tonto.

      Solo hizo falta el sonido de la voz de Laguna Munn para que las criaturas que había desparramado el Niño Malo con sus juegos volvieran a bajar al momento, se entrelazaran entre ellas (alas con garras, con picos, con crestas, con colas) y formaran una pequeña prisión alrededor de Candy.

      —Mejor —dijo Laguna Munn con voz indulgente—. ¿Niño Pálido?

      —¿Sí, mamá? —dijo Covenantis.

      —¿Has cerrado bien todos los cerrojos?

      «Oh, sí», dijo Boa. «Tiene que haber muchos cerrojos. Me gusta cómo suena eso».

      —¿Para qué son los cerrojos? —preguntó Candy en voz alta—. ¿Qué queréis dejar fuera?

      —No queremos dejar nada fuera… —dijo Covenantis, que se detuvo solo cuando su madre gritó su nombre y redujo la última parte de su respuesta a un susurro—. Es a ti a quien quiere mantener dentro.

      —¡Covenantis!

      —¡Ya voy, mamá!

      —Date prisa. No tengo mucho tiempo.

      —Tengo que irme —dijo el Niño Bueno—. Estaré fuera.

      El muchacho señaló la hendidura estrecha de una puerta que había entre las alas y las garras de los bichos grandes y, por primera vez, Candy se dio cuenta de que se había formado una pequeña habitación a su alrededor. Los muros estaban perdiendo el color bajo su mirada y las últimas rendijas o grietas de las formas entretejidas se cerraron. Lo que había sido una habitación colorida de alas danzantes se estaba convirtiendo en una celda silenciosa de hormigón.

      —¿Por qué me encierras? —preguntó Candy.

      —Los conjuros tan fuertes como este son inestables —contestó Covenantis.

      —¿Qué quieres decir?

      —Que pueden salir mal —susurró.

      —¡Covenantis! —gritó Laguna Munn.

      —¡Sí, mamá!

      —Deja de hablar con la chica. No puedes ayudarla.

      —¡No, mamá!

      —Es probable que en menos de un minuto esté muerta.

      —Ya voy, mamá —dijo Covenantis. Le dedicó a Candy un pequeño encogimiento de hombros y salió por la puerta, que se cerró y no dejó rastro de su presencia, ni una grieta.

      «Bueno…», dijo Boa en voz baja. «Tú nos has traído hasta aquí. Será mejor que lo termines, si es que tienes lo que hay que tener».

      —Tengo lo que no hay que tener —respondió Candy sin titubear.

      «¡Oh! ¿Y qué es?»

      —No seas tonta —dijo Candy—. A ti.

      Y de repente, Candy dejó de sentir miedo y giró sobre los talones para dirigirse a los muros fríos y grises.

      —Estoy lista —les dijo—. Haced lo que tengáis que hacer. Terminemos con esto de una vez. Si podéis evitar derramar sangre, sería estupendo, pero si no podéis, no podéis.

      No tuvo que esperar la respuesta de la celda durante mucho tiempo. Seis temblores recorrieron los muros, el techo y el suelo como corrientes de vida que resucitan desde dentro la materia inerte. Candy comprendía ahora por qué le habían ofrecido un vistazo periférico de lo que había sido la celda en su última encarnación: una bandada de seres alados. Los vio aparecerse en las paredes grises. Una vida dentro de la otra.

      ¿Debía aprender allí la lección de que ella habría sido gris y sosa como las paredes si el alma de Boa no se hubiera introducido en ella? ¿La estaban advirtiendo de que la vida que iba a escoger sería una celda gris y fría?

      No lo creía y así lo expresó.

      —Yo soy más que eso —le dijo al gris resplandeciente—. No soy materia inerte.

      «Aún no», gritó Boa.

      —¿Estás lista? —dijo Candy, pensando tanto en la pared como en la princesa—. Porque me estoy aburriendo con tantas amenazas estúpidas.

      «¿Estúpidas?», se enfadó Boa.

      —Hazlo —dijo Laguna Munn. Su voz aceleró los poderes de los muros—. Rápido y limpio.

      —¡Espera! —dijo Candy—. Solo quería que Boa supiera que lo siento. Si hubiera sabido que estaba ahí, habría intentado liberarla hace años.

      «Si lo que buscas es la absolución», dijo Boa, «yo no te la concederé».

      —Entonces se acabó —dijo Laguna Munn, cuya respuesta hizo que Candy de pronto se diera cuenta de que la anciana había estado escuchando sus pensamientos desde el principio—. Acabemos con esto de una forma u otra. ¡Candy! Pon las manos sobre la pared. ¡Rápido!

      Candy