El odio que das. Angie Thomas

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Название El odio que das
Автор произведения Angie Thomas
Жанр Книги для детей: прочее
Серия Novela juvenil
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788412177947



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K. Lo siento.

      —Le están dando quimio. Pero lo único que le preocupa es lo de la peluca —suelta una risa débil que no enseña sus hoyuelos—. Se pondrá bien.

      Es una plegaria, más que una profecía.

      —¿Tu madre te está ayudando con Cameron?

      —Esta Starr, siempre buscando lo mejor de la gente. Ya sabes que ella no ayuda en nada.

      —Eh, sólo lo preguntaba. Vino a la tienda el otro día. Tiene mejor aspecto.

      —Por ahora —dice Khalil—. Dice que está intentando dejar las drogas, pero es lo de siempre. Las deja unas semanas, luego decide que quiere un chute más, y empieza otra vez. Pero como ya te he dicho, estoy bien, Cameron está bien, mi abuela está bien —se encoge de hombros—. Es lo único que importa.

      —Sí —le respondo, pero recuerdo las noches que pasé con Khalil en su cobertizo, a la espera de que su madre llegara a casa. Le guste o no, ella también le importa.

      La música cambia y se escucha rapear a Drake desde los altavoces. Muevo la cabeza siguiendo el ritmo y coreo en voz baja. Todos los que están en la pista de baile gritan la parte en la que dice empezamos desde abajo, ahora estamos aquí. Hay días en los que en Garden Heights estamos bien abajo, pero aun así compartimos el sentimiento de que, mierda, podría ser peor.

      Khalil me está mirando. Una sonrisa intenta formarse en sus labios, pero sacude la cabeza.

      —No puedo creer que todavía te encante ese llorón de mierda de Drake.

      Me le quedo mirando con la boca abierta.

      —¡Deja en paz a mi marido!

      —Al cursi de tu marido. Nena, lo eres todo para mí, todo lo que siempre quise —canta Khalil con voz quejumbrosa. Lo empujo con el hombro y ríe, mientras su bebida se derrama—. ¡Tú sabes que suena así!

      Le muestro el dedo corazón. Frunce los labios y emite el sonido de un beso. Tantos meses separados, y en unos segundos volvemos a ser los de siempre.

      Khalil coge una servilleta de la mesa y limpia las manchas de la bebida en sus Jordan, modelo 3 Retro. Salieron hace unos años, pero juro que todavía son lo máximo. Cuestan alrededor de trescientos dólares, y eso si encuentras a alguien en eBay que necesite dinero desesperadamente. Chris lo logró. Las mías fueron una ganga que conseguí por ciento cincuenta, pero eso es porque uso talla infantil. Gracias a mis piececitos, Chris y yo podemos escoger calzado idéntico. Sí, somos ese tipo de pareja. Mierda. Pero nos llevamos bien. Si puede dejar de hacer estupideces, estaremos superbién.

      —Me gustan tus Jordan —le digo a Khalil.

      —Gracias —limpia los zapatos con la servilleta y me horrorizo. Con cada frotación, las zapatillas gritan para que les ayude. No miento: cada vez que alguien limpia mal unas Jordan, muere un gatito.

      —Khalil —le digo, a un segundo de arrebatarle esa servilleta—. O la limpias suavemente de un lado a otro, o le das palmaditas. No restriegues la servilleta. En serio.

      Me mira con una sonrisita burlona.

      —Vale, doña Jordan —y, gracias a Jesús Negro, empieza a limpiarlos con palmaditas—. Ya que los he ensuciado por tu culpa, debería obligarte a limpiarlos.

      —Te costará sesenta dólares.

      —¿Sesenta? —grita, y se endereza.

      —Mierda, sí. Y serían ochenta si tuvieran suelas transparentes —es una mierda limpiar las suelas transparentes—. Los kits de limpieza no son baratos. Además, es obvio que estás ganando buena pasta si puedes comprarte estas zapatillas.

      Khalil sorbe su bebida como si yo no hubiera dicho nada y murmura:

      —Joder, está fuerte esta mierda —y pone el vaso en la mesa—. Eh, dile a tu padre que necesito ir a saludarlo pronto. Está pasando algo que tengo que contarle.

      —¿Qué clase de algo?

      —Cosas de adultos.

      —Claro, porque tú eres muy adulto.

      —Cinco meses, dos semanas y tres días mayor que tú —me guiña el ojo—. No se me olvida.

      Estalla un bullicio en medio de la pista. Las voces discuten más fuerte que la música. Los insultos vuelan a diestra y siniestra.

      ¿Lo primero que pienso? Que Kenya acechó a Denasia como prometió. Pero las voces son más graves que las suyas.

      ¡Pum! Suena un disparo. Me agacho.

      ¡Pum! Un segundo disparo. La multitud se dirige en estampida a la puerta, lo que ocasiona más insultos y peleas, ya que es imposible que todos salgan a la vez.

      Khalil coge mi mano.

      —Vamos.

      Hay demasiada gente y demasiado pelo afro como para localizar a Kenya.

      —Pero Kenya…

      —Olvídala, ¡vamos!

      Me arrastra entre la multitud, apartando a la gente de nuestro camino y pisoteando zapatos. Con eso ya podríamos habernos ganado unos tiros. Busco a Kenya entre los rostros de pánico, pero no hay señal de ella. No trato de averiguar a quién le han disparado ni quién lo ha hecho. No puedes ser un soplón si no sabes nada.

      Afuera, los coches arrancan a toda velocidad y la gente corre en cualquier dirección. Khalil me lleva hasta un Chevy Impala aparcado bajo una farola con poca luz. Me empuja dentro por el lado del conductor y me paso al asiento del copiloto. Arrancamos con un chirrido y dejamos el caos en el espejo retrovisor.

      —Siempre sucede alguna mierda —masculla—. No se puede organizar una fiesta sin que le disparen a alguien.

      Habla como mis padres. Exactamente por eso no me dejan salir, como dice Kenya. Por lo menos, no en Garden Heights.

      Le envío un mensaje a Kenya con la esperanza de que esté bien. Dudo que las balas fueran para ella, pero las balas van donde quieren ir.

      Kenya contesta rápido.

      Estoy bien.

      Pero veo a esa perra. Estoy por darle una tunda.

      ¿Dónde estás?

      ¿Esta mujer habla en serio? ¿Acabamos de salir corriendo para salvar la vida, y está dispuesta a pelear? Ni siquiera contesto sus tonterías.

      Me gusta el Impala de Khalil. No es del todo ostentoso como los coches de otros tipos. No he visto que lo hubiera tuneado antes de entrar, y el asiento delantero tiene la piel agrietada. Pero por dentro es de color verde limón, así que en algún momento lo han debido cambiar.

      Empiezo a rascar una raja del asiento.

      —¿A quién crees que le habrán disparado?

      Khalil saca su cepillo del compartimento de la puerta.

      —Probablemente a algún King Lord —dice, cepillándose los lados rapados de su cabeza—. Cuando llegué a la fiesta entraron unos Discípulos. Algo estaba a punto de estallar.

      Asiento. Desde hace dos meses, Garden Heights ha sido un campo de batalla por unas estúpidas guerras territoriales.

      Yo nací reina porque papá solía ser un King Lord. Pero cuando él abandonó el juego, terminó mi estatus de realeza callejera. Aunque haya crecido en ella, no entendía eso de luchar por calles que no son de nadie.

      Khalil deja caer el cepillo en la puerta y sube el volumen de la radio, poniendo al máximo una vieja canción de rap que papá escucha siempre. Frunzo el ceño.

      —¿Por qué siempre escuchas eso?

      —Mujer, ¡no me salgas con eso! Tupac era el puto amo.

      —Sí,